China, Tíbet y boicot Jorge G. Castañeda16 Abr. 08 Abundan los temas locales para comentar esta semana -reforma energética, toma de tribunas, debates de 50 o 75 días como asunto de vida o muerte de la nación, redes de las FARC-EPR en México, etcétera- pero quisiera aprovechar el indudable hastío que muchos de estos asuntos provocan en algunos lectores para hablar de otra cosa. El mediático periplo de la antorcha olímpica camino a Beijing ha reencendido un sano debate en el ámbito internacional sobre los derechos humanos, el deporte y la diplomacia. La discusión resulta especialmente interesante y pertinente por tratarse de China: un caso en el que principios e intereses de distintos países se equilibran, se contraponen y se ajustan.Para entender el debate conviene recordar algunas verdades evidentes. En primer lugar, no hay la menor duda de que en China no se respetan los derechos humanos tal y como se entienden en lo que se llama, para bien o para mal, occidente; tampoco hay la menor duda de que se trata del mercado más atractivo del mundo, de una economía extraordinariamente dinámica y de un país con un peso con toda razón cada vez mayor en el mundo. No está en discusión tampoco el hecho que desde hace casi medio siglo el Tíbet es una región ocupada militarmente por Beijing y poblada deliberadamente por la minoría Cum mayoría Han. En tercer lugar es evidente que todos los países del mundo sostienen relaciones diplomáticas comerciales, financieras y deportivas con gobiernos que en ocasiones violan los derechos humanos, y es innegable que los monjes tibetanos seguidores del Dalai Lama, que como pude comprobar a medias durante una visita oficial que realicé a Lhasa en el 2002, gozan de un mayor espacio religioso de lo que uno se imagina, han utilizado la Olimpiada de 2008 para atraer la atención a su causa, y golpear al régimen de Beijing. Hasta aquí las cosas son relativamente claras y difícilmente discutibles. Pero a partir de aquí comienzan las dificultades.Para los que consideran, en su ignorancia, que el politizar eventos deportivos con temas como la democracia o los derechos humanos no es más que una vil "maniobra del imperialismo", convendría recordar que hasta hoy, el primer defensor del régimen de la Olimpiada de Beijing y de la asistencia del mayor número posible de jefes de Estado a su inauguración es nadie menos que George Bush. También podrá resultar útil saber que durante años buena parte de los gobiernos y países del mundo boicotearon cualquier competencia deportiva que involucrara al régimen del apartheid en Sudáfrica: rugby, tenis y, por supuesto, el conjunto de los deportes olímpicos. Para los que creen que México, en su clásico respeto por el principio de no intervención, jamás sucumbió ante esas tentaciones, basta señalar que en 1976 el entonces secretario de Relaciones Exteriores, Alfonso García Robles, anunció la prohibición al equipo mexicano de Copa Davis, encabezado por Raúl Ramírez, de contender contra el equipo de Sudáfrica.El problema es endiabladamente complicado. Por un lado, es cierto que acontecimientos como los juegos olímpicos o un mundial de futbol o una conferencia internacional pueden servir para "abrir" el cerrojo autoritario en determinados países, como se lo prometió el gobierno chino al Comité Olímpico Internacional al ser designado sede para 2008. Pero también es cierto que la mayoría de las veces, eventos como ésos tienden a reforzar a los regímenes autoritarios que los organizan: México 1968, Argentina 1978, Moscú 1980, México 1986, ¿Beijing 2008? También es cierto, no obstante, que boicotear los juegos les inflige un castigo terrible a los atletas, a los espectadores y a los ciudadanos del país sede, que en nada son responsables de los actos autoritarios de sus respectivos gobiernos.Por ello, la incomodidad es de todos. Los europeos no quieren asistir a la inauguración, pero sí desean participar en los juegos; tienen razón en marcar una distancia sin llegar al extremo. Los norteamericanos alegan que los europeos son una bola de hipócritas si participan o, como Gordon Brown acuden al cierre, porque como diría el rey Juan Carlos, ¿por qué mejor no se callan? Y recurren a la diplomacia silenciosa. También tienen algo de razón. Algunos gobiernos de ésas y otras latitudes han condicionado su presencia en la apertura de los juegos al inicio de un diálogo entre Beijing y el Dalai Lama, y/o a la liberación de determinados presos políticos en China, la libre circulación de los periodistas extranjeros y el acceso irrestricto a internet y la televisión satelital en el territorio chino. También tienen algo de razón, aunque difícilmente lograrán estos nobles propósitos mediante estas amenazas. La voz misma de la sensatez e inteligencia periodística en el mundo, a saber The Economist, subraya en su último número que este tipo de acciones sólo refuerzan los sentimientos de nacionalismo introvertido chino, y jamás lograrán lo que se proponen. También tiene razón The Economist.No hay una buena solución para todos: que tome en cuenta todos los factores, que conserve principios y defienda intereses. Quizás pudiera haber una respuesta diferenciada para cada país, según si pesan más sus intereses o sus principios o su política interna. Hacer caso omiso de la represión y lo sucedido en Tíbet parece inaceptable; boicotear los juegos, igualmente. Tal vez la mejor opción para países como el nuestro, como para la mayoría de los miembros de la Unión Europea, para Chile, Canadá y otros "like-minded countries" (si es que todavía pertenecemos a este conjunto) consistiría en hablar con claridad y actuar con seriedad: criticar la situación de los derechos humanos en China y en el Tíbet, y al mismo tiempo asistir a todos los eventos de Beijing, sin distingo.