Consultas, amparos y decisiones

Consultas, amparos y decisiones Jorge G. Castañeda23 Jul. 08 La inminencia de la supuesta consulta popular organizada "pobremente", según Manuel Camacho, por el Distrito Federal, y el creciente debate -bienvenido- sobre el amparo interpuesto por 15 intelectuales contra las reformas constitucionales al artículo 41 en materia electoral y de libertad de expresión colocan de nuevo en la palestra un tema más amplio y ambicioso: el vínculo entre reforma electoral y reformas institucionales. La consulta pone en evidencia las grandes lagunas decisorias de la democracia mexicana. Como lo explicó con toda claridad Enfoque hace unos días, México y Estados Unidos son prácticamente los únicos países democráticos del mundo donde no existe la figura del referéndum/plebiscito/consulta popular para tomar grandes decisiones (y no sólo para opinar como lo quiere AMLO).En la inmensa mayoría de las naciones así se deciden los grandes asuntos trascendentales: tratados internacionales, cambios constitucionales y de legislación secundaria especialmente relevante. Es de lamentarse, de ser cierto lo que sugiere Camacho en Enfoque, que el FAP/PRD/AMLO hubiesen aceptado negociar la inclusión de la figura del referéndum en la Constitución con Calderón, a condición de someter la reforma energética a un referéndum, y que éste no haya aceptado. Le hubiera convenido al país y al propio Calderón, ya que habría contado con las llaves del reino, a saber, la opción de someter al país directamente sus propuestas de reformas estructurales, obligando de ese modo al Congreso o bien a ser marginado, o bien a hacer su trabajo. Porque obviamente la figura del referéndum no valdría sólo para el petróleo, sino para todos los temas que cumplieran con los requisitos establecidos en la Constitución.Sin duda a viejos lobos de mar como Camacho y Muñoz Ledo se les hubiera ocurrido una trampa: insistir en incluir, junto con las otras formas de referéndum, la revocación de mandato, para poder juntar rápidamente las firmas necesarias y someter a Calderón al aparente suplicio de la revocación. Pero a trampa, trampa y media: nada le hubiera convenido más a Calderón que ir a un referéndum de esta naturaleza, que hubiera ganado con no menos de 20 puntos, pasando de ser un Presidente de 35 por ciento, a uno del 60 por ciento. Primero se muere el pueblo de México que destituir a un Presidente en funciones y menos aún por la vía electoral; reto a cualquier encuestadora a que produzca un resultado de menos de 60 por ciento de "No" de la pregunta: "¿Está usted de acuerdo en poner término de inmediato al mandato presidencial de Felipe Calderón?". Pero todo esto ya no sucedió y nos quedamos con una "pobre consulta", un chantaje del PRD contra una miniminiminirreforma (si fuera minifalda parecería cinturón) y una persistente incapacidad para tomar decisiones.El llamado amparo de los intelectuales plantea un dilema análogo. Pocos hemos sido tan adversarios y víctimas de los vetos, demandas, y hostilidad del monopolio televisivo, como el que escribe. Y creo también que pocos hemos sido tan partidarios, desde hace tanto tiempo, de la adopción en México de un sistema de publicidad electoral como el europeo o latinoamericano, basado en la prohibición de compra de tiempo aire por partidos y de la creación de una llamada franja, al estilo chileno. Pero en ausencia de una reforma institucional de fondo, prohibirle a ciudadanos de a pie u organizados fuera de los partidos acceso de cualquier tipo, en cualquier momento, por cualquier motivo, a la radio y la televisión mediante la compra de tiempo aire, sólo significa reforzar a la partidocracia, debilitar más toda posibilidad de participación política ciudadana, y coartar la reciente y endeble libertad de expresión mexicana en aras de una supuesta e indemostrable equidad. Lo mismo significa la ausencia de una vigorosa convicción de arbitraje constitucional por parte de la Suprema Corte; con o sin razón, no quiere cumplir a cabalidad con el papel de tribunal constitucional en un país con innumerables contradicciones entre artículos de la Constitución (en nuestro caso entre el 6 y el 41), entre la Constitución y las leyes secundarias, entre las leyes secundarias y los tratados internacionales, e incluso entre los tratados y la propia Constitución.El problema estriba en el lugar de los bueyes y de la carreta. Uno de los principales autores de la reforma siempre había sostenido, en mi opinión con razón, que primero se diseña el andamiaje institucional que se desea y después se escoge el sistema electoral que más lo propicie y fortalezca. No es tesis mía, sino de Duverger, y sobre todo del general De Gaulle. Aquí y ahora, para no variar, hicimos todo al revés. En lugar de promulgar las reformas institucionales necesarias (reelección de diputados y senadores, segunda vuelta, referéndum, candidaturas independientes, régimen semipresidencial con un primer ministro o jefe de gabinete, autorregulación o alta autoridad para los medios de comunicación masiva, sincronía de elecciones en México) y después las modificaciones electorales más conducentes para crear y reforzar este diseño, procedimos en sentido contrario. Con el agravante de que, como siempre, nos quedamos a la mitad del camino, o, si se prefiere, en el peor de ambos mundos: con una mala reforma electoral y sin reforma institucional. ¿De quién es la culpa? Por supuesto que de todos: del gobierno, por no haberlo propuesto y argumentado; de los partidos y el Congreso por miopes e inmediatistas; de los poderes fácticos, por no entender que sin mecanismos para tomar decisiones… no se pueden tomar decisiones. Ah, y por supuesto, de los intelectuales: por no saber convencernos a nosotros mismos, ni mucho menos convencer a los demás.

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