México y América Latina

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México y AL: ensayo de Jorge Castañeda2009-05-17 | Milenio semanal En tiempos recientes han proliferado las voces en México y en América Latina según las cuales México antes ocupaba una posición mucho más cercana a la región, habiéndose debilitado los vínculos culturales, lingüísticos y religiosos. El gobierno de México, encabezado por Felipe Calderón, ha manifestado que la relación con América Latina será prioritaria y ha realizado gestos que si bien son idénticos a los de sus predecesores, han sido considerados como señales de un nuevo compromiso latinoamericanista.Por razones familiares, he tenido la oportunidad de seguir de cerca, directa o indirectamente, la relación de México con América Latina desde hace casi medio siglo. Mi padre ingresó al Servicio Exterior Mexicano en 1950, y se desempeñó como secretario de Relaciones Exteriores entre 1979 y 1982. Mi medio hermano entró al Servicio Exterior Mexicano en 1966 y fue subsecretario de Relaciones Exteriores entre 1988 y 1994. Aunque yo nunca he sido diplomático de carrera, he estudiado a lo largo de más de 20 años los vínculos entre México y América Latina y entre México y Estados Unidos, y tuve la oportunidad de poner en práctica algunas de las ideas construidas durante esos años de estudio cuando ocupé la titularidad de la Cancillería mexicana entre 2000 y 2003. Ni mi padre, ni mi hermano ni yo hemos sabido nunca dónde y cuándo existió esa época de oro de la que tanto se habla, evocándola con una nostalgia tanto más intensa en cuanto su objeto es más inasible.Recuerdo cómo mi padre me relataba de joven que cuando asistió a la Conferencia de la Organización de Estados Americanos de 1954 en Caracas, acompañando al canciller Luis Padilla Nervo y durante la cual el gobierno de Estados Unidos, representado por John Foster Dulles, inició su ofensiva contra el gobierno de Juan Jacobo Arbenz en Guatemala —ofensiva que desembocaría en el derrocamiento de Arbenz semanas después—, México estuvo solo. El gobierno argentino, en el ocaso de la segunda presidencia de Juan Domingo Perón, vaciló pero al final se abstuvo en la votación; sólo México se opuso a la resolución promovida por Washington. Huelga decir que otro de los actos glorificados de la política exterior mexicana fue también en solitario: se trata de la famosa foto del embajador Vicente Sánchez Gavito, también en una Conferencia de la Organización de Estados Americanos celebrada en Punta del Este en 1962, oponiéndose a la expulsión de Cuba del organismo regional. Si se recuerdan también otras coyunturas más cercanas —la negativa de México a apoyar la invasión estadunidense de Santo Domingo en 1965, la ruptura de relaciones de México con Chile después del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, la bienvenida a todo el exilio conosureño de esos años, el apoyo a la revolución sandinista y la ruptura de relaciones diplomáticas con la dictadura de Somoza en 1979, la declaración Franco-Mexicana reconociendo al frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en El Salvador como fuerza política representativa en 1981, el retiro de México del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca o Tratado de Río de Janeiro en 2001 y, por supuesto, la negociación y firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1993— vemos que han sido mucho más frecuentes los desencuentros de política exterior entre México y América Latina que los esporádicos esfuerzos comunes, siempre más protocolarios que sustantivos. Esta brevísima reseña entreabre una interrogante: ¿De dónde proviene el mito de la afinidad mexicana con América Latina en el ámbito de la política exterior? México más bien ha diferido de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos a lo largo del último medio siglo. Se suele argumentar que la cercanía mexicana no se reflejaba en la relación con los gobiernos sino con los “pueblos”. Prueba de ello era la popularidad de iconos mexicanos de la cultura popular como Cantinflas, Jorge Negrete y El Chavo del Ocho en toda América Latina. En realidad hace más sentido plantear el verdadero dilema que enfrenta México hoy: por un lado, México tiene su corazón en América Latina pero, por el otro, tiene su cartera y su cabeza en el norte.El país comparte con el resto de Latinoamérica una historia significativamente común, aunque no idéntica. Las diferencias entre los territorios con civilizaciones sedentarias y estructuradas en el momento de la Conquista, y aquellos despoblados, o bien poblados sólo por agrupaciones nómadas, son esenciales; las diferencias entre las colonias con esclavitud explícita y las que no reprodujeron ese horror son básicas; las diferencias entre las colonias ricas y las pobres son fundamentales; las diferencias entre quienes se independizaron mediante la lucha y quienes lo hicieron de mutuo acuerdo con la potencia colonial (Brasil) son determinantes pero, a un nivel suficiente de abstracción, es cierto que la región entera vivió en buena medida una misma historia. Asimismo, compartimos una cultura común aunque, de nuevo, no idéntica, no sólo por las diferencias de origen sino también por su evolución posterior; por ejemplo gracias a la inmigración en algunos países. También adoptamos mayoritariamente la misma religión con su inmensa influencia cultural, aunque hoy la proliferación de sectas o denominaciones evangélicas y protestantes en general sea asombrosa. Hasta ahí llega México en su inclusión en una hipotética comunidad latinoamericana. La afinidad consiste justamente en estos asuntos del corazón —la cultura, el pasado— más que en intereses reales.Con una posible excepción: una versión de la historia, del presente y del futuro latinoamericanos determinados por una única contradicción, a saber, aquélla que opone a los pueblos conquistados, luego colonizados, luego oprimidos y explotados por el exterior, a sus opresores foráneos sucesivos. Desde esa perspectiva, en efecto, México y América Latina son uno y el mismo: constituyen una sola víctima, agraviada por un solo victimario. Pero difícilmente a estas alturas se encontrarán academias, cancillerías, empresas u organismos internacionales o regionales convencidas de esta hipersimplificación. Los intereses reales de México son diferentes y el país se ubica en una situación especial que no siempre se resalta lo suficiente en sus relaciones con otros países de América Latina: desde 1895, Estados Unidos pasa a ser el primer socio comercial de México, desplazando a Francia y a Inglaterra. A partir de esa fecha, la preeminencia de EU sólo crecerá. Durante la Primera Guerra Mundial el comercio exterior de México se concerta con Estados Unidos en su totalidad. Luego se estabiliza en alrededor de 70 por ciento, y así perdura hasta finales de los años ochenta del siglo pasado, cuando se incorporan a las cifras ordinarias las llamadas maquiladoras, elevando el porcentaje a casi 90 por ciento. El Tratado de Libre Comercio con América del Norte (1994) incrementa ligeramente y sobre todo consolida esa proporción. Se trata entonces de una historia de más de 100 años: un siglo entero de concentración extraordinaria del comercio exterior con un sólo país, y donde la inversión extranjera sigue patrones similares. La concentración atípica de México en sus relaciones económicas internacionales se ha visto agudizada por dos tendencias adicionales: la primera es la migración. Los primeros mexicanos que se fueron a trabajar a Estados Unidos desde principios de la década de los ochenta del siglo XIX eran trabajadores que originalmente laboraron en la construcción de los ferrocarriles dentro de territorio mexicano, y que luego fueron “enganchados” para seguir construyendo las vías férreas hasta Kansas City, St. Louis y, sobre todo, Chicago. Huelga decir que, en esta materia, la concentración con Estados Unidos es total: los 15 mil trabajadores invitados cada año a Canadá sencillamente no revisten pertinencia estadística.Una segunda tendencia consiste en el surgimiento o crecimiento de otras exportaciones de servicios. Conforme México pierde competitividad en ciertos capítulos de la exportación de bienes manufacturados —un ejemplo de ello reside en el desplazamiento de algunas maquiladoras a China y a Centroamérica—, el país ha ido detectando y aprovechando nichos más especializados de esa exportación de servicios. El que más destaca, y el que acertada y repetidamente ha subrayado el presidente Felipe Calderón, es el tturismo. Obviamente no se trata de una actividad nueva para México: el surgimiento de Acapulco como destino turístico internacional se remonta a los años cincuenta, el de Cancún a finales de los setenta, y el de Los Cabos a los noventa. Pero el crecimiento ha sido verdaderamente vertiginoso en tiempos recientes y, sobre todo, existe la esperanza fundada de que lo será en el futuro. Durante los próximos 20 años, el turismo será uno de los sectores de mayor porvenir, mayor competitividad y mayor generación de empleo para México. Ya hoy se trata de la primera industria empleadora del país, ocupando a casi dos millones y medio de personas, directa e indirectamente. Ahora bien, 90 por ciento del turismo que llega a México proviene de Estados Unidos, reforzando los vínculos mexicanos con el norte, no con el sur.En conclusión, por un lado se encuentran las nostalgias del viejo régimen: El Chavo del Ocho y Cantinflas, las películas de Blanca Estela Pavón y El Indio Fernández, el idioma y la religión, las rancheras y los boleros, las “hermanas repúblicas” y un supuesto enemigo común. Y por el otro figura 90 por ciento de la inversión extranjera, 90 por ciento del comercio internacional, 90 por ciento del turismo —todos originados en Estados Unidos—, el total absoluto de una migración inmensa a los Estados Unidos y un número creciente y cada vez más crucial de residentes estadunidenses al sur de su frontera. He aquí el dilema de México. Dilema desgarrador, exacerbado por las peculiaridades del anterior sistema político que regía en México, que ciertamente le brindó al país siete décadas de estabilidad política y cuatro decenios de crecimiento económico, pero que a la vez dificultó, si no es que imposibilitó, la toma consciente e informada de decisiones trascendentales. Las características de ese sistema político, vigentes todavía a finales de los años ochenta y principios de los noventa, cuando el país enfrentó la encrucijada del agotamiento de sus modelos político, económico, social e internacional anteriores, le impidieron definir el camino futuro a seguir con pleno conocimiento de causa. Desde el momento cuando el presidente Carlos Salinas de Gortari tomó la decisión en 1990 de negociar y luego de firmar el Tratado de Libre Comercio (TLCAN), quedó patente que el país no sabía realmente en lo que se metía: con las instituciones que existían en ese tiempo resultaba imposible que se produjera un debate abierto, democrático, informado y coherente sobre las implicaciones comerciales, pero también de todas las demás índoles, del Tratado. Hoy abundan las encuestas que muestran que el TLCAN tiene un alto nivel de aprobación, pero también que la mayoría de los mexicanos considera que le ha traído muchos más beneficios a Estados Unidos que a México. En todo caso, por un motivo u otro, no se le explicó a la sociedad mexicana, ni por cierto, al concierto regional, en qué consistían las consecuencias reales de ese tratado, sobre todo a la luz de la realidad de la cual se partía, a saber, que México ya arrancaba su integración comercial con una posición de extraordinaria concentración del conjunto de sus relaciones foráneas con el norte. Dicho tratado intensificaría, fortalecería y consolidaría esa concentración, volviéndola irreversible. No se le informó a la sociedad mexicana, ni a sus vecinos latinoamericanos, el significado del acuerdo para la posición de México en el mundo, para el alma mexicana y para las tradiciones nacionales. Por ende, esa sociedad siguió viviendo en el mundo mítico del desarrollo estabilizador de los años 1940-1970, en el modelo de la industrialización vía la sustitución de importaciones, de México y sus hermanas repúblicas o del hermano mayor, de México como parte del Tercer Mundo, del México garante y baluarte de los principios de no intervención, de auto-determinación de los pueblos, del México de la simulación y de la retórica.No es difícil comprender entonces que hoy, 15 años más tarde, la sociedad mexicana siga pensando igual, mientras que uno de cada cuatro mexicanos tiene parientes en Estados Unidos y seis de cada 10 confiesan en encuestas que se irían a vivir y a trabajar allá si pudieran. Lógicamente, el país padece una especie de esquizofrenia nacional, ejemplificada por un incidente —de menor importancia pero sintomático— transcurrido en el año 2004 en el Estadio Jalisco de la ciudad de Guadalajara, durante la eliminatoria de futbol para los Juegos Olímpicos de Atenas. Contendían México y Estados Unidos por el sitio de Norteamérica en Grecia y una proporción minoritaria, pero no insignificante, de los 65 mil espectadores abucheó —era comprensible— insultó —ya lo fue menos— y agredió —ya no era perdonable, aunque en todas partes se cuecen habas— a los jugadores estadunidenses —que tampoco demostraron una sensibilidad a toda prueba— y finalmente comenzó a corear la consigna de la noche: “Osama, Osama, Osama”. La paradoja era evidente para cualquiera que conociera la geografía económica mexicana: Jalisco es uno de los cuatro principales estados expulsores de migración hacia los Estados Unidos desde hace un siglo, junto con Michoacán, Guanajuato y Zacatecas. Las comunidades vecinas al Lago de Chapala (Ajijíc, Chulavista, etcétera) conforman una de las principales aglomeraciones del país escogidas para estadunidenses retirados o semijubilados. Y Puerto Vallarta, el sitio de veraneo jaliciense por excelencia, es, a la vez, el segundo destino turístico de México para viajeros estadunidenses, después de Cancún y antes de Los Cabos. De modo que la pequeña parte enardecida de las gradas del Estadio Jalisco esa noche estaba literalmente buscando matar a la proverbial gallina de los huevos de oro.¿Qué se puede hacer, y qué no es factible? Primero, es preciso aceptar ciertas realidades posiblemente incómodas. No se resuelve un dilema de esta magnitud con breves frases, por afortunadas que sean, como la de Felipe González: “México tiene la mira hacia el Norte y la mirada hacia el Sur”. Recurrir a metáforas o aforismos, incluso brillantes, no ayuda; hacerlo genera la sensación de la existencia de un pensamiento complejo, cuando en realidad dichos mecanismos no constituyen más que sucedáneos inservibles. El problema sólo puede resolverse en el fondo con una política exterior realista, no principista ni retórica, que parta de verdades básicas, por dolorosas que parezcan; algunas de ellas pueden incluso incomodar o irritar a oídos sensibles, pero es preferible verbalizarlas que silenc&#;

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