He comenzado a leer el libro más reciente de Jorge Castañeda, Mañana o pasado, el misterio de los mexicanos. El ensayo de Castañeda, un análisis de la ontología mexicana, se enmarca en una larga tradición de todos conocida: Paz, Ramos, y un largo etcétera. Prácticamente todas esas exploraciones del carácter nacional desembocan entre la perplejidad y el pesimismo. La de Castañeda se enmarca, sin duda, en lo segundo. Advierte, en este libro publicado en español e inglés de manera simultánea, una especie de fractura que parece casi una sentencia. Somos, parece decir el autor, un pueblo particularmente mal preparado para la modernidad, para los ajustes que los nuevos tiempos requieren. No nos gusta la competencia, las leyes nos estorban, desconfiamos del prójimo y mucho más del extranjero, no sabemos trabajar en equipo y somos adversos al cambio. Es difícil estar en desacuerdo con buena parte de lo que dice Castañeda.Aun así, prefiero quedarme con las muchas historias de transformación que el propio Castañeda identifica. Por ejemplo, las de los millones de migrantes que demuestran, día a día, las características opuestas de ese mexicano remilgoso, rígido, individualista y chapucero. Son ejemplos muy claros de ese “nuevo mexicano” que el autor añora. Me permito poner un ejemplo que, con un tanto de imaginación, debería ser un modelo para la joven generación que será la encargada de darle la vuelta a esos defectos que Castañeda señala hoy. Es la historia de nuestro migrante más exitoso, o al menos el que tiene el éxito más visible y aprovechable. Me refiero a Javier Hernández.Y sí, querido lector, asumo que usar como ejemplo al deporte no es precisamente estar a la altura del Laberinto de la soledad, pero me parece que la mención vale la pena (por cierto, Castañeda comienza su libro reflexionando, precisamente, sobre nuestros infortunios futboleros). Veamos. Javier Hernández fue criado desde muy pequeño —en su familia y en su equipo— para ser, primero, un muchacho íntegro y, después, un notable profesional en su oficio. Sus padres le dieron armas no sólo para hacer lo que hace en la cancha, sino para ser respetuoso, trabajador, noble y —esto es crucial, porque intuyo que Castañeda lamenta lo contrario en los mexicanos— valiente. El muchacho se ganó un lugar en el Manchester United demostrando su respeto por las jerarquías del equipo, pero también siendo un adversario feroz para sus compañeros y peor para sus antagonistas. Al famoso Chicharito no le da miedo la competencia. Tampoco ha demostrado individualismo alguno. Sus compañeros y su técnico le alaban su devoción por la labor en conjunto y le reconocen su aplicación al trabajo. Por si fuera poco, ha mantenido la humildad, muchas veces sirviendo como traductor a compañeros de menor jerarquía. Como a Rafa Márquez antes (Márquez dejó su casa muy joven para jugar en Europa), a Javier no le ha pesado el cambio, ni Inglaterra, ni el clima, ni nada. No extraña las enchiladas. Está en Manchester para ganar. Punto y se acabó. De traumado, improductivo y huraño no tiene un pelo.Al final, los grandes cambios de conciencia empiezan por los ejemplos individuales. Y el deporte es el escenario ideal para conseguir modelos a seguir. Por eso es que creo que el ejemplo no es frívolo. ¿O alguien duda del peso que tuvo Jackie Robinson en la conciencia colectiva de los afroamericanos? Lo que ha hecho el jovencísimo Chícharo es predicar con el ejemplo. Y es de agradecerse que los niños de México cuenten hoy con un ídolo deportivo como él. En algún momento, los mexicanos debemos pasar de la eterna reflexión de nuestro tan peculiar carácter a rescatar las vías, por pocas que sean, de construcción de una nueva identidad, moderna y libre de lastres. Para ello sugiero que confiemos en el poder del ejemplo individual. Mexicanos notables —y bastante “nuevos”— sobran. Uno está en Manchester. Y no quiso recibir la medalla al segundo lugar. Bien por él.