Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos, de Jorge Castañeda, se inscribe en dos corrientes de análisis. La primera es la larga tradición de escritores que han buscado encontrar los resortes primarios que mueven a una sociedad para entender el carácter de una nación. Una reflexión tan vieja como la cultura moderna, afirmó Octavio Paz en una entrevista con Claude Fell para celebrar los 25 años de la publicación de El laberinto de la soledad, el clásico sobre el tema. En México, este género de crítica social, política y psicológica –como definió Paz la cara idiosincrática del Laberinto– tiene una tradición prolongada y rica, tan amplia como los debates que ha generado.Cualquier intento por desglosar el carácter nacional de los mexicanos es una invitación a perderse en la historia y a enfrentar preguntas de difícil respuesta. Los historiadores no se han puesto de acuerdo ni siquiera en el momento del nacimiento de una conciencia nacional en México. En 1821, México no era una nación. Atravesó gran parte del siglo xix sin serlo. Empezó a fraguarse durante la Reforma, aunque muchísimos mexicanos no se identificaban con el cuerpo legal plasmado en la Constitución de 1857, y se consolidó, tal vez, durante el Porfiriato, cuando el poder central empezó a tener eco en todos los confines del país.Para principios del siglo XX, México tenía ya importantes lazos de unión: la lengua y la religión heredadas de la Colonia que habían perfilado –para bien y para mal– los usos y costumbres de los mexicanos y un Estado centralizado y poderoso que había unificado al país. Sin embargo, parece indudable que fue el sistema político emanado de la revolución de 1910 el que cimentó a lo largo del siglo XX un carácter nacional, que relegó tan solo a pequeñas comunidades indígenas que siguieron viviendo al margen de la normatividad revolucionaria. El nuevo sistema sobrepuso, al legado de los siglos anteriores, un sistema educativo que ha inculcado la misma versión de la historia y los mismos mitos, en generaciones de mexicanos. Todos hemos sido receptores de la ideología y las políticas que guiaron por décadas lo que ahora llamamos priismo. Muchos rasgos del carácter nacional que señala Castañeda –la corrupción, la incapacidad para participar en actividades comunitarias, el desprecio a la ley, la aversión al conflicto y al mercado– son en gran parte herencia del siglo XX. Hay que sumarle a la mezcla en el XXI el impacto de los medios de comunicación masiva y el internet. Misteriosos o no, los mexicanos tenemos, como bien señala Jorge Castañeda, un carácter nacional propio e inconfundible.Siguiendo las huellas del Laberinto, Mañana o pasado es también una interpretación histórica. Lo que a Castañeda le interesa es destacar aquellos rasgos del carácter nacional que han obstaculizado el tránsito de México a la modernidad política y económica. Demuestra, citando los resultados de innumerables encuestas y estadísticas, que los mexicanos tenemos, en efecto, una desconfianza visceral del “otro”, alimentamos un antinorteamericanismo anacrónico y disfuncional, un individualismo que ignora la participación social y un gusto por las negociaciones tras bambalinas y la búsqueda del consenso. El problema es que estas querencias chocan con la necesidad de abrir la economía al mundo globalizado y, peor aún, con la consolidación de una democracia plena y eficaz.En el apartado “El peor de los mundos posibles: un sistema tripartidista”, Castañeda nos regala un análisis inmejorable sobre cómo la aversión nacional a la competencia y al conflicto nos ha dejado sentados en un inestable banco partidista de tres patas y en la parálisis política. Ninguno de los tres partidos dominantes innova y presenta al electorado un programa reformador como el que el país necesita, porque cualquiera puede ganar. Por lo demás, la renovación política no puede venir de fuera del sistema porque no acaba de cuajar una sociedad civil pujante y los mismos partidos se han encargado de acallar las voces de los ciudadanos que han intentado participar más activamente en política.El carácter nacional ha maniatado, asimismo, a la economía mexicana. La liberalización comercial de México empezó, como señala Jorge Castañeda, con el TLC, suscrito en 1993 con los Estados Unidos y Canadá. El tlc transformó a México en una de las economías más abiertas del mundo: la balanza comercial como porcentaje del pib alcanzó 55%, escribe Castañeda. “El doble que en Estados Unidos, más que en Japón y un nivel semejante al de países como España, Gran Bretaña, Francia e Italia” (pp. 257-258). Y sin embargo, un amplio sector de la opinión pública y buena parte de la clase política, condena al TLC, mantiene su fe en el proteccionismo y los subsidios y califica de “privatización” cualquier proyecto que involucre a extranjeros en la industria energética del país. No van con el carácter nacional.Sorprende que Castañeda no haya incluido entre las ataduras económicas un rasgo de ese carácter que es tan importante como los que sí menciona: la aversión al mercado, a la iniciativa privada y a la inversión extranjera, que proviene del modo de gobernar cardenista y que se fortaleció con el impacto del socialismo después de la Revolución cubana. Este esquema ideológico que domina al mundo académico, a una buena porción de la clase política –en especial a la vieja izquierda que representa López Obrador– y aun a las crecientes clases medias que tanto se han beneficiado con la apertura económica, es el principal obstáculo a la incorporación de México a la economía globalizada Jorge Castañeda dice que el país necesita un de Gaulle para resquebrajar la xenofobia y el aislacionismo mexicanos. A pesar de que, paradójicamente, compartimos con los franceses la aversión al mercado y a la competencia económica, lo que México requiere no es un de Gaulle, sino un Deng Xiaoping. Un líder visionario, como el sucesor de Mao en China, que mande al basurero de la historia cualquier mito o ideología, milenarios o recientes, con un solo objetivo: la prosperidad del país. Maniatar el potencial económico de una nación en aras de intangibles heredados es imperdonable. Eso es lo que ha hecho la clase política en México. La ciudadanía ha colaborado cultivando rasgos de carácter y actitudes irracionales y anacrónicos.¿Tenemos remedio? Castañeda piensa que sí. Al final del libro contrasta la faceta oscura del carácter nacional con la transformación que los mexicanos viven al verse inmersos en un marco de legalidad, justicia eficaz, policías honestas y trabajos mejor pagados que los que tenían en México. Los doce millones de mexicanos que viven en los Estados Unidos –a los que Castañeda define con razón como la Diáspora– siguen teniendo como centro de sus vidas a la familia, comen tacos y escuchan música norteña. Pero son, en efecto, muy distintos a los mexicanos y a las mexicanas que se quedaron en el país. Trabajan de sol a sol, tienen una alta tasa de ahorro y de capacidad de organización comunitaria y, sobre todo, respetan la ley. Son a tal grado respetuosos del sistema legal que, como prueba Castañeda, la inmigración ha sido un factor fundamental en el sorprendente descenso de la criminalidad en las ciudades estadounidenses que albergan comunidades de mexicanos. Ello, a pesar de que la mayoría de los migrantes mexicanos son hombres jóvenes con un bajísimo nivel educativo: el sector de la población –blanca o de color– que puebla las cárceles norteamericanas.Parte de la explicación de este sorprendente fenómeno es la magnitud de la sanción que se aplica a los migrantes que delinquen, especialmente si son indocumentados: la deportación automática. El resto de la explicación reside en el hecho de que la Diáspora vive en una sociedad que respeta la ley, con bajos niveles de corrupción y una democracia que protege los derechos y libertades de sus ciudadanos.La conclusión de Castañeda es esperanzadora, pero nos lleva de regreso al inicio del círculo vicioso. La transformación cívica de los mexicanos que viven en los Estados Unidos es resultado de su inmersión en un sistema democrático que respeta la legalidad. La conversión de sus compatriotas no podrá darse si México no se transforma en una economía globalizada y una democracia plena con un sistema de justicia eficaz, una burocracia honesta y políticos responsables ante la ciudadanía, que no antepongan sus intereses partidistas al bien común.