¿NIXON EN ATLACOMULCO?

EL PRINCIPAL ARGUMENTO SUSTANTIVO HASTA AHORA ESGRIMIDO POR LOS PARTIDARIOS DE ENRIQUE PEÑA NIETO —Y QUE NO SE REDUCE A UNA CONSIGNA DE CAMPAÑA— ES LO QUE PODRÍAMOS LLAMAR LA TESIS DE NIXON EN CHINA.Como se recordará, en 1971, después de un viaje secreto de Henry Kissinger, uno de los presidentes de Estados Unidos más conservadores de la era moderna, el que en marzo de ese año había expandido los bombardeos sobre Vietnam a Camboya, el que ordenaría una campaña de hostigamiento y espionaje a sus rivales para la elección de 1972, el que viajó en China y restableció el equivalente de relaciones diplomáticas normales entre ambos países. Fue bajo el régimen de Carter y Deng Tsiao Ping en 1978 que esto sucedió formalmente, pero los encuentros de Nixon y Mao, de Kissinger y Chou En Lai, y el comunicado de Shanghai marcarían un hito en la historia de ambas naciones.Se pensó entonces, y desde entonces, que sólo un presidente con antecedentes hiperderechistas como Nixon hubiera podido atreverse a semejante ruptura con el anticomunismo visceral deEstados Unidos. Recuérdese que el llamado macartismo comenzó en 1949 con la acusación de “Who lost China?”, en el Departamento de Estado de Washington.Pero en materia social y de financiamiento de un sistema de protección universal, en materia de monopolios públicos, y en materia educativa, es posible que él sí pueda lograr lo que dos presidentes panistas, y en menor medida un priista tecnocrático, no alcanzaron: un cambio fundamental de paradigma en estos tres ámbitos. Justamente por ser del PRI, y por ser bien visto por el viejo PRI, tan reprobable para la comentocracia, e incluso para la parte del electorado que votó por Peña, pero no por el PRI. Huelga decir que yo albergué grandes esperanzas de que el formidable mandato de Fox en el 2000 le permitiría realizar algunas, por lo menos, de las grandes reformas y de las grandes rupturas que requiere el país. No fue así: en parte por el conservadurismo de Fox y de las elites mexicanas; en parte por mi propia incapacidad de convencerlo y ganarle la batalla a Santiago Creel y a Alfonso Durazo; en parte porque rápidamente se esfumaron los apoyos políticos y sociales de una transición radical (Roger Bartra lo explicó muy bien en textos de aquella época). A Calderón le aconteció lo mismo, salvo que con menos mandato y más oposición. Es cierto que en ocasiones Peña Nieto y el PRI parecen indiferenciables. Aquí discreparía con un axioma de la política mexicana, guardando el respeto que le tuve a Jesús Reyes Heroles padre y mi cariño por sus dos hijos: la forma no es fondo. Peña Nieto conserva buena parte de las formas priistas de antaño; el rito es lo suyo. Su gestualidad, su retórica, el trato de sus colaboradores son tradicionales al extremo; sin esa pleitesía rendida al pasado no hubiera unificado a todas las corrientes cuya fragmentación permitió ganarle al PRI en 2000 y 2006. Pero el apego al ritual no implica fidelidad al dogma; o en todo caso, eso veremos a partir de estos días, y a lo largo de los próximos seis años: si es o no Nixon en Atlacomulco.Ahora bien, aunque no fuera el caso, y la parálisis mexicana se perpetuara, no se va a acabar el mundo. Según algunos —una mayoría de los comentaristas y una minoría de los votantes— el triunfo del PRI entrañará una restauración autoritaria, corrupta, nacionalista y desacreditada: “rien appris, rien oublié”. De acuerdo con otros, más allá de las personas y sus atributos, talento y debilidades, el regreso del PRI a Los Pinos equivaldría más bien al funcionamiento normal de la alternancia democrática, incluso en una democracia imperfecta, incipiente y precaria como la mexicana.Viniendo de alguien que dedicó buena parte del último cuarto de siglo a procurar el fin de la dominación priista, y que contribuyó a su primera derrota en el año 2000 en la campaña de Vicente Fox, puede parecer paradójica mi propia inclinación: la victoria de Peña Nieto no equivale a una restauración, ni debe ser motivo de miedo o preocupación para los mexicanos y nuestros amigos en el mundo. No es el resultado deseado por mí, pero tampoco es una catástrofe. Hubiera preferido otra cosa: el triunfo de un candidato independiente (el PRI en la Cámara de Diputados no quiso); o de un socialdemócrata moderno, globalizado y democrático —en mi opinión Ebrard no lo es—; o de un aspirante del PAN que defendiera lo bueno de los sexenios de Fox y de Calderón y rompiera con lo malo —la guerra optativa, sangrienta e inútil de Calderón contra el narco—. No hubo tal candidato o candidata. Pero el resultado no me espanta. A continuación, mis motivos para rechazar la tesis de la restauración.En primer lugar, aunque los priistas no lo digan en público y apenas lo reconozcan en voz baja, Peña Nieto es el primer presidente del PRI en la historia electo por el sufragio universal, no por el “dedo” de su predecesor. Aun Ernesto Zedillo, el último presidente priista, que arribó a la primera magistratura hace ya 18 años, reconoció tiempo después de llegar al poder que su elección fue limpia, pero no equitativa. E igual, fue nombrado candidato por Carlos Salinas de Gortari, en lugar de ser producto de un proceso interno de un tipo o de otro. Ni qué decir de todos sus predecesores: después de muchos otros autores desde los años cincuenta, conté en La Herencia: arqueología de la sucesión presidencial en México, cómo, según cuatro ex presidentes de México, cada jefe de Estado escogía al sucesor; las elecciones representaban un trámite o un fraude. Nadie puede garantizar las convicciones democráticas de Peña Nieto, pero no es lo mismo ser designado por “dedazo” que ser electo: moral, política y personalmente, la rendición de cuentas… cuenta.En segundo lugar, México no es el mismo: el contexto actual es absolutamente distinto al que prevalecía en 1994. El nuevo presidente enfrentará los mismos contrapesos, obstáculos y retos que Fox y Calderón: carece de mayoría en ambas cámaras; tendrá frente a sí en el Distrito Federal al segundo personaje electo más poderoso del país, del PRD; la tercera parte de los gobernadores provendrán de partidos distintos al suyo, y obtuvo menos del 50% de los votos. Aunque su calidad deje en ocasiones mucho que desear, los medios de comunicación mexicanos son más libres y poderosos que nunca; a pesar de su persistente debilidad, la sociedad civil mexicana se encuentra más organizada y es más vigorosa que en cualquier momento de nuestra historia.Sobre todo, el nuevo mandatario deberá convivir con una importante cantidad de entes o instituciones autónomas, que el país ha construido en estos años, y que no conforman simples cajas de resonancia para las instrucciones de Los Pinos. La primera, y la más importante, es la Suprema Corte de Justicia, que le ha infligido severos dolores de cabeza a Fox y a Calderón, y grandes beneficios a la sociedad mexicana. La segunda es el Instituto Federal Electoral, que a pesar de sus altos y bajos recurrentes, le imprime un sello de legitimidad a cada elección federal en México, desde la presidencia hasta los 628 legisladores. El Banco de México fue dotado de plena independencia desde 1993, y constituye una garantía parcial de prudencia macroeconómica, por los menos en lo que corresponde al ámbito monetario. El Instituto Federal de Acceso a la Información, autónomo también, es fuente de transparencia y de jaquecas para todos los poderes en México; y el INEGI, con mejores y peores momentos, lo es de datos objetivos y confiables sobre la economía y la sociedad mexicanas. Peña Nieto no podrá domar a estas instancias, suponiendo que deseara hacerlo (lo lógico), y sólo alcanzaría a hacerlo en una pequeña medida con otros entes reguladores semiautónomos: Comisión Nacional Bancaria y de Valores, Comisión Federal de Telecomunicaciones, Comisión Federal de Competencia, Comisión Reguladora de Energía, etcétera. El contexto externo también ha cambiado. México hoy se halla inmerso en una verdadera maraña de acuerdos de libre comercio, con cláusulas contra la corrupción, democráticas y de respeto a los derechos humanos, laborales, ambientales, de género, indígenas, etcétera, que no pueden ser desconocidas o menospreciadas por capricho. No todas las cláusulas han resultado ser eficaces: se han recrudecido las violaciones a los derechos humanos bajo Calderón, sin que por ello su gobierno pague un costo internacional oneroso (aún); los condicionantes son insuficientes, pero necesarios. A ello hay que agregar el sinnúmero de otros instrumentos internacionales suscritos y/o ratificados por México desde 1998, y que hoy nos someten a un escrutinio externo doloroso, en ocasiones irritante, pero siempre bienvenido para quienes creemos en el valor universal de ciertos principios. Esto es quizás lo esencial. La integración económica, social, cultural y geopolítica de México a América del Norte, y su creciente apertura al mundo entero, ha generado una mirada externa diferente. Ya no es la fascinación con la cultura, la historia o las playas mexicanas: es el examen riguroso, a veces arrogante e injerencista, de los derechos de propiedad, de la probidad de las instituciones, de la transparencia de las empresas públicas y privadas, de la seguridad de las personas, de la libertad de prensa, de la rendición de cuentas. El caso Walmart y la denuncia de sus repetidos ejemplos de soborno a autoridades locales, descrito en tres planas enteras por The New York Times, es emblemático: ni el diario, ni la Securities and Exchange Commission, ni los accionistas de la empresa más grande del mundo se interesaban antes así por México, o ahora por otro país. Quizás habrá priistas, como hubo y hay panistas y perredistas que sigan queriendo robar; habrá también, como bajo Fox y Calderón, muchos vigilantes que los desnuden.Hay que escoger: o los mexicanos hemos construido una democracia representativa funcional, en cuyo caso la alternancia resuelta por los electores, no por la comentocracia, es tan válida y legítima como cualquier otra; o la victoria de los derrotados del 2000 es intolerable, y entonces la democracia que tenemos es inútil. Jorge G. Castañeda. Analista político. Miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes de Estados Unidos. Su más reciente libro es Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos.

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