Amarres perros. Una autobiografía

Desandar el camino de la vida a través de la memoria es, quizá, uno de los ejercicios más honestos y extenuantes que alguien pueda emprender. En estas páginas hay una muestra de la pisada firme de Jorge G. Castañeda en el terreno de la autobiografía. Echó mano de evocaciones, testimonios, documentos propios y ajenos para hacer el retrato de una época de la que muchos siguen conversando pero casi nadie ha escrito. En esta narración autobiográfica, que circulará bajo el sello de Alfaguara, Castañeda da cuenta de su trayectoria política, intelectual y personal rompiendo con la tradición mexicana de callar todo o pagarle a otros para que hablen.Desacostumbro los dichos y me desagrada la tradición mexicana de recurrir a ellos como sucedáneos de un pensamiento o expresión propia y articulada. ¿Por qué entonces iniciar estas páginas con uno de nuestros proverbios más trillados? Como un elogio al fracaso, como una reivindicación de la derrota, como una reconciliación con los reveses que todos sufrimos en la vida: “No hay mal que por bien no venga”. Al igual que todos los seres humanos, he padecido serias contrariedades e incontables momentos de felicidad, éxito y placer. Algunos dirán que los segundos han sido más numerosos que los primeros, gracias a circunstancias ajenas a mi voluntad, y otros pensarán que los fracasos han tenido lugar en ámbitos de mayor trascendencia que los logros, múltiples pero secundarios. Por mi parte, arranco este esfuerzo con un par de ejemplos de malos pasos convertidos en victorias, de fiascos gestores de buena fortuna.Ingresé al Partido Comunista Mexicano (PCM) en 1978, a los 25 años de edad. En 1980 tuvo lugar el 19 Congreso del PCM, caracterizado por un duro enfrentamiento entre los llamados “renovadores” y la dirección del partido, encabezada por Arnoldo Martínez Verdugo en compañía de cuadros como Gerardo Unzueta Lorenzana Gul, Marcos Leonel Posadas el Zombi, y otros personajes inolvidables. La corriente renovadora, dirigida por el historiador Enrique Semo y mi querido Joel Ortega, fue derrotada en toda la línea, y yo con ella. Horas antes de la paliza, en lo personal sufrí otro golpe que pocos detectaron, pero que resultaría decisivo para mi futuro político. En todos los PCs del mundo, desde las llamadas “21 condiciones” impuestas por Lenin como el catecismo de la Tercera Internacional, nadie podía ingresar al Comité Central del partido sin una antigüedad mínima de militancia, en general de cinco años. La lógica, para organizaciones perseguidas y reprimidas a sangre y fuego, resultaba atendible.En mi ambición insaciable, me propuse entrar al CC del PCM —los comunistas, como los canadienses, siempre se comunicaban en siglas— a pesar de no cumplir los requisitos pertinentes. Primero intenté validar mis dos años en el Partido Comunista Francés, comprobables a través de carnets y otros documentos. Luego, como de todas maneras faltaba un año, maniobré para cambiar los estatutos y permitir la elección al máximo órgano directivo con tres años de membresía. Se aceptó la propuesta en la comisión de estatutos, pero fue derrotada en el pleno, en parte porque algunos avezados adversarios captaron que el ajuste llevaba dedicatoria: para mí, en un momento en que todavía se me consideraba el consentido de la dirección. Ya no me encontraba en el Polyforum Siqueiros cuando se celebró dicha votación, pero un amigo me informó del resultado por teléfono. Mi historia en el PCM llegaba a su término.Todo esto coincidía con el interludio de mi padre en el cargo de secretario de Relaciones Exteriores, y con el auge revolucionario en Centroamérica. Los sandinistas habían triunfado en Nicaragua, el FMLN parecía labrarse una victoria en El Salvador, y hasta las diezmadas guerrillas guatemaltecas mostraban cada día mayor actividad y fuerza. Mi padre me invitó a trabajar con él, sin sueldo ni cargo pero con una injerencia creciente en la relación con los centroamericanos y con Cuba. Cuando se cerraron las puertas en el PCM me dediqué casi de tiempo completo a la tarea conspirativodiplomática del gobierno de México. Contribuí, entre otras cosas, a la Declaración Franco-Mexicana sobre El Salvador en agosto de 1981, y a la entrada de más de 40 mil refugiados de Guatemala a Chiapas. De haber actuado de manera diferente los delegados al 19 Congreso del PCM, otro gallo hubiera cantado; el juicio contrafactual resulta inapelable. Quizás me habría vuelto lúgubre comunista, como Gul y el Zombi Posadas, y nos hubiéramos ahorrado las consecuencias de mis aventuras, y el lector la tarea de leer este libro. Pero su autor habría perdido oportunidades únicas: influir en una mínima medida en el acontecer histórico; trabajar con mi padre; enorgullecerme 30 años más tarde de mi granito de arena a favor de pequeños países condenados por la geografía y la historia.El siguiente contrafactual sucedió 20 años más tarde. Como muchos mexicanos, me convencí, después de las elecciones presidenciales de 1994, de que sólo con la unidad del PRD y del PAN resultaría posible vencer al PRI. Mucha gente, con mayor ahínco y participación que yo, se abocó, desde el verano del 99, a buscar la cuadratura del círculo y persuadir a Cuauhtémoc Cárdenas y a Vicente Fox de unirse en una candidatura única. Se inventaron fórmulas imaginativas —una vicepresidencia de la República— y se esgrimieron argumentos obcecados —a Cárdenas “le tocaba”—, pero el esfuerzo desembocó en un desastre: dos candidaturas condenadas, según casi todos, incluyéndome a mí, a la derrota.Ante la consiguiente desazón colectiva y personal opté por uno de mis más manoseados antidepresivos: escribir un libro. A principios del 99 había publicado La Herencia, un texto sobre las sucesiones presidenciales en México basado en entrevistas con ex mandatarios que, por razones de coyuntura, gozó de un cierto éxito: más de 150 mil ejemplares vendidos en unos meses. Me propuse inventar una segunda parte —que, en efecto, nunca son buenas— al reproducir en México el esquema de los clásicos libros de campaña de Theodore White, The Making of the President, desde 1960 y cada cuatro años hasta entrada la década de los ochenta. Para consumar este proyecto se requería la anuencia de los candidatos. Debía disponer de un acceso ilimitado a ellos, a sus asesores, padrinos y consultores. Me reuní con Francisco Labastida, del PRI, con Fox, del PAN, y con Cárdenas, del PRD. Los dos primeros accedieron de inmediato a mi solicitud, pensando, me imagino, que ya sobre la marcha calcularían el acceso que convenía brindarme y qué tan serio resultaría mi compromiso de no utilizar la información obtenida sino hasta después de las elecciones y sólo en el libro propuesto. Cuauhtémoc, mi relación personal más antigua, meditó un tiempo el asunto y terminó por declinar, sin ofrecer mayores explicaciones. Supongo que temía filtraciones, o dudaba hasta qué punto me abstendría de compartir datos e impresiones con Fox, candidato con quien llevaba también varios años de amistad y con quien había empezado a colaborar, apoyo que hubiera suspendido, desde luego, al emprender la otra faena.Sin la disposición de los tres candidatos, el proyecto era inviable y lo deposité en el basurero de las malas ideas. Pero en noviembre Fox comenzó a invitarme con mayor frecuencia a las reuniones de estrategia electoral y a círculos más estrechos de colaboradores; me involucré de lleno en su campaña. De nuevo, puse mi granito de arena para la victoria del 2 de julio. ¿Hubiera ganado Fox sin mí? Por supuesto, pero de haber aceptado Cárdenas mi propuesta, yo habría escrito otro libro, Fox habría sido electo de otra manera y con otra estrategia, yo no hubiera sido su canciller y quizás no me odiaría tanto Fidel Castro. ¿A Cárdenas le hubiera ido mejor en los comicios? Imposible saberlo, salvo que la llamada izquierda azul o “voto útil” le arrebató entre uno y dos millones de votos, y la astucia se suele atribuir a mi persona. Creo que sólo le puse Jorge al niño, por así decirlo, pero el hecho incidió en el resultado electoral. Cuauhtémoc Cárdenas habría evocado otro detestable dicho mexicano: “Nadie sabe para quién trabaja”. Con el advenimiento de la vejez, sin embargo, sí sabemos bajo qué signos de destino, suerte y voluntad recorrimos los años transcurridos. En la conciencia de esos signos consiste el punto de partida de cualquier revisión de la vida vivida. Con esa conciencia, se puede echar a andar el relato cronológico más tradicional, para interrumpirlo cada vez que la imaginación así lo provoque. O que la irreverencia exija una ruptura con los moldes clásicos de este género. Por ello, el lector no debe desconcertarse al encontrar en este periplo memorioso una serie de paréntesis denominados fast forward y rewind, sin mayor aviso que la simple anotación. No nací en una ribera del Arauca vibrador, sino en el viejo hospital ABC de Mariano Escobedo, donde ahora se encuentra el Hotel Camino Real. Mis padres contrajeron matrimonio días antes del parto, ya que además de vivir juntos varios años sin sentir necesidad alguna de casarse, mi madre apenas consiguió el divorcio de su primer marido meses atrás. He ahí el primer ingrediente heterodoxo de mi por lo demás ortodoxa existencia: mis padres no estaban casados cuando fui concebido; ambos lo habían estado antes —lo cual, sin ser único, sonaba excepcional a principios de los años cincuenta en México. Más que nada, mi madre era extranjera, judía y cargaba con un hijo de ocho años: una combinación algo exótica para esos tiempos.Oma Gutman Rudnitsky llegó a México el 31 de diciembre de 1938, procedente de Nueva York y Bélgica. Se casó con su primer esposo, el padre de Andrés, mi medio hermano, al día siguiente, en la ciudad de México, antes de partir a Monterrey; él había sido contratado por la Cervecería Cuauhtémoc como químico. Se conocieron en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Bruselas, donde Oma terminó su doctorado en farmacología y bioquímica a los 24 años. Conocí poco a Leonya, pero siempre supuse y comprobé que se trataba de un personaje excepcional en su vitalidad e inteligencia. Mi mamá provenía de un pueblito ruso-polaco-judío a medio camino entre Minsk —en lo que ahora es Bielorrusia— y Vilnius —hoy la capital de Lituania: Vileika, cabecera municipal de la región natal del poeta nacional de Polonia, Adam Mickiewicz—. Aunque mi madre siempre nos hizo creer que sus padres apenas superaban el estatuto de simples leñadores de escasos recursos, en realidad se adueñaron del aserradero local en una zona boscosa y bien comunicada. Judíos pobres y víctimas de pogromos no eran, aunque su prosperidad de nada les sirvió en junio de 1941, cuando los nazis invadieron la URSS, arrasaron el pueblo y fusilaron a los casi tres mil judíos de la comarca. Persiste la duda en la familia, aunque Marina, mi hermana, insiste en que la disipó con la historiadora del pueblo cuando visitó Vileika en 2010 —yo fui en 1988 y no averigüé nada—: ¿fueron nuestros abuelos exterminados por los alemanes, (versión de Marina), o por polacos o lituanos antisemitas que aprovecharon la inminente llegada de la Werhmacht para escabecharse a cuanto paisano pudieron detectar (versión de mis primos)?México, según su diario, fascinó a mi madre: sus colores, sus ruidos y sabores, todos fuertes y vibrantes, los antípodas sensuales de la grisura del Báltico y de Bruselas. Como a tantos otros visitantes asilados o emigrados de Europa y los Estados Unidos, sin hablar de los refugiados españoles y latinoamericanos que conformaron durante y después de la guerra una comunidad expatriada pero patriota y enamorada del país. Del país, y de algo más: en esos años, en medio de las vicisitudes de su matrimonio con Leonid Rozental, conoció y se enredó con el poeta y antropólogo comunista haitiano Jacques Roumain, autor de Gobernadores del rocío y destinado a morir de modo prematuro en Puerto Príncipe en 1944. Falleció casi al mismo momento en que mi madre se enteró del fusilamiento de mis abuelos, a miles de kilómetros de distancia; ni toda su joie de vivre pudo neutralizar la tristeza de esa doble pérdida. Quizás le ayudó el nacimiento de su primer hijo, Andrés, en abril de 1945, en el mismo hospital ABC donde llegaría yo ocho años después. Para entonces la relación matrimonial se había deteriorado; ambos emigrantes residían en la capital y al cumplir Andrés dos años, Oma resolvió buscar otros horizontes y se marchó a Nueva York.Allá, instalada con su hijo en el departamento de sus suegros, resolvió emplearse como intérprete en la flamante secretaría de la ONU, ubicada en ese momento en Lake Success. Aprovechó su dominio de cuatro de los idiomas oficiales de la organización: ruso, inglés, francés y español; también hablaba alemán, polaco, yiddish y hebreo, pero el castellano constituía, al cabo de 10 años en México, su primera lengua, a la cual traduciría desde las demás. Invitó una temporada a Nueva York a su hermana Mifa, casada, con un hijo y radicada desde su exilio en 1936 en Palestina, donde surgiría, en esos meses, el Estado de Israel. Desde la salida de ambas de Vileika, 12 años atrás, no se habían encontrado; el duelo por la muerte de sus padres lo vivieron juntas lejos del terruño.Según la leyenda de la familia extendida Gutman, sostenida no sólo por Marina sino también por nuestros primos hermanos Ran y Beni, al llegar Leonid a Nueva York para visitar a su hijo, a sus padres y a quien todavía era, más o menos, su esposa, no reparó en tener sus queveres con Mifa, todo a plena luz del trémulo sol de Long Beach, balneario judío, y del departamento de los abuelos en el Bronx. Esto, que sucedió en marzo de 1948, representó el preámbulo de la separación final de los dos químicos, errantes y judíos, y el punto de partida de la relación de Oma con su nueva pareja: un mexicano apuesto, culto e inteligente, aunque todavía un tanto desbrujulado. Jorge Castañeda Álvarez de la Rosa aún no cumplía 30 años y ya alternaba entre París, con un primo; Nueva York, donde vivía la mujer de quien se enamoró; y México, donde no tenía qué hacer salvo —y no era poco— ocuparse de su madre, su hermana y su hermano menor, desamparados tras la muerte de su padre. En septiembre de 1948 Oma viajó a París a trabajar en la Asamblea General de la ONU, y allí, o en un tren camino a Venecia, se topó con mi padre. Aparecieron algunas fotos suyas de esos años: alto, delgado, fumador con estilo, seductor en la pose, penetrante la mirada, pero con languidez más que intensidad. Un hombre nómada para una mujer peripatética.Mi vida adulta, además de reproducir los patrones de mis padres, me resultaría incomprensible si omitiera las peripecias paternas y maternas antes de mi aparición en escena. Lo habitual para ellos, su normalidad, residía en el movimiento perpetuo; en la falta de raíces clavadas y estacionarias; en la irrefrenable búsqueda de alternativas; en la reinvención o el afán de volver a empezar siempre; y en la extraña noción de vivir despojados de obligaciones, salvo las más terrenales. Mi naturaleza trashumante, que me acompañará hasta que la imposibilidad física la anule, brota de la misma propensión de mis padres a la itinerancia perenne. En ellos emanaba de un deleite iconoclasta, en ocasiones llevado a la estridencia, pero siempre con finura y argumentos. En mí, tal vez sólo es por joder, como el español del chiste.Mis padres eran todo menos p&#;Nexos. Ammarres perros

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