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Las confesiones de Jorge Castañeda

Jorge Castañeda es uno de los grandes intelectuales públicos de América Latina. Un “intelectual público” es alguien que se involucra en los debates contemporáneos para tratar de orientar el rumbo de sus sociedades. Los modelos por excelencia del siglo XX fueron los “maîtres-a-penser” franceses como Sartre o Raymond Aron. Castañeda es autor de más de una docena de libros, entre ellos su celebrada biografía del Ché Guevara, La vida en rojo, traducida a más de veinte idiomas, y La utopía desarmada, su examen del itinerario de la izquierda latinoamericana. Recientemente publicó con Héctor Aguilar Camín varios libros programáticos sobre el futuro de México, que se dice orientaron decisivamente al Presidente Peña Nieto. Ahora Castañeda ha publicado unas memorias que, además de un auto-examen, reflejan el itinerario de la América Latina, al menos de la América Latina “progresista” de los últimos treinta y cinco años. Son las memorias de un “spectateur engagé” para usar los términos con que se describía Raymond Aron, y en ellas aparecen muchos personajes, de Fidel Castro y Regis Debray a Vicente Fox. El estilo es nervioso, vivo, con saltos atrás y adelante, como si la memoria buscara ardientemente la actualidad. La historia de Castañeda es una historia singular. Padre mexicano y madre judía lituana. Dos equipajes muy distintos: la Nueva España criolla y el mundo judío de la Europa central. Sor Juana Inés y Kafka. Luego, educación francesa en México, mezclada con periodos escolares en Nueva York, donde su padre representaba México en Naciones Unidas. Su vida universitaria, absolutamente de primer nivel, primero en Princeton y luego en Sciences Po en París. Pas mal. En París se hace, qué novedad, marxista. Su marxismo fue esa especie barroca del marxismo que fue la de Althusser. Ya sabemos que Althusser no sólo era oscuro: estaba loco. Hubiera querido unas páginas sobre este tema en las memorias. No hay en su marxismo nada sorpresivo. Fue la enfermedad convencional de su tiempo y, como tantos, fue devorado por el mito de la gran revolución. A su vuelta de París, se incorpora brevemente al Partido Comunista Mexicano (se había hecho militante del PC francés) y cuando ve que eso no lleva a ningún lado, se sumerge en las luchas revolucionarias centroamericanas. Como asesor informal de su padre, a quien López Portillo había hecho Secretario de Relaciones Exteriores de México, opera en El Salvador, Nicaragua y, por tanto, inevitablemente Cuba. Es un testigo de primera línea de los crímenes dentro de la guerrilla salvadoreña y la deriva procubana del sandinismo. El drama latinoamericano de Carter a Reagan, con los contras en medio, está magníficamente capturado en el libro. La relación con su padre está en el centro de este libro singular. Alto, culto, una leyenda de la moderna diplomacia mexicana, heredero de un mítico latifundio chiapaneco, Jorge Castañeda Alvarez de la Rosa es su cordón umbilical con la mexicanidad. El momento cenital de la carrera pública de Castañeda es su colaboración con Vicente Fox, del que fue dos años Canciller. Pero antes tuvo la intuición brillante que sólo la alianza de una parte de la izquierda con el PAN, si éste ofrecía un candidato más centrista y menos ideológica que la tradición de ese partido, podía terminar con los 70 años del PRI. Por tanto Castañeda ha sido uno de los artífices centrales de la transición mexicana. Detrás de ese aporte, hay otro fundamental, y se refiere a la ubicación estratégica de México. Rompiendo con décadas de retórica de nacionalismo revolucionario, Castañeda decidió, y puso en la agenda mexicana, la idea que el lugar de México está al sur del norte, y no al norte del sur. En otras palabras, que su destino estaba atado a los Estados Unidos más que a América Latina. Quizá su historia personal, el híbrido cultural que es, lo preparó para ese salto. Detrás de ese aporte hay una idea completamente no-mexicana, que recorre todas las páginas de este libro: Castañeda no es un nacionalista. Todos los otros grandes (o medianos) pensadores y escritores mexicanos fueron hijos del nacionalismo revolucionario. Octavio Paz el primero de ellos. Otra cosa rara en un progresista latinoamericano: es un crítico sin piedad de Cuba y de Fidel. No hay concesiones a la galería a este respecto. Conoció a los cubanos, a sus dirigentes, a su inteligencia, a Fidel, a Manuel Piñeiro Barbarroja. Sabe lo que son y rompe con su mito. Un gran aporte de Castañeda ha sido la reflexión colectiva que impulsó con Roberto Mangabeira Unger: ¿cómo debe ser una izquierda latinoamericana moderna? No la palabrería hueva y la estupidez económica de la izquierda bolivariana, ni el intento de reciclaje ecologista de una izquierda arcaica, sino una opción verdaderamente progresista y a la vez verdaderamente moderna. Cuánto Estado, cuánto mercado, qué fiscalidad, que regulación, qué competencia, qué educación. Castañeda y Mangabeira Unger no deben abandonar este proyecto. Desde San Agustín, las memorias tienen que ser “confesiones”. Tienen que ser “sinceras”. En este libro no se guardan secretos, ni siquiera familiares, y ningún personaje es tabú. Es muy valiente, por ejemplo, el retrato descarnado de su relación con García Márquez, “del que creía ser amigo”, pero que aparece como un frío oportunista, siempre devoto del poder y no de la amistad. Nadie, creo, ha osado hablar así del mito de Aracata. La gran cumbre mexicana, y probablemente latinoamericana del género de memorias son las de José Vasconcelos. También una cumbre, aunque por momentos arrebatada, de la prosa castellana. Vasconcelos fue el gran intelectual público que construyó el México cultural de la Revolución. En 1929 aspiró a la Presidencia y la perdió (o los caudillos se la robaron). Debería haber sido una referencia para Castañeda pero hay sólo una mención en la primera página. La trayectoria y personalidad de Castañeda lo destinaban también a la Presidencia de México. Tenía la vocación de servicio, el acerado temperamento, la cabeza global, la capacidad dual de ver el exterior de su país y su interior, talento de comunicador. Lo intentó varios años pero al cabo el sistema electoral le cerró el paso. Era su Plan A. Cerrado ese camino volvió, dice, al Plan B de escritor y pensador público. Pero siendo Jorge una de las grandes cabezas de América Latina, México y el hemisferio requieren que regrese al Plan A. Quizá por eso este libro no parece, como todas las memorias, un relato “después de la batalla”. Héctor Aguilar Camín dice que tiene “el espíritu primaveral de un galope más que la parsimonia otoñal de un paseo”. Es un vigoroso alegato político, un libro preñado de actualidad (y de futuro). El libro de un President-in-waiting.

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