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La crisis de México

Las elecciones de mitad de mandato en México arrojaron resultados contradictorios, en un país que no acaba de comprender que ya en el segundo decenio del siglo XXI no hay gran mérito en celebrar comicios normales. La clase política nacional abona su desprestigio al congratularse por la “fiesta de la democracia”, del “gran espíritu cívico” de los mexicanos, cuando no se debiera esperar menos de una nación con un PIB per cápita (en PPP) de más de 15.000 dólares por año. Tres grandes tendencias se desprenden de los resultados, que siguen sujetos a impugnaciones o a correctivos en los próximos días.
Por primera vez en México, figuraron en las boletas candidatos sin partido o independientes. Después de una lucha de más de 10 años en tribunales nacionales —incluyendo mi propio caso ante la Suprema Corte de Justicia en 2005— e internacionales —incluyendo mi propio caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2007—, y en el poder legislativo mexicano entre 2009, bajo la presidencia de Felipe Calderón, y en 2014 en la de Enrique Peña Nieto, se pudo empezar a romper el cerco de la partidocracia en México. Romper y no suprimir: las leyes aprobadas durante los últimos dos años mantuvieron una serie de candados y restricciones a las candidaturas ciudadanas, que parecían procurar su neutralización completa de hecho, junto con su autorización legal. Tanto por el número de firmas necesarias como el tiempo y el gasto permitido para recabarlas, y sobre todo, en lo tocante a la falta de equidad inicial de financiamiento, gasto y acceso a tiempo-aire, el monopolio partidista hizo lo imposible para impedir el éxito de este esfuerzo. No lo logró.
En el Estado norteño, pujante y emblemático de Nuevo León, cuya capital, Monterrey, es el segundo centro industrial del país, fue electo por amplio margen un candidato apodado El Bronco, seguramente por su propensión a no evitar los enfrentamientos. Demolió el duopolio PAN-PRI que había gobernado el Estado desde el advenimiento de la democracia en México. En la ciudad de Morelia, bella capital colonial del convulsionado Estado de Michoacán, alcanzó la alcaldía un joven y dinámico aspirante arropado por una planilla plural para el cabildo. En un suburbio próspero de Guadalajara, Pedro Kumamoto, un joven de 25 años, conquistó una diputación local como candidato sin partido; en Culiacán, ciudad cuna del narco en México, los votantes optaron por Manuel Clouthier, un antiguo luchador por las candidaturas independientes, quien recibió más del 50% de los sufragios. Los partidos existentes podrán apretar más aún el cerrojo contra los independientes en una nueva reforma electoral, o al contrario, facilitarles el camino por considerar que se trata de un cauce menos pernicioso que otros. Habrá más candidatos sin partido en las elecciones estatales de 2016 y 2018, y seguramente en la elección presidencial de 2018.
La segunda tendencia consiste en el desempeño aceptable, sin pitos y flautas pero sin lágrimas ni reclamos, del partido de Gobierno y sus aliados. El PRI y el mal llamado Partido Verde (partidario, entre otras cosas, de la pena de muerte), se enfrentaban a un desafío mayúsculo: dos años y medio de letargo económico acentuado, incluso para los mediocres criterios mexicanos; una sensación de violencia e inseguridad corroborada por todas las encuestas, aunque no necesariamente por los datos duros del régimen; y una persistente impopularidad del presidente, Enrique Peña Nieto (EPN), manifiesta en índices de aprobación y calificación peores que cualquier presidente mexicano desde la crisis del tequila en 1995. A pesar de ello, el partido que gobernó el país durante más de 70 años, junto con las agrupaciones satélite que lo acompañan, alcanzó números encomiables: una mayoría de escaños en la nueva Cámara de Diputados, casi el 30% del voto a nivel nacional —menos de lo conseguido por Peña en 2012, pero no tanto— y cuatro o cinco de los nueve Gobiernos estatales en juego. En suma, un desenlace favorable en condiciones desfavorables. El presidente puede leer los resultados como desee hacerlo: una victoria relativa para mantener el rumbo, el equipo y el estilo; o una derrota relativa que justificaría plenamente un cambio de estrategia.
La tercera tendencia involucra a la izquierda mexicana. Siempre reacia a reformarse y proclive a dividirse, en esta ocasión llevo sus dos vicios a nuevos extremos. Desde el comienzo del mandato de Peña Nieto, el PRD, fundado por Cuauhtémoc Cárdenas en 1989 y que aglutinó, no siempre con fortuna, a las innumerables corrientes de la izquierda, sufrió las consecuencias de sus dos derrotas en las elecciones presidenciales en 2006 y 2012. Una fracción, más realista y moderada, pero poco anuente a la reflexión y a la modernidad sustantiva, participó en el llamado Pacto por México diseñado por Peña Nieto y aprobó varias de las llamadas reformas estructurales —salvo en materia energética— propuestas por el Gobierno. Otra fracción, encabezada por Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el principal líder de la izquierda desde 2000 y su candidato a la presidencia en dos ocasiones, rompió con los “pactistas”, denostó al régimen de EPN y creó su propio partido, todo ello con miras a una tercera candidatura de AMLO en 2018.
En las elecciones del domingo, AMLO demostró que sigue contando con un vasto seguimiento, y que paulatinamente puede arrebatarle al PRD la mayor parte de su electorado. Concentró todos sus esfuerzos en la capital del país, su bastión, y obtuvo un resultado ligeramente inferior al de sus rivales en la izquierda, pero notable tratándose de un nuevo partido. Su extremismo le sirvió para atraer a una porción significativa de los votantes de izquierda enardecidos por el retorno del PRI al poder, por los escándalos del Gobierno de EPN, por el magro crecimiento económico y por la creciente corrupción sentida por la sociedad mexicana. En cambio, los aliados izquierdistas del Gobierno pagaron caro su cercanía con Peña Nieto, más caro que su partido.
Hoy México cuenta con nueve partidos políticos, menos votados y más impopulares que antes. A ellos se suman las candidaturas sin partido, las únicas no afectadas por el desprestigio generalizado de la clase y el sistema políticos. El arreglo institucional mexicano favorece la dispersión, dificulta la obtención de mayorías legislativas y permite la canalización de enormes sumas de recursos, legales e ilícitos, a las campañas y las organizaciones. Si estos males afligieran a un país en plena expansión económica, con empleo e ingresos al alza, dotado de un sólido Estado de derecho, se hallaría en una situación difícil y paradójica, pero manejable. No es el caso. México sufre de las mismas dolencias que el resto de América Latina —estancamiento económico, violencia, corrupción— y carece de los dispositivos institucionales para salir de su crisis. La esperanza que suscitaron las reformas de Peña Nieto se ha frustrado y desvanecido ante las adversidades internas y externas, autoinfligidas o ajenas a su voluntad. Se encuentra a la deriva.

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