Para una agenda ciudadana

Jorge Castañeda

NEXOS

La eclosión de candidaturas independientes, también llamadas ciudadanas o sin partido, en las elecciones de junio pasado, plantea varias preguntas y algunas tareas. Las preguntas son a la vez evidentes y difíciles de responder o descifrar; las tareas exigen definiciones no siempre factibles a tres años de una elección presidencial.

Muchas lecturas de los resultados de los comicios insisten, en mi opinión con razón, que el 6 de junio se manifestó un considerable hartazgo ciudadano, que se plasmó, como es lógico, en las tres grandes manchas urbanas, entre los votantes jóvenes y de mayor nivel educativo, de ingresos equiparables a una nueva clase media emergente, y en las regiones más globalizadas del país. Donde hubo candidaturas independientes, o asimilables a ellas, así votó la gente; donde no, estos sectores votaron contra los salientes, del partido que fuera (Querétaro, Sonora, Michoacán); y en general, los votantes abandonaron en manada a los tres grandes partidos, asimilados a la partidocracia, entregándoles un porcentaje menor que nunca de la votación total. Por último, a pesar de su mayoría en la Cámara, el partido del gobierno de Peña Nieto obtuvo 29% del voto, su peor resultado en la historia, salvo el de Roberto Madrazo en 2006.

Sin embargo, no existen datos suficientes en las encuestas de salida para determinar la dimensión del cansancio o la irritación, ni sus orígenes o intensidad. Puede provenir, por supuesto,  de los escándalos de las casas, los trenes, los vestidos y los viajes del equipo de gobierno… o de la raquítica evolución económica de estos años. Puede surgir de la persistente sensación de inseguridad e impunidad que impera en amplios sectores de la sociedad… o de un cansancio más intangible con la violencia iniciada en 2007 por la guerra del narco. Su centro álgido puede encontrarse en la corrupción… o en los bajos salarios, la desigualdad ante la opulencia de funcionarios y potentados mexicanos, dentro y fuera de México. Puede limitarse a los sectores ya mencionados —A, B y C—… o haberse filtrado ya al famoso círculo verde, cada vez más lejano a los niveles de ingreso de la clase media emergente, pero cada vez mejor comunicado con ella vía televisión de paga, medios locales más libres, familia en Estados Unidos y el desplazamiento continuo a centros urbanos.

Por último, la fuerza o intensidad del rechazo al “sistema”, del repudio a la clase política, de la desconfianza en la gran mayoría de las instituciones mexicanas, empezando por los partidos, sigue siendo un enigma. Aparece en las encuestas y estudios cualitativos, y en el comportamiento de la gente, pero resulta por ahora difícil saber qué tan serio es el hartazgo tan mencionado. Sabemos que no lleva a los mexicanos a empuñar las armas, ni siquiera a manifestarse en las calles con perseverancia, o siquiera a anular su voto o abstenerse en proporciones superiores a los promedios históricos. Pero no sabemos si el disgusto prevaleciente basta para conducir a una mejor organización de la sociedad civil, a adoptar una agenda ciudadana vigorosa, a votar por candidaturas independientes, y a movilizarse por causas ciudadanas más allá de la indignación.

Ahora bien, aun suponiendo que podamos encontrar pronto respuestas a esta serie de interrogantes, ello no significa que de ahí se desprenda ipso facto ni una agenda ciudadana, ni menos la manera de llevarla a la práctica. Si lo primero permite un elevado grado de especulación audaz y realista, lo segundo abre hoy por lo menos tres avenidas más robustas de acción de la sociedad civil. La primera consiste en canalizar todo a las candidaturas sin partido;  la segunda, hacia los grandes partidos  en general, interpelando a sus candidatos con una agenda concreta, exigiendo un compromiso específico para los temas más importantes a cambio del apoyo de quienes elaboraron y abrazaron esa agenda. La tercera, que probablemente debilite a los sectores que impulsen la agenda, residiría en la convergencia de parte de esa sociedad civil organizada con una o varias candidaturas partidistas en particular, que harían suya la agenda a cambio de un apoyo franco y directo a dicha candidatura. Este dilema no tiene solución hoy; en cambio, la elaboración de una agenda ciudadana puede comenzar desde ahora.

En primer lugar de urgencia, aunque no de importancia, figuran los cambios político-electorales susceptibles de  ser puestos en práctica para 2018, pero que deben ser legislados rápidamente. Empecemos por lo obvio: reducir los obstáculos existentes para la presentación de candidaturas sin partido, es decir, menos firmas, más tiempo y  facilidades para recopilarlas, mayor equidad de tiempo-aire y acceso a financiamiento público y privado, limitar las zancadillas y los golpes bajos tipo Chihuahua y Veracruz, que buscan torpedear la idea misma de contendientes sin partido. Esto es factible hoy a nivel federal por lo menos, y es relativamente sencillo extenderlo a escala estatal si el INE se lo propone.

En segundo lugar, el plazo legal alcanza para modificar tanto los esquemas de gasto y de tiempo-aire de los partidos antes de los comicios de 2018, como para acotar la dispersión del voto que lleva de modo ineluctable a la ausencia de mandato y a la dificultad de gobernar con reformas o en circunstancias adversas. Los cambios deseables para socavar a la partidocracia y acercar las instituciones a la ciudadanía son conocidos: reducir el financiamiento odioso y descomunal que reciben los partidos; aumentar la cuota de recursos privados permitidos; agrupar los spots en franjas de más tiempo y forzosamente más sustancia, suprimiendo los de 30 segundos e incluyendo debates desde un principio de las campañas, de todos contra todos, y de algunos contra algunos; facilitar y agilizar al máximo —a la española— la creación de nuevos partidos, y a la vez elevar el umbral de conservación/obtención del registro de 3% a 5%; volver obligatorio el equivalente jurídico del 3×3 (declaración patrimonial, fiscal y de conflicto de intereses) para todos los candidatos; establecer la responsabilidad penal personal para candidatos y dirigentes de partido por violar la normatividad electoral; finalmente, eliminar la prohibición de campañas negativas y reducir la sobrerregulación de los procesos electorales, que ha llegado a un extremo absurdo en México.

Existe un riesgo evidente de pulverización del voto presidencial y de ausencia de mayoría en las Cámaras. También resulta obvio el elevado costo que revistió incluso un mecanismo inmejorable de negociación política como el Pacto por México. Por ende, se debe implantar la segunda vuelta en la elección presidencial, reducir el número de diputados plurinominales para facilitar el surgimiento de mayorías en la Cámara baja, suprimir los senadores plurinominales, con el mismo propósito, y modificar la cláusula de sobrerrepresentación para favorecer al partido mayoritario. Todo ello le permitiría a un presidente contar con un mandato para gobernar con el programa de la segunda vuelta, si es que su partido obtiene una mayoría relativa del voto.

No obstante, las reformas de esta naturaleza —viables, insisto, para 2018— son esencialmente procedimentales. Ciertamente, se trata de procedimientos fundamentales: acercar a la ciudadanía a la política, permitir una participación mayor de la sociedad civil organizada en la política, asegurarle una suficiente gobernabilidad a cualquier presidente para no tener que comprar votos en las Cámaras a locos o a corruptos. Pero no es lo esencial. Hoy en México el tema que más parece agobiar, indignar o deprimir a los estamentos modernizados de la sociedad es la corrupción, acompañada de su mancuerna inseparable, tan secular en México como ella: la impunidad.

No existe ninguna solución única, definitiva y totalmente eficaz para este mal que corroe a nuestra sociedad, pero a varias otras también. Mucho  se ha avanzado a nivel federal desde  los años ochenta, y sobre todo entre 1994 y 2012. Pero no es suficiente,  por lo menos si creemos en los resultados de las encuestas y en el ruido de  los desayunadores. De ahí la necesidad de buscar nuevos mecanismos, sobre todo sociales a escala estatal y municipal, e institucionales a nivel federal. No debiera sorprender a nadie que hoy mismo cinco ex gobernadores del PRI (Mario Villanueva y Andrés Granier por un lado, Tomás Yarrington, Humberto Moreira y Eugenio Hernández por el otro) se encuentran presos o prófugos por actos de corrupción de un tipo u otro. Ni hablemos de los funcionarios subalternos de estados o municipios consignados o acusados en estos años. Para ello lo primero que se debe hacer es trasladar a los gobiernos estatales el conjunto de medidas resueltas en el nivel federal desde hace años: contralorías, testigos sociales de licitaciones, supervisión por las oposiciones y medios locales. Pero en vista de los tercos hechos que vivimos, sin una injerencia de la federación, acotar la corrupción en el interior —o en el DF, desde luego— parece imposible. De ahí la necesidad de que Hacienda vigile lo que Hacienda entrega —es decir, en la mayoría de los estados, casi todo.

No obstante, la corrupción en el interior de la República no es lo que ha horrorizado a la opinión pública. La sensación brota del nivel federal. Después de tres presidentes y gobiernos donde a pesar de posibles abusos reprobables —Pemexgate, Martha Sahagún y Vamos México, Tradeco, García Luna— parecía que la corrupción a los más altos niveles había mermado, la percepción ciudadana se ha desesperado nuevamente en el actual sexenio. Ya sea en función de los hechos, ya sea de las impresiones, es evidente que los mecanismos vigentes ni convencen ni funcionan. El Sistema Nacional Anticorrupción quizás sea un paso en la dirección correcta, pero dudo que, ante el grado de escepticismo actual en México, un mecanismo que no enfatice la autonomía frente al Poder Ejecutivo; que no vuelva obligatoria la transparencia para funcionarios de oficial mayor para arriba (incluyendo, por supuesto, en el ámbito fiscal); que investigue a los beneficiarios de la corrupción en el sector privado y no sólo a quienes la practican en el sector público; que no asocie a la sociedad civil al combate, más allá de los testigos sociales en las licitaciones; y que vincule a nuestros socios extranjeros (los del TLCAN y de la Unión Europea) a esta lucha, va a ser difícil generar la credibilidad necesaria. Asimismo, una postura que enfoque únicamente a los corruptos, pero descuide el combate a los corruptores, puede verse condenada desde un principio. Se ha enfocado el combate desde hace años en los funcionarios públicos corruptos, sin colocar el mismo énfasis en el castigo a quienes los corrompen.

Pero ésta no es la única condición indispensable, mirando hacia adelante. Me parece imposible disuadir a los posibles corruptos de mañana sin investigar y castigar a los de ayer, esto es, atacar frontalmente el problema de la impunidad. Ello implica siempre dilemas morales y prácticos: ¿con quién comenzar?, a sabiendas que no se puede perseguir a todos; que sin escoger blancos predilectos nada sucede; que escogerlos siempre implica un riesgo de arbitrariedad; que en esas condiciones el riesgo de perseguir a los enemigos es considerable (Elba Esther Gordillo, Andrés Granier, Marcelo Ebrard, que pueden o no haber robado, pero  que obviamente no son acusados por eso, sino por razones estrictamente políticas); que ciertos delitos prescriben y otros no eran tales cuando se  cometieron los actos que más tarde  se denuncian. De nuevo, el factor externo puede ayudar: varios ex gobernadores priistas han sido formalmente acusados por el gobierno de Estados Unidos. Este podría ser un camino hacia la investigación del pasado: investigar aquí a quienes han sido acusados allá, y allá incluye otros países amigos donde mexicanos posiblemente corruptos esconden dinero, o se esconden ellos mismos, o donde radican las empresas que delinquieron en México involucrando a mexicanos de una manera u otra (Walmart, OHL, HSBC).

Sólo una gran campaña nacional contra la corrupción, encabezada  por la sociedad civil organizada,  dirigida hacia el futuro pero mirando también hacia atrás, buscando a los posibles culpables sin cacería de brujas pero sin eufemismos referentes a terceros (¡que se investigue!), recurriendo al fisco mexicano y de nuestros vecinos, socios y amigos, y donde se reconozca que el mejor antídoto contra la corrupción es la transparencia, podrá crear una confianza inexistente en las instituciones. Los próximos tres años abren grandes oportunidades para enriquecer la agenda anticorrupción, aprovechando la exasperación ciudadana, aprendiendo de los aciertos y errores del pasado y de otros, y escuchando a quienes proponen ideas, por descabelladas o extremas que algunas parezcan.

Un último capítulo de esta escueta agenda ciudadana debe retomar el trabajo que muchos han desplegado en tiempos recientes a propósito de los derechos y la protección del maltrecho consumidor mexicano. Todos sabemos que recibe un trato lamentable por parte del Estado (en tanto usuario o consumidor de múltiples servicios), de los monopolios públicos y privados, del taxista y el chofer de microbús, de sobrecargos, pilotos y empleados de líneas aéreas, de los depredadores del medio ambiente en el sentido más amplio de la palabra (incluyendo, por supuesto, la contaminación visual y auditiva). Ya existen algunos mecanismos de defensa, empezando por las raquíticas procuradurías estatales, las acciones colectivas, los amparos de terceros interesados, y las denuncias o castigos vía la estigmatización pública. Pero estos instrumentos, por valiosos que sean en teoría, suelen carecer de recursos, tienden a ser onerosos o inaccesibles para la mayoría de los mexicanos, y son todo menos que expeditos. Corregir estas deficiencias, y sumar dispositivos adicionales es una tarea urgente. Pueden incluir boicots, participación en asambleas de accionistas recurriendo a los derechos de accionistas minoritarios, desinversión de fondos públicos o Afores en empresas mexicanas violadoras de mínimas normas de respeto al consumidor, demandas ante otras instancias públicas, denuncias en otros países donde existan intereses de dichas empresas: en una palabra, formalizar, organizar, financiar y mejorar la panoplia de instrumentos disponibles en otros países para proteger al universo cada vez más extenso y a la vez indefenso de consumidores mexicanos de incontables bienes y servicios de pésima calidad.

La sensación de profundo agravio que invade a la sociedad mexicana puede quedar en eso: un sentimiento difuso de indignación pasiva e infructuosa. Pero también es susceptible de transformarse en un poderoso movimiento de cambio, de propuestas ciudadanas y de  consumación de un incompleto paso a la modernidad política (la económica y social tomará más tiempo). Para ello deberán producirse tres procesos: primero, una muy superior organización de una de las sociedades civiles menos activas o vibrantes (en vista del PIB per cápita) del mundo; segundo, la construcción  y adopción de una agenda como la que aquí esbozamos, ampliada y mejorada;  y tercero, imprimirle a esa agenda  una expresión electoral para 2018,  de preferencia a través de  la ahora posible presentación de candidaturas sin partido, pero por otros caminos si ésa no prospera. La mesa está puesta.

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