Salvar a Centroamérica

Un rápido recorrido por cuatro países centroamericanos, después de algunos años sin contacto con una región tan cercana a México y tan alejada de la fortuna, permite sentir las consecuencias del olvido internacional y del terrible legado de las guerras del siglo pasado.
Sociedades entrañables, desgarradas por la pobreza, la violencia y la corrupción, impulsadas por la emigración, instaladas en una democracia inacabada, pero resistente: estas y muchas más características contradictorias pueblan el paisaje de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, parte de lo que Neruda llamaba la delgada cintura de América.
Centroamérica es una de las regiones más inseguras del mundo, salvo por los países que no lo son: Costa Rica, desde siempre, aunque más que antes, Panamá (ajeno a la zona) y Nicaragua. Este último caso llama la atención. Después de quince años de guerra civil (antes y después de la caída de Somoza en 1979), marcados por una violencia indescriptible, las instituciones creadas por los sandinistas durante su primer paso por el poder (de 1979 a 1990), consolidadas por tres gobiernos sucesivos contrarios al FSLN, y de nuevo a partir del 2007 con el regreso de Daniel Ortega, han permitido un control territorial y una integridad policíaca ausentes en el resto del área.
La policía nacional y el ejército, armados y entrenados por la URSS y Cuba, y desplegados en todo el país, le han ahorrado a Nicaragua la hecatombe de homicidios y extorsión que devastan, día con día, a Guatemala, Honduras y El Salvador.
Estos tres países padecen niveles de violencia entre los más altos del mundo. Pandillas desagregadas en Guatemala, maras organizadas en El Salvador y la combinación de ambas en Honduras, desuelan las ciudades y los barrios, desangran a sus juventudes y ahuyentan, lógicamente, a inversionistas y visitantes.
En Honduras, según la mayoría de los analistas, las pandillas se han entreverado con el crimen organizado; este último se ha dedicado a traer drogas, sobre todo cocaína, desde Venezuela, y a reenviarlas a México y Estados Unidos. Maras, narcos locales, chavistas venezolanos y capos mexicanos trabajan de la mano.
En El Salvador, el “narco” tiene menor presencia (el país no es propiamente una ruta hacia el norte), y las bandas armadas encierran otro origen: las deportaciones de salvadoreños de Los Ángeles hace quince años.
El gobierno anterior (del FMLN) facilitó una tregua con sus dirigentes que, en un primer momento, permitió disminuir la violencia, pero que ya se agotaba cuando el gobierno actual (también del FMLN) la clausuró.
La Barrio 18 y la MS-13 respondieron con ira y fuego, el gobierno se insertó en el partido de vencidas y la violencia alcanzó grados nunca vistos, siquiera en El Salvador: 677 muertos en junio, 250 en la primera semana de agosto.
En Guatemala, las grandes organizaciones de delincuentes se encuentran incrustadas en el Estado desde hace tiempo, y las pandillas son más un vehículo de movilidad social que otra cosa.
Desde que México cerró su espacio aéreo a las narcoavionetas procedentes de Colombia y Venezuela, las carreteras y las costas de Guatemala encaminadas a su vecino del norte se volvieron arterias cruciales de la circulación de las drogas.
Narcos mexicanos, colombianos y guatemaltecos las aprovechan, y se las disputan. Los efectos perversos en Centroamérica de la guerra sangrienta e inútil del expresidente mexicano Felipe Calderón se multiplican así, y se resumen en un factor: a pesar de sus debilidades, México es infinitamente más capaz de administrar y acotar al crimen organizado que sus socios del “triángulo del norte”.
Las consecuencias de esta tragedia no son las mismas en cada país. En los tres casos la mezcla específica de bandas, narcos y Estado cautivo varía, el resultado no: delincuencia, inseguridad, violencia.
Ese resultado conduce a su vez a un segundo rasgo regional: el peso de la emigración y de las remesas en las sociedades y economías. De Nicaragua los nacionales parten al sur: a Costa Rica y a la industria de la construcción de Panamá; las remesas equivalen al 10% del PIB. De Guatemala huyen a Estados Unidos debido a la inseguridad; los envíos de expatriados alcanzan el 10% del ingreso nacional. Para Honduras, de donde la gente huye por la violencia, la cifra es un 17%; para El Salvador, de donde se alejan por la postración económica, es un 17%.
A pesar de los intentos de Washington para devolver a todos los centroamericanos que desembarcan en su territorio, sean o no niños, perseguidos o víctimas en potencia del crimen, y de México por sellar su frontera sur para ayudar a Estados Unidos (sin que se sepa que obtuvo a cambio), el flujo no se detiene.
Como ya lo ha descrito Joaquín Villalobos, la región corre el riesgo de convertirse en el equivalente de una sociedad asistida, viviendo de remesas y del consumo que generan de las ventas al menudeo que satisfacen esa demanda, pero condenada a la pobreza que aflige a los desterrados del universo de envíos de dólares.
Divisa cuyo dueño ha vuelto a sus viejos tiempos de perfil proconsular, pero no necesariamente ni siempre en apoyo a las peores causas. Hace décadas que Washington no ejercía una tal influencia en Centroamérica, incluidos Nicaragua y su antiguo némesis, Daniel Ortega.
Centra, por supuesto, sus esfuerzos en el narcotráfico y la presencia de la DEA, del brazo antinarcóticos de la CIA, y del Pentágono es abrumadora. Pero en vista de la diversidad de los agobiantes retos que enfrenta el área, no puede ser tan monotemático como quisiera. La administración Obama se ha visto obligada a involucrarse en asuntos que afectan directamente a Estados Unidos, como la migración, y en otros que surten efectos indirectos, pero no por ello menos trascendentes: la violencia y, ahora de manera creciente, la gobernabilidad y la corrupción.
Sus políticas contrainsurgentes en los años ochenta y su guerra contra las drogas desde 1971 contribuyeron a las desgracias centroamericanas; hoy Estados Unidos se ve forzado a rectificar y a atender los problemas que en buena medida creó. Lo cual nos lleva al acontecimiento más esperanzador de este tiempo en Centroamérica.
En el 2006, Ban Ki Moon y el gobierno chapín crearon una institución –con su debido acrónimo, como todo en la ONU– llamada la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Financiado originalmente por la UE y otros países involucrados en los acuerdos de paz de 1996, su propósito consistía en ser un coadyuvante de la Fiscalía en la investigación y juicio “de los delitos cometidos por integrantes de los cuerpos ilegales de seguridad (…) como en general en las acciones que tiendan al desmantelamiento de estos grupos (…) (para) fortalecer a las instituciones del sector Justicia para que puedan continuar enfrentando a estos grupos ilegales en el futuro”.
Con el tiempo, sin embargo, la Cicig sufrió una doble metamorfosis: cada día se comenzó a ocupar más de temas de corrupción gubernamental, y cada día se vinculó más a Estados Unidos, conforme el interés de otros países se desvanecía.
De tal suerte que en el transcurso del primer semestre de este año, la Cicig pasó a ocupar las primeras planas de los diarios guatemaltecos por sus acciones dirigidas contra diversos miembros del gabinete del presidente Pérez Molina y contra él mismo, contra escándalos en las compras del seguro social y contra la vicepresidenta, quien debió renunciar. Con sus 200 oficiales de seguridad y 200 fiscales, todos extranjeros, trabajando directamente con el Ministerio Público; con un nuevo comisionado colombiano vigoroso; con recursos suficientes y el apoyo de la embajada norteamericana, la Cicig se ha convertido en un potente instrumento de lucha contra uno de los peores maleficios padecidos por el país.
Como contó un alto funcionario del gobierno: “Duele reconocer que somos incapaces de limpiar la casa nosotros. Pero mejor que lo haga alguien a que no lo haga nadie”.
La idea ha hecho su camino. En Tegucigalpa, cada semana tiene lugar una manifestación callejera de antorchas exigiendo la creación de una Cicih: el equivalente en Honduras.
En ocasiones, las marchas se acercan a la embajada de Estados Unidos para pedir su apoyo. El emisario estadounidense Tom Shannon visitó la capital hondureña hace unas semanas, e insinuó que la aprobación de los recursos para la llamada Alianza para la Prosperidad serían más rápidamente desembolsados de surgir una Cicih.
En El Salvador, aunque el gobierno confronta menores desafíos en materia de corrupción que sus vecinos, también han surgido demandas a favor de una comisión análoga, que hasta ahora el régimen rechaza, con una vehemencia decreciente.
La razón es obvia. Los mil millones de dólares que prometió el vicepresidente norteamericano Joe Biden a los tres países del “triángulo” hace casi un año no constituyen una cifra deslumbrante, pero revisten un valor emblemático.
Washington puede condicionarlos a la perpetuación de la guerra antinarcóticos o a la disuasión migratoria o al combate a la corrupción por medio del modelo de la Cicig.
Los dos primeros asuntos serían más de lo mismo; el tercero, con todo y sus implicaciones de soberanía acotada, representarían un avance para la región.
Como lo constituiría, por último, la consumación de un viejo sueño revivido: la unión aduanera de los países del “triángulo” y posiblemente también de Nicaragua y Costa Rica. Ninguna de estas economías, ni siquiera Guatemala, es verdaderamente competitiva –o incluso viable– por si sola.
No es seguro que lo sean en un esquema de mercado común, como en los años sesenta, sin México. Y los obstáculos políticos son monumentales. Pero por lo menos ya empiezan a hablar de eso y, sobre todo, a negociarlo. Es otro rayo de esperanza en una región donde no abundan.

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