Grandes cambios en la pequeña cintura de América

Jorge Castañeda y Rubén Aguilar Valenzuela

En 2015 Centroamérica vivió algunos de los momentos más emocionantes de su historia reciente. Guatemala, en particular, pasó por un proceso electoral extraño: escoger un nuevo presidente en las urnas, mientras que el saliente renunciaba en desgracia, acusado de corrupción por la calle, el Congreso y el Poder Judicial, y era encarcelado mientras esperaba su juicio. Uno de los países más corruptos y antidemocráticos de la región desplazaba del poder por la vía institucional a un presidente por corrupto. Es sólo una de las paradojas de una minirregión convulsa y a la vez anunciadora de cambios cruciales en América Latina.

Un rápido recorrido por cuatro países centroamericanos, después de años sin contacto directo con una región tan cercana a México y tan alejada de la fortuna, permite sentir las consecuencias del olvido internacional y del terrible legado de las guerras del siglo pasado. Sociedades entrañables, desgarradas por la pobreza, la violencia y la corrupción, impulsadas por la emigración, instaladas en una democracia inacabada pero resistente: estas y muchas más características contradictorias pueblan el paisaje de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, parte de lo que Neruda llamaba la delgada cintura de América. Sintetizamos en cinco puntos nuestras notas de una visita en la que realizamos encuentros con más de 70 personalidades de gobierno, la política, la empresa, la iglesia, la academia, el periodismo, la oposición y la sociedad civil.

 

Centroamérica es una de las regiones más inseguras del mundo, salvo por los países que no lo son: Costa Rica, desde siempre, aunque más que antes, Panamá (ajeno a la zona), y Nicaragua. Este último caso llama la atención. Después de 15 años de guerra civil (antes y después de la caída de Somoza en 1979), marcados por una violencia indescriptible, las instituciones creadas por los sandinistas durante su primer paso por el poder (de 1979 a 1990), consolidadas por tres gobiernos sucesivos contrarios al FSLN, y de nuevo a partir de 2007 con el regreso de Daniel Ortega, han permitido un control territorial y una integridad policiaca ausentes en el resto del área. La policía nacional y el ejército, armados y entrenados por la URSS y Cuba, y desplegados en todo el país, le han ahorrado a Nicaragua la hecatombe de homicidios y extorsión que devastan, día con día, a Guatemala, Honduras y El Salvador.

Estos últimos tres países padecen niveles de violencia entre los más altos del mundo. Según los últimos datos, en Honduras hay 60 homicidios dolosos por 100 mil habitantes, en El Salvador 41 y en Guatemala 40. Pandillas desagregadas en Guatemala, maras organizadas en El Salvador, y la combinación de ambas en Honduras, asolan las ciudades y los barrios, desangran a sus juventudes y ahuyentan, lógicamente, a inversionistas y visitantes. En Honduras, según la mayoría de los analistas, las pandillas se han entreverado con el crimen organizado; este último se ha dedicado a traer drogas, sobre todo cocaína, desde Venezuela a partir de 2005, y a reenviarlas a México y Estados Unidos. Según el gobierno actual y otros actores, durante los mandatos de los presidentes Zelaya (2006-2009) y Lobo (2010-2014) se “dejó hacer”; se intensificó entonces la relación entre las maras y el narcotráfico. Maras, narcos locales (cinco cárteles estructurados), chavistas venezolanos y capos mexicanos trabajan de la mano.

En un intento por controlar este explosivo coctel, el presidente en turno, Juan Manuel Hernández (2015-2018), incrementó las extradiciones de narcotraficantes a Estados Unidos; creó un “escudo aéreo” para derribar aeronaves que no se identifican al ingresar al espacio aéreo hondureño. La DEA, por su parte, denunció a un hijo del presidente Lobo como narcotraficante; hoy está preso.

En El Salvador el “narco” tiene menor presencia (el país no es propiamente una ruta hacia el norte), y las bandas armadas encierran otro origen: las deportaciones de salvadoreños de Los Ángeles hace 15 años. El gobierno anterior (del FMLN) facilitó una tregua con sus dirigentes que, en un primer momento, permitió disminuir la violencia, pero que ya se agotaba cuando el gobierno actual (también del FMLN) la clausuró. Todos nuestros interlocutores del gobierno y de la sociedad civil sostuvieron que la tregua fue un error ya que dio tiempo y oportunidad para que las maras se fortalecieran. La Barrio 18 y la MS-13 respondieron con ira y fuego al fin de la tregua; el gobierno se insertó en el partido de vencidas, y la violencia alcanzó grados nunca vistos siquiera en El Salvador: 677 muertos en junio, 250 en la primera semana de agosto.

Algunos especialistas sostienen que las maras son “depredadores de los pobres” y que no existe una articulación con el crimen organizado de gran escala. Su negocio se centra en la extorsión en los barrios donde viven, en la piratería y en el narcomenudeo. Consideran que no hay datos contundentes para dimensionar el número de sus integrantes y su real influencia; tampoco para demostrar que se expanden hacia las zonas rurales. Hasta ahora sólo actúan en las grandes urbes, en particular en San Salvador.

Algunos sectores argumentan que sólo se puede dialogar con las dirigencias de las maras una vez que el gobierno las “ablande”: de ahí quizás que las autoridades las hayan declarado terroristas. Otros interlocutores no están de acuerdo con la estrategia de enfrentamiento directo del actual gobierno; piensan que esta estrategia obliga a las maras a reaccionar acrecentando la espiral de violencia y conduciendo a violaciones de los derechos humanos por los aparatos de seguridad del Estado.

En Guatemala las grandes organizaciones de delincuentes se encuentran incrustadas en el Estado desde hace tiempo, y las pandillas son más un vehículo de movilidad social que otra cosa. Desde que México cerró su espacio aéreo a las narcoavionetas procedentes de Colombia y Venezuela, las carreteras y las costas de Guatemala encaminadas a su vecino del norte se volvieron arterias cruciales de la circulación de las drogas. Narcos mexicanos, colombianos y guatemaltecos las aprovechan, y se las disputan. Las autoridades afirman que los cárteles mexicanos han penetrado las estructuras de los gobiernos municipales y que las pandillas, como en el caso de El Salvador, se dedican a extorsionar a los más pobres.

Los efectos perversos en Centroamérica de la guerra sangrienta e inútil del ex presidente mexicano Felipe Calderón se multiplican así, y se resumen en un factor: a pesar de sus debilidades, México es infinitamente más capaz de administrar y acotar al crimen organizado que sus socios del Triángulo del Norte. Las consecuencias de esta tragedia no son las mismas en cada país. En los tres casos la mezcla específica de bandas, narcos y Estado cautivo varía, el resultado no: delincuencia, inseguridad, violencia.

 

Ese resultado conduce a su vez a otro rasgo regional: el peso de la emigración y de las remesas en las sociedades y economías. De Nicaragua los nacionales parten al sur: a Costa Rica y a la industria de la construcción de Panamá; las remesas equivalen a 11% del PIB. De Guatemala huyen a Estados Unidos, debido a la inseguridad; los envíos de expatriados alcanzan 10% del ingreso nacional. Para  Honduras, de donde la gente huye por la violencia, la cifra es de 15%; para El Salvador, de donde se alejan por la postración económica, es 16%. A pesar de los intentos de Washington para devolver a todos los centroamericanos que desembarcan en su territorio, sean o no niños, perseguidos o víctimas en potencia del crimen, y de México por sellar su frontera sur para ayudar a Estados Unidos (sin que se sepa qué obtuvo a cambio), el flujo no se detiene. Como ya lo ha descrito Joaquín Villalobos, la región corre el riesgo de convertirse en el equivalente de una sociedad asistida, viviendo de remesas y del consumo que generan, de las ventas al menudeo que satisfacen esa demanda, pero condenada a la pobreza que aflige a los desterrados del universo de envíos de dólares.

En Guatemala, Honduras y El Salvador, y en menor medida en Nicaragua, la emigración es una válvula de escape de la población a la pobreza e inseguridad. Funcionarios de los gobiernos del Triángulo del Norte coinciden en señalar que su estrategia frente a Estados Unidos en el tema migratorio ha sido abortada, por la posición de México. Nuestro país incrementó las acciones destinadas a detener, en la frontera sur, a los emigrantes centroamericanos. Se han aplicado: en el primer semestre de 2015 han detenido más del doble de centroamericanos que Estados Unidos.

La estrategia centroamericana era que el flujo migratorio a Estados Unidos provocara una reacción; los tres países se hallarían en condiciones para obtener recursos para las zonas expulsoras y así intentar reducir la migración. En los hechos, debido a la acción de las autoridades mexicanas, la llegada de los centroamericanos ya no presiona a Estados Unidos. El trabajo sucio de detener a los migrantes en busca de mejores condiciones de vida corre a cargo de México. En el primer semestre de 2015, en el caso de Guatemala por ejemplo, las deportaciones de Estados Unidos se han reducido en 44%; se han duplicado las de México.

La acción de las autoridades mexicanas ha encarecido el precio del paso por nuestro país y también lo que cobran los polleros. Los detenidos en la frontera mexicana son los que no tienen dinero suficiente para pagar el paso por territorio mexicano. El que tiene el recurso pasa y llega a Estados Unidos. El cobro es de seis mil 500 a siete mil dólares en la versión combo, como se le conoce, que garantiza hasta tres intentos de entrada a Estados Unidos por el mismo pago. Varios altos funcionarios nos plantearon que los polleros cumplen una función social y juegan un papel fundamental en el reencuentro de las familias.

Estados Unidos ha vuelto a su viejo perfil proconsular, pero no necesariamente ni siempre en apoyo a las peores causas. Hace décadas que Washington no ejercía tal influencia en Centroamérica, incluso en Nicaragua y ante su antiguo némesis, Daniel Ortega. Enfoca, por supuesto, sus esfuerzos en el narcotráfico, y la presencia de la DEA, del brazo antinarcóticos de la CIA, y del Pentágono es abrumadora. Pero en vista de la diversidad de los agobiantes retos que enfrenta el área, Washington no puede ser tan monotemático como quisiera. La administración Obama se ha visto obligada a involucrarse en asuntos que afectan directamente a  Estados Unidos, como la migración, y en otros que surten efectos indirectos pero no por ello menos trascendentes: la violencia y, ahora de manera creciente, la gobernabilidad y la corrupción. Sus políticas contrainsurgentes en los años ochenta y su guerra contra las drogas desde 1971 contribuyeron a las desgracias centroamericanas; hoy Estados Unidos se ve forzado a rectificar y a atender los problemas que en buena medida creó. Lo cual nos lleva al acontecimiento más esperanzador de este tiempo en Centroamérica.

 

En 2006 Ban Ki-moon y el gobierno chapín crearon una institución —con su debido acrónimo, como todo en la ONU— llamada la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Financiado originalmente por la UE y otros países involucrados en los acuerdos de paz de 1996, su propósito consistía en ser un coadyuvante de la Fiscalía y del Ministerio Público en la investigación y juicio “de los delitos cometidos por integrantes de los cuerpos ilegales de seguridad… como en general en las acciones que tiendan al desmantelamiento de estos grupos… [para] fortalecer a las instituciones del sector Justicia para que puedan continuar enfrentando a estos grupos ilegales en el futuro”.  Con el tiempo, sin embargo, la CICIG sufrió una doble metamorfosis: cada día se comenzó a ocupar más de temas de corrupción gubernamental, y cada día se vinculó más a Estados Unidos, conforme el interés de otros países se desvanecía.

De tal suerte que en el transcurso del primer semestre de este año la CICIG pasó a ocupar las primeras planas de los diarios guatemaltecos por sus acciones dirigidas contra diversos miembros del gabinete del presidente Pérez Molina y contra él mismo, contra escándalos en las compras del Seguro Social y el manejo de las aduanas, y contra la vicepresidenta, quien debió renunciar y está en la cárcel. Poco después, el presidente perdió la inmunidad y fue obligado a renunciar. Ahora enfrenta un proceso judicial por corrupción. Con sus 200 oficiales de seguridad y 200 fiscales, todos extranjeros, trabajando directamente con el MP; con un nuevo comisionado colombiano vigoroso; con recursos suficientes y el apoyo de la embajada norteamericana, la CICIG se ha convertido en un potente instrumento de lucha contra uno de los peores maleficios padecidos por el país. Como contó un alto funcionario del gobierno: “Duele reconocer que somos incapaces de limpiar la casa nosotros. Pero mejor que lo haga alguien a que no lo haga nadie”.

La idea ha hecho su camino. En Tegucigalpa cada viernes tiene lugar una manifestación callejera de antorchas exigiendo la creación de una CICIH: el equivalente en Honduras. En ocasiones las marchas se acercan a la embajada de Estados Unidos para pedir su apoyo. El emisario estadunidense Tom Shannon visitó la capital hondureña hace unos meses, e insinuó que la aprobación de los recursos para la llamada Alianza para la Prosperidad serían más rápidamente desembolsados de surgir una CICIH. El gobierno del presidente Hernández, quien reconoce los problemas de corrupción e impunidad en su país, se ha resistido a crear una CICIH; pero para hacer frente a los manifestantes ha solicitado la intervención de la OEA, para que medie en el diálogo entre el gobierno y los indignados, como se hacen llamar quienes protestan. Para eso se ha creado una comisión, con el apoyo de la OEA, en la que participan representantes de los manifestantes, la Iglesia y el gobierno.

Altos funcionarios del gobierno, para oponerse a la CICIH, ponen como pretexto que esta operaría, al igual que en Guatemala, con funcionarios extranjeros, lo que impediría fortalecer a las instituciones hondureñas. Aducen también razones de soberanía nacional e insisten de manera abierta que “la CICIH no nos gusta”. Por el contrario, líderes de los indignados aseguran que sólo una estructura externa como la CICIH puede enfrentar el problema ya que “no existen actores nacionales que lo puedan hacer”.

En el caso de Nicaragua los sectores de la oposición y también de grupos independientes hablan del enriquecimiento descomunal del presidente Ortega, de su familia y de altos dirigentes sandinistas. Mencionan también a sectores de la empresa privada que se han enriquecido al amparo de su relación con el gobierno. Pero nadie habla de la necesidad de una CICIN. Temen, desde luego, que el nuevo canal transistmico se convierta en un gran frente de corrupción.

En Nicaragua conversamos con los principales funcionarios encargados del canal interoceánico. Afirman que detrás del empresario Wang Jin, quien encabeza al grupo de inversionistas, está el gobierno chino. Aseguran que los compromisos adquiridos por las autoridades nicaragüenses, fundamentalmente en temas jurídicos, ya están resueltos pero que ahora la iniciativa está en manos de China, si invertirá o no los 50 mil millones de dólares —o mucho más— que cuesta la construcción del canal.

 

Todos, gobierno e iniciativa privada, hacen las cuentas del gran capital. La realidad es que en la actual situación económica y geopolítica de China resulta imposible pensar que se construya el canal. La idea va a quedar en una fantasía como tantas otras que se han elaborado en América Latina. Somos un continente experto en la construcción de quimeras.

En cambio, en El Salvador, aunque el gobierno confronta menores desafíos en materia de corrupción que sus vecinos, también han surgido demandas a favor de una comisión análoga, que hasta ahora el régimen rechaza con una vehemencia decreciente. La razón es obvia. Los mil millones de dólares que prometió el vicepresidente norteamericano Joe Biden a los tres países del Triángulo hace casi un año no constituyen una cifra deslumbrante, pero revisten un valor emblemático. Washington puede condicionarlos a la perpetuación de la guerra antinarcóticos, o a la disuasión migratoria, o al combate a la corrupción a través del modelo de la CICIG. Los dos primeros temas serían más de lo mismo; el tercero, con todo y sus implicaciones de soberanía acotada, representarían un avance para la región.

 

Lo sería también la consumación de un viejo sueño revivido: la unión aduanera de los países del Triángulo, y posiblemente también de Nicaragua y/o Costa Rica. Ninguna de estas economías, ni siquiera Guatemala, es verdaderamente competitiva —o incluso viable— por sí sola. No es seguro que lo sean en un esquema de mercado común, como en los años sesenta, sin México. Y los obstáculos políticos son monumentales. En la actualidad quien mantiene mayores dudas y resistencias es el gobierno de El Salvador. En los otros países se habla de que se ha dado una involución en la postura salvadoreña. Los empresarios guatemaltecos ven grandes ventajas en la unión aduanera; es también la posición de sus homólogos nicaragüenses y del gobierno de ese país. Quisieran que se acelerara el proceso, pero reconocen que los cambios de gobiernos han contribuido a la lentitud de los acuerdos. Cada tanto tiempo hay que iniciar de nuevo el camino ya andado. A pesar de los problemas un signo alentador es que por lo menos ya empiezan a hablar de eso y, sobre todo, a negociarlo. Es otro rayo de esperanza en una región donde no abundan.

 

La reelección presidencial en la región es una tentación y una realidad. El ejemplo de Hugo Chávez hace camino. En Nicaragua, después de una serie de truculentas maniobras orquestadas por Daniel Ortega, se cambió la Constitución y se estableció la reelección por tiempo indefinido. En Honduras se ha generalizado la sensación que Juan Orlando Hernández se quiere reelegir. Una reciente resolución de la Suprema Corte de Justicia podría allanar la vía de la reelección consecutiva: otros no lo ven así. Varios sectores, entre ellos la Iglesia, aceptarían la reelección, pero no consecutiva. Si Hernández decide ir a la reelección puede provocar un problema, como lo hizo Zelaya en 2009, por lo que fue destituido y va a tensionar al país. En El Salvador, donde hay un equilibrio de fuerzas entre el FMLN, la antigua guerrilla, y la derecha organizada en ARENA, no se habla del tema. En Guatemala se menciona la necesidad de ampliar el periodo presidencial de cuatro a cinco o seis años, pero tampoco está presente el tema.

 

En todos los países hay una idealización de lo que en otros tiempos fueron las relaciones de México con la región. Aseguran que en los últimos años México desatendió la región y que con el gobierno de Peña Nieto han mejorado las cosas y ahora hay una relación más cercana.

Hablan de que en la relación con México hay problemas de ambas partes. Nuestro país y la región no han podido articular un plan integral y tampoco definir propósitos claros que guíen la relación. Plantean que México y la región tienen problemas comunes evidentes: el narcotráfico y la migración. Sostienen con preocupación que por la debilidad institucional de los gobiernos centroamericanos, la penetración de los cárteles mexicanos en las estructuras del poder político y en las empresas es mayor a la que se puede dar en México.

El país más sensible y más interesado en la relación con México es, por obvias razones, Guatemala. En la frontera de ambos países hay ocho cruces oficiales de los cuales funcionan seis, aunque todo se concentra en cuatro. Pero de acuerdo con la cancillería guatemalteca existen otros 56 cruces no oficiales para el movimiento de comercio entre los dos países. Los dos gobiernos saben de su existencia y también de la importancia que tienen para el dinamismo de la economía local. Así, dejan que las cosas pasen.

De acuerdo a los guatemaltecos los problemas se agravan por el acentuado nacionalismo mexicano. En todas nuestras conversaciones se hizo muy evidente que para nuestra relación con los países centroamericanos ya no basta la política exterior de posicionamientos y discursos; ahora se requieren recursos. Es una necesidad urgente que el gobierno se haga más presente en la región. Las empresas mexicanas están haciendo lo suyo, pero los fondos públicos destinados a la cooperación escasean. No es un tema fácil, en el marco de la cultura política mexicana, pero es indispensable. Como lo es prestar atención a esa bomba de tiempo vecina.

 

Jorge G. Castañeda
Secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Profesor de política y estudios sobre América Latina en la Universidad de Nueva York. Su más reciente libro es Amarres perros. Una autobiografía.

Rubén Aguilar Valenzuela
Doctor en ciencias sociales. Profesor en la Universidad Iberoamericana.

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