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Por una candidatura independiente única

Jorge Castañeda

A partir de 1994, y sobre todo del año 2000, los mexicanos hemos elegido libremente a nuestros presidentes. En los hechos, escogimos entre los aspirantes propuestos por los tres grandes partidos, quienes seleccionaron a sus candidatos, como es lógico, en función de sus reglas internas, de los usos y costumbres de su historia, y de sus intereses. La sociedad civil organizada no participó, ni tenía cómo participar, en la designación de dichos candidatos. Podíamos optar en libertad entre las fotos en la boleta; no podíamos incidir en quiénes salían en la foto.

 

En 2018, por primera vez en la historia reciente de México, podremos escoger entre contendientes partidistas y sin partido: las llamadas candidaturas independientes, gracias a una lucha iniciada hace años por abogados como Gonzalo Aguilar Zínser, Fabián Aguinaco y Santiago Corcuera, por activistas como Joel Ortega, Elisa de Anda y José Luis Ramírez, y por políticos como Manuel Clouthier. Cumpliendo con determinados requisitos —algunos de ellos draconianos, mas no inalcanzables— figurarán en la boleta presidencial una o varias candidaturas independientes a la primera magistratura. Diversos integrantes de la sociedad civil organizada podrán, si así lo desean, incidir directamente en la selección de esas candidaturas. Intervendrán también, si es su voluntad, en su programa; en el equipo de campaña y de gobierno; en su “planilla”, es decir los candidatos a otros cargos de elección popular; en el financiamiento; y en reformas legislativas previas a la elección y aun necesarias para facilitarlas.

Antes, los activistas de la sociedad civil y las elites del país —empresariales, intelectuales, religiosas, sindicales— deberán responder a cuatro preguntas, de preferencia de modo afirmativo. ¿Es deseable que aparezca en la boleta presidencial de 2018 por lo menos una candidatura independiente? ¿Se debe organizar la sociedad civil para construir un proceso del cual emane una candidatura única? ¿Se desea participar en ese proceso? ¿Se está de acuerdo en que urgen reformas puntuales que comiencen a desmantelar nuestro régimen “partidocrático” y “pulverizador”, con una agenda ciudadana como la que se ha resumido hasta aquí?

De respuestas positivas a estas interrogantes se desprenderán varios mecanismos de participación de la sociedad civil. Pero antes conviene enunciar con claridad una posición propia. Estoy más convencido que nunca de que hoy, en México, una candidatura sin partido a la presidencia de la República es una condición indispensable, aunque no suficiente, para consumar los cambios que requiere el país. La exterioridad al sistema, a la partidocracia, a las redes de complicidad, corrupción o pasividad ante la corrupción, a las omisiones y comisiones en materia de derechos humanos, a la aceptación tácita o abierta de la impunidad, es un requisito imprescindible para avanzar en estos frentes. Avanzar en ellos, a su vez, representa un imperativo para crecer, distribuir, educar y proteger.

Los pros de una candidatura independiente

Existen varias razones para pensarlo. En primer término, gane o pierda con un caudal de votos significativo, una candidatura independiente puede sacudir a la clase política, estremecer a la partidocracia, obligar a una reforma político-electoral y a reconfigurar el sistema de partidos, y devolverle confianza a la población en las elecciones, en las instituciones y en la política en general. Ya no es un acicate, sino un petardo; ya no es competencia, sino peligro de vida. No se trata de una regla universal ni atemporal: sólo vale para México hoy. Aunque López Obrador canalice una proporción importante del “hastío” ciudadano en las encuestas levantadas a mediados de noviembre de 2015, sus llamados “negativos” se mantienen en niveles elevados, sin perspectivas de disminuir en vista de su alto grado de reconocimiento. Los otros partidos o personajes no inspiran la menor confianza por parte del electorado. No sólo no entusiasman: no convencen. En un sondeo efectuado en noviembre por Laredo y Buendía para El Universal las cifras de identificación partidista (no necesariamente de preferencia electoral) fueron: 56% independiente, 20% PRI, 12% PAN, 4% PRD y 4% Morena. Más claro, ni el agua.

En segundo término, sólo una candidatura desvinculada de los partidos políticos puede enarbolar un programa como el que describimos aquí, sobre todo en materia de impunidad, derechos humanos y corrupción. La complicidad del PRI, del PAN, del PRD y de Morena, con las realidades y las apariencias del gobierno de Peña Nieto es evidente, y comprensible. Los funcionarios políticos corruptos que rodean a los candidatos de los cuatro partidos son incontables. Es totalmente nula la posibilidad de que un candidato del PRI denuncie la corrupción o las violaciones de los derechos humanos bajo Peña Nieto, o de que uno del PAN rompa con los mismos vicios en el gobierno de Calderón, o de que uno del PRD denuncie lo sucedido en el DF durante los últimos 18 años. Sólo un outsider puede fustigar a los de adentro, y los únicos outsiders posibles son aquellos que no provienen de partidos, que no hayan sido partícipes en los atropellos recientes, y que no se encuentren atados de manos por anteriores compromisos partidistas o por complicidades de camarillas. Los candidatos de los partidos podrán formular propuestas más o menos interesantes, imaginativas y pertinentes, pero por definición no podrán abanderar una agenda ciudadana centrada en el combate a la impunidad, a la corrupción y a las violaciones a los derechos humanos.

Tercero, la sociedad civil organizada, por definición externa a los partidos, sólo puede incidir en la composición de la boleta electoral a través de una candidatura independiente. En el PRI todos sabemos que la selección de su contendiente dependerá de un solo hombre: el presidente. En Morena ya sucedió la autodesignación. El PAN celebrará, al igual que en 2005 y 2011, primarias democráticas y transparentes en lo esencial, pero reservadas, como es comprensible, a los miembros de ese partido. Y el PRD aún se halla en búsqueda de un método para elegir a sus dirigentes y candidatos que no lo escinda, que sea democrático y que impida la injerencia interna de factores ajenos al partido.

Todo esto es normal, y en tiempos normales y países normales, bienvenido. Si determinados sectores de la sociedad, más o menos organizados, no se reconocen en los partidos existentes, tratan de transformarlos, o de crear uno nuevo. Sólo que hoy en México, ambas hipótesis se antojan inviables. Durante los 26 años transcurridos desde la fundación del PRD, únicamente ha surgido un partido nuevo competitivo a nivel nacional: Morena. Por otra parte, el llamado “entrismo” en México, es decir el intento por “tomar por asalto” un partido existente, se topa con el andamiaje jurídico y pecuniario del sistema. Perder la dirección es perder todo, y el Estado tutela ese todo para que nadie corra el riesgo de ser defenestrado.

La última, y quizás la única vez que fructificó un intento de esa naturaleza, fue cuando Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo se adueñaron del PARM en 1987, con el beneplácito, ciertamente, de los dirigentes de esa organización, y también de Gobernación. De tal suerte que si mexicanos de a pie, sin partido y sin deseos de pertenecer a ninguno, desean incidir en la integración de la boleta electoral de 2018, la única vía disponible reside en una candidatura independiente. Su aportación dependerá del trabajo de cada ciudadano, de su talento, de su dinero, de su grupo civil y profesional, de los medios donde influye, y de su radio de acción en la sociedad. Para qué exagerar dicha incidencia. No todos influyen igual. Algunos son más iguales que otros. Pero es innegable que el acceso se facilitará con una candidatura independiente, no con un partido.

Un último punto, de menor trascendencia. La sociedad mexicana da la impresión de comenzar a repudiar el estilo acartonado, solemne y plagado de ritos, congénito, de nuestra clase política. Fox intentó introducir una dosis de irreverencia a la vida política. Se quedó a la mitad del río, sometido por los adeptos del respeto a la investidura. Es casi inimaginable que un candidato priista abandone uno de los principales elementos aglutinadores de su organización: los recurrentes e interminables ritos de sus miembros, de su historia, de su propuesta. López Obrador es incapaz de inyectarle humor a su cruzada; los panistas menos. Pareciera que sólo candidatos sin partido pueden atender la aparente demanda de frescura, sencillez y en ocasiones hasta de insolencia por parte de la sociedad mexicana. Nos haría bien, y yo, por lo menos, me divierto haciéndolo.

Los supuestos contras de las candidaturas independientes

En tiempos recientes han proliferado las objeciones a las candidaturas independientes. Antes de discutir las ventajas y los inconvenientes de una postulación apartidista única, quisiera responder a algunas de las críticas genéricas, por lo menos a aquellas que parten de un principio de buena fe. Una afirma con cierto sarcasmo que una vez que la candidatura exista, que emane de un proceso de decantación organizado, que cuente con recursos, con un equipo de campaña y de gobierno y, en su caso, con una “planilla” de otras candidaturas independientes (al Senado, a la Cámara de Diputados, al gobierno del Distrito Federal), se parecerá tanto a un partido que… será un partido. En cualquier caso, se sostiene, después de la elección, si pretende perdurar o gobernar, deberá transformarse en partido, como le sucedió a Marco Enríquez-Ominami en Chile después de su campaña de 2008, o a Álvaro Uribe en Colombia.

Este esquema determinista y socarrón puede encerrar una dosis de verdad en ciertas ocasiones, de falsedad en otras, o carecer de gravedad en la mayoría. Candidatos independientes exitosos como Ross Perot en 1992, o medio fracasados como Ralph Nader en 2000 en Estados Unidos, o cómicos como Coluche (Michel Colucci) en Francia, pueden simplemente esfumarse después de la única elección en la que participaron. Otros, como los ya mencionados en Chile y en Colombia, pueden en efecto edificar un partido propio. Y en otros más —la mayoría— desaparecen de la escena cuando concluye la coyuntura que les dio vida. Esto crea un problema sólo a quienes procuran endilgar a otros un enfoque ajeno, a saber, las candidaturas independientes como sustitutos definitivos de los partidos. No conozco a nadie en México que sostenga algo semejante, salvo a propósito de una coyuntura específica en un espacio específico (Nuevo León, 2015; México, 2018).

La discusión académica sobre la viabilidad de democracias representativas sin partidos no carece de interés… académico. Por ahora, podemos sugerir algunas ideas políticas al respecto. Hasta hoy no ha nacido la democracia representativa —no las mafufadas chavistas de democracia participativa— sin partidos políticos. No se trata de un argumento blindado, pero es un hecho. Como todos los hechos, puede cambiar. En segundo término, nada obliga a que un país determinado, en un momento histórico determinado, la democracia representativa existente requiera de la presencia de determinados partidos. En otras palabras, por ahora, en México, se necesitan partidos para que nuestra democracia funcione. Mas no obligatoriamente los partidos que tenemos. Tercero: la eclosión de las redes sociales, de la votación electrónica o anticipada desde casa y de la conectividad cada día mayor, incluso en los países en desarrollo como México, anuncia tal vez un nuevo esquema político. Los partidos políticos ya no desempeñarían forzosamente su antiguo papel de correas de transmisión, de mediación, de vanguardias u organizadores del voto. Por último, es posible —mejor dicho, probable— que a escala municipal o estatal, en muchos países y en México, los partidos sí puedan ser sustituidos por formas distintas de organización, comunicación y representación de la ciudadanía. Esto comienza a entreverse en otros países, desde hace tiempo, sobre todo con el debilitamiento de las iglesias y los sindicatos en Europa y con el auge de las redes sociales.

Otro reclamo yace en la ardua o imposible gobernabilidad que entrañaría el triunfo de una candidatura independiente en una democracia representativa basada en un sistema de partidos. De nuevo, si se tratara de una teoría general donde se contrastaran las virtudes y defectos de unas y otros en un juego de suma cero, quizás se concluiría que con todo y sus defectos, los presidentes emanados de partidos son preferibles. Pero estamos hablando de México hoy, no de Atenas o de Roma hace siglos, o de Westminster después de Cromwell. Desde 1997, cuando el PRI perdió su mayoría de la Cámara baja, el país se ha visto paralizado legislativamente, o aculado a transas recurrentes para lograr aprobaciones recurrentes (el presupuesto, desde 2000, por ejemplo), o víctima de facturas impagables por reformas importantes pero diluidas, de larga maduración, y sobrevendidas. Ningún presidente ha dispuesto de una verdadera mayoría propia (aunque quizás hoy Peña sí; veremos). No sé que sea mejor: un presidente de partido sin mayoría, o un presidente sin partido, susceptible de aglutinar mayorías, que jamás colgaría las medallas de sus victorias en el pecho de sus partidarios orgánicos… porque no los tiene.

La tercera objeción alega que las candidaturas independientes abren la puerta a dos fenómenos nocivos y en apariencia privativos de este método de elección: los líderes mesiánicos, y el dinero “sucio” por su origen (el narco), o por su destino (comprar una candidatura). Se trata de un argumento único y se le puede replicar como tal. Los líderes carismáticos y/o populistas han llegado al poder en la mayoría de los casos por vías alternas a las candidaturas independientes. Suelen formar partidos unipersonales que por cierto tienden a sobrevivirles, como el caso clásico del peronismo y el Partido Justicialista. De los liderazgos contemporáneos de esta estirpe prácticamente todos —Lula, Evo Morales, Daniel Ortega, Rafael Correa, los Kirchner— provenían de partidos estructurados, en ocasiones formados por ellos mismos, pero de largos antecedentes previos a la elección en la que accedieron al poder.

El caso de Chávez es más ambiguo, pero de ninguna manera confirma los temores de los adversarios de las candidaturas independientes. Poco después de salir de la prisión donde fue recluido por su intento de golpe de Estado en 1992, el entonces teniente-coronel Hugo Chávez Frías fundó en 1997 el Movimiento Quinta República, un partido político regulado por la legislación electoral venezolana vigente. En la víspera de los comicios de 1998, Chávez creó el Polo Patriótico, compuesto por 13 organizaciones políticas anteriormente existentes, incluyendo el viejo MAS y el Partido Comunista. De tal suerte que su triunfo aplastante en las elecciones de finales de 1998 fue todo menos que la de una candidato independiente, aunque sí lo fue de un outsider, quien hizo de la denuncia del rancio arreglo de Punto Fijo y de la mancuerna AD-COPEI su principal arma de campaña. Valga la diferencia entre independiente y outsider: no todos los outsiders, demagogos o no, populistas o no, son independientes, y no todos los independientes son demagogos y populistas.

Los dos ejemplos esgrimidos con mayor frecuencia contra esta vía son el de Fernando Collor de Mello, en Brasil en 1989, y el de Alberto Fujimori, en Perú en 1990. El problema es que ninguno corresponde a la idea que se elaboró de su llegada al poder. En Brasil, desde la Constitución de 1988, se prohíben las candidaturas sin partido. Collor de Mello fue gobernador —electo gracias a una organización local— del estado de Alagoas, y se presentó como candidato de dos pequeños partidos nacionales, el de Reconstruçâo Nacional y el Trabalhista Cristâo. No era un candidato independiente, aunque rápidamente se transformó en el outsider apoyado por los medios para cerrarle el paso a Lula. De nuevo, se confunde su exterioridad al sistema tradicional de partidos nacionales (PMDB, PFL, PSDB, PT) con la independencia. Si bien el fenómeno de “captura” —descrito más adelante— efectivamente se produjo fue después de la derrota de los otros candidatos anti-Lula en la primera vuelta de la elección presidencial. Collor emergió como el último recurso contra Lula de muchos magnates, y en particular de la cadena Globo de televisión.

Fujimori salió de la nada en Perú, pero no sin partido. Su agrupación se llamaba Movimiento Político Independiente Cambio 90, fundado en 1989, y que desde octubre de ese año se presentó ante el Jurado Nacional de Elecciones para solicitar y obtener su registro como partido. Alcanzó la cuarta parte de los escaños en el Congreso en la misma elección donde “el chino” (de origen japonés) derrotó a Mario Vargas Llosa. Contendió sin un partido grande y establecido, al igual que su contrincante, en un país donde el tradicional sistema de partidos (APRA, IU, AP) se desintegró en esos años, en especial durante la guerra contra Sendero Luminoso durante el primer mandato de Alán García. Fujimori basó su campaña en ataques virulentos al sistema de partidos. Pero el descrédito de estos antecedió su advenimiento y él mismo utilizó el cascarón de uno de ellos para presentarse. He aquí otro malentendido: se asimilan las candidaturas independientes a movimientos antisistémicos o antipartidos, en países donde ya imperaba un fuerte desprestigio de los partidos tradicionales. Hay candidatos antisistémicos dentro de los partidos existentes, y que adoptan ese discurso, en ocasiones con éxito, en otras no. Y hay candidatos independientes que se abstienen de denunciar a los partidos, aunque no provengan de alguno de ellos. Los independientes son fruto de la crisis partidocrática, no al revés.

El otro aspecto del mismo argumento involucra los recursos financieros. Los escépticos reiteran que la ausencia de partidos y de una severa regulación del financiamiento puede abrir la puerta a dos vicios perniciosos para la democracia. El primero se caracteriza por la penetración de dinero mal habido, ilícito, ante todo del narcotráfico, en un país como el nuestro, donde podría comprar o “capturar” con mayor facilidad a un candidato independiente que a uno de partido. Nunca he comprendido a qué se debe esa mayor facilidad, ni tampoco por qué una regulación medianamente eficaz para los partidos, por el lado del financiamiento, del gasto y del fisco, no puede aplicarse también a los aspirantes sin partido. Si algunos creen que la “ideología” de un partido —quién sabe cuál, en el caso de nuestras organizaciones políticas— constituye un antídoto suficiente para desalentar tentativas indebidas, no hallo en qué país viven, de qué ideologías se trata, o cómo opera la vacuna.

Es cierto que en partidos de ideología casi existencial —los comunistas, islámicos o fascistas— la militancia y las direcciones presumen una pureza y un altruismo extremos. De ésos ya no hay en América Latina, ni en Europa. Sus herederos —el Partido Comunista Cubano, el PT en Brasil, el PSUV en Venezuela, etcétera— no muestran una gran invulnerabilidad frente a la corrupción. La infiltración del narco en las campañas representa un peligro para todas las democracias de América Latina —y para muchas más— pero no se limita a las candidaturas independientes. Álvaro Uribe, quizás el mandatario más antinarco de la región, fue electo como independiente en el país de mayor expansión del narco, y con el sistema bipartidista más antiguo del continente.

La objeción sobre el destino del dinero es contradictoria. Isabel Turrent compartió conmigo sus temores de que apareciera en México un Sheldon Adelson, el multimillonario dueño de infinidad de casinos en Estados Unidos, que literalmente adquiere candidatos en su propio país y en Israel. Podría, en su caso, llevar a cabo esta perversión o “captura” del sistema democrático con menores trabas, de prosperar las candidaturas independientes. En sus columnas y en conversaciones conmigo, Diego Fernández de Cevallos ha insinuado que una versión edulcorada de esta desviación de la ética, si no de la norma, sucedió con El Bronco (Jaime Rodríguez Calderón) en Nuevo León. El argumento es verosímil, y en efecto, si las candidaturas independientes carecen de acceso al financiamiento público regulado en condiciones de equidad con los partidos, la “captura” resulta más expedita y sencilla que con candidatos de partido, porque el financiamiento privado termina por pesar más. La solución, sin embargo, no radica en prohibir las candidaturas sin partido, ni en obstaculizarlas, sino en asegurar la equidad en la contienda. Por otra parte, la “captura” por grandes empresarios o poderes fácticos ocurre igualmente con candidatos de partido. Los ejemplos en México y en otros países se hallan a la vista.

¿Candidatura única? ¿Cómo?

El debate sobre las virtudes y los inconvenientes de las candidaturas independientes proseguirá hasta 2018, o incluso más allá. La discusión más pertinente para la ciudadanía hoy se centra en qué tipo de candidatura sin partido debe figurar en la boleta presidencial ese año, y cómo llegar a ese resultado virtuoso. Existen dos tesis en disputa.

La primera, que podríamos llamar hiperdemocrática, considera que la especificidad y el atractivo de las candidaturas independientes proviene de su frescura, de su espontaneidad y de su diferencia radical con el sistema de partidos. Por definición, deben prescindir de estructura, organización o cualquier otra acción colectiva. En particular, los tres temas centrales —una candidatura o varias; asociación con candidaturas para otros cargos antes del 18; y en el 18, el tema de las planillas— deben resolverse por sí solos. No conviene la construcción de un proceso de ordenación o racionalización; se dará de manera natural. No hay que forzar las cosas.

Estos argumentos se escuchan en boca tanto de defensores de buena fe de la deseable pureza química de las candidaturas independientes, como de quienes llevan agua a su molino en función de intereses electorales legítimos pero partidistas. En efecto, se entiende que para el PRI y el gobierno, por ejemplo, puede convenir más una pluralidad de candidaturas independientes, que no sólo dispersen aún más el voto, sino que apelen o atraigan a clientelas diferentes y le resten votos a candidatos partidistas poderosos, también diferentes: una mujer para atraer el voto femenino; un joven para los jóvenes; uno de izquierda para debilitar a AMLO;  un conservador para disputar la clientela del PAN. Por otro lado, precandidatos independientes con cálculos optimistas de su potencial pueden preferir que la decantación se produzca de modo espontáneo mediante las encuestas, que disparen un fenómeno de voto útil entre independientes como en todas las elecciones presidenciales desde el 2000.

Por desgracia, este planteamiento seductor y sencillo se enfrenta a las vicisitudes de la legislación y de los tiempos electorales. Si las elecciones se celebran a principios de junio, las campañas duran tres meses, y el periodo destinado a la recolección de firmas se extiende durante noventa o ciento veinte días, difícilmente bastará el tiempo para juntar las firmas, compulsarlas en el INE, obtener un registro, hacer campaña, y atestiguar los desistimientos que implicaría una decantación espontánea. La ventaja de los independientes sí yace en poder declinar sin consecuencias, incluso a última hora, ya que no cargan con listas de diputados y senadores que dependan de sus resultados en las urnas. La desventaja, sin embargo, se ubica en la incertidumbre: hasta que el INE no valide las firmas, no hay garantía de figurar en la boleta, y por lo tanto toda encuesta se ve viciada por esa falta de certeza. No se sabrá hasta abril de 2018 quién es candidato y quién no. Hoy ya se sabe que AMLO lo es, y los aspirantes de los demás partidos serán conocidos, aunque no registrados, desde el otoño de 2017.

Enseguida se plantea el problema de las firmas, de los cuadros y de los fondos. Los candidatos partidistas no compiten entre sí por firmas (no las necesitan), ni por recursos humanos (los tienen), ni financieros (el INE se los provee). En cambio, cualquiera que sea el número de candidaturas independientes, se disputarán muchas de las mismas firmas (no se permite firmar por dos o más aspirantes), de los mismos colaboradores o voluntarios y de los mismos donantes. Entre más burros menos olotes para cada uno, sin hablar de atención mediática, respaldos de personalidades, recintos para eventos y oportunidades de dirigirse a grandes foros. Suponiendo que la decantación acontezca al final y de manera desordenada, tendrá lugar después de una lucha descarnada. Ésta se librará por el conjunto de factores indispensables en una campaña y colocará a la candidatura sobreviviente en un situación de inferioridad de fuerzas frente a los partidos. Como si sus primarias se celebraran un par de meses antes de la elección. Además —y es un último elemento de desventaja—, en esas condiciones se vuelve casi imposible construir una “planilla” y un equipo de campaña y de gobierno creíble, salvo en los días finales de la contienda. Ambos ingredientes pueden ser cruciales para la elección, como lo fueron para Jaime Rodríguez en Nuevo León (con Fernando Elizondo) o para Alfonso Martínez en Morelia (con su planilla de regidores de la sociedad civil). Pero el tiempo necesario es mucho mayor a escala nacional.

Por ello, dejar todo al libre albedrío del desarrollo natural de las campañas, en ausencia de una segunda vuelta en México, representaría un error, grave y contraproducente, para las candidaturas sin partido. La alternativa se halla en el diseño y la puesta en práctica de un proceso mediante el cual se construya, entre mediados de 2016 y finales de 2017, una candidatura única, surgida de debates, mediciones, apoyos y campañas de tierra indispensables. La argumentación principal a favor de esta tesis es simple, y aplastante: se puede ganar si la candidatura es única y la elección se convierte en un plebiscito sobre la partidocracia.

Recordemos brevemente la naturaleza de nuestra contienda presidencial: una sola vuelta, tres o cuatro partidos, e hipotéticamente, una candidatura sin partido. Sabemos aproximadamente dónde se ubica cada quién. Por Morena irá López Obrador, que sin el PRD pero con Movimiento Ciudadano y el PT puede arrancar con 20% del voto. El PRI presentará a un socio (en el sentido cubano) de Peña Nieto, ya sea del gabinete, ya sea del partido, ya sea del Estado de México, en alianza con el Verde, si éste sobrevive. La impopularidad de Peña seguirá perjudicando a cualquier candidato identificado con él. Roberto Madrazo fijó el piso del PRI, con 22% en 2006; su techo oscila alrededor de 27% sin alianzas (los 29% de 2015 se lograron en 300 elecciones distritales, no en una elección nacional). El PAN postulará a un@ de tres candidat@s, probablemente Margarita Zavala; la votación del mismo (con o sin mujer en la boleta) se halla entre los 21% de 2015, y un 30% en caso de una campaña de gran arrastre (no la veo). Por último, el PRD deberá decidir si se suma a AMLO en condiciones de debilidad o presenta un candidato propio (Miguel Ángel Mancera o Graco Ramírez), que iniciaría su lucha con el 10% del Sol Azteca en 2015, y cuyo techo difícilmente superaría los 15% (tendría que producirse una debacle de AMLO). Aunque no se deben descartar las hipótesis de alianzas PAN-PRD o PAN-PRI (sin entender bien cómo se fraguarían), así será el firmamento electoral en 2018.

En esta constelación, si apenas uno de cada seis mexicanos que hoy afirman estar dispuestos a votar por un independiente lo hacen efectivamente, éste llegaría al banderazo de salida con 10%: cercano al PRD sin AMLO, a la mitad del PAN, y 15% puntos abajo del PRI y de Morena. Arrancar así permite contemplar un camino sinuoso, pero factible, a la victoria. A condición de que se cumplan los requisitos evidentes: una candidatura magnífica, las demás iguales a sí mismas (ya conocemos a AMLO y a Margarita Zavala), y se presente un frente amplio de respaldo y acompañamiento a los aspirantes que contiendan para varios cargos, empezando por la presidencia.

La última encuesta de Reforma de 2015 amplía esta perspectiva. En los dos careos (uno con Osorio Chong por el PRI, el otro con Beltrones) Jaime Rodríguez El Bronco obtiene 15% de intención del voto, Margarita Zavala 17%, Miguel Ángel Mancera 8%, el priista 18% y AMLO también 18%. Es cierto que otros sondeos contradicen este resultado.

Más allá del tiempo que falta y de lo esquivas que resultan las carreras de caballos a estas alturas, es evidente que por lo menos con el gobernador de Nuevo León, a dos años y medio de las elecciones, un candidato independiente es competitivo. Destaca, por cierto, un fenómeno vaticinado por varios. Entre agosto y diciembre de 2015, AMLO perdió 10% al figurar El Bronco en la boleta. Los 10% se van con él.

Dos condiciones necesarias y suficientes ilustran las posibilidades y las improbabilidades de construir un proceso de ordenada decantación: que todos acepten participar, y que todos acepten el desenlace. Proceder así implica varios procedimientos sencillos, hasta inocuos, pero que sumados equivalen a un método eficiente. Por ejemplo, se podría establecer una ventanilla donde se presente y comparta su proyecto todo aquel o aquella que desee buscar una candidatura independiente a un cargo en 2018 y cuente con el arropamiento de una parte de la sociedad civil organizada. Por ejemplo, allí se podría presentar cualquier mexicano que busque una candidatura independiente a nivel estatal o municipal en 2016 o 2017 a exponer su proyecto. Por ejemplo, se incluirían en el proceso ordenado de decantación el recoger y trasladar al Congreso las reformas específicas que a partir de la experiencia concreta de las candidaturas independientes en 2016, y de la reflexión que suscitaron, se consideren necesarias para una mejor jornada electoral en 2018. Y, desde luego, se difundiría en todo el país la necesidad y deseabilidad de una candidatura independiente genérica en 2018, y se elaboraría una base de datos de intención de apoyo a la misma. Así, cuando se abra el plazo para la recopilación de firmas, existirían condiciones para obtenerlas con rapidez y en cantidades suficientes para derrotar cualquier intento de invalidarlas.

De este proceso emergerá también un equipo de campaña que garantizaría, con transparencia y pluralidad, el cumplimiento con un programa, y por tanto la vigencia de una candidatura competitiva. En la última etapa el grupo de campaña coadyuvaría a conformar el equipo de gobierno, que acompañaría a la candidatura, en caso de resultar victoriosa.

Los astros de 2018

El rechazo de la ciudadanía a la partidocracia, a la clase política y al “sistema” puede desvanecerse, refugiarse en la abstención o dispersarse en una multitud de candidaturas independientes. Este desenlace inhabilitaría la tentativa —crucial— de convertir a la elección de 2018 en un referéndum a favor o en contra de la clase política tradicional, condición sine qua non para triunfar. Cabe también en la fatalidad que se canalice a un candidato partidista, mentirosamente autodesignado como enemigo de ese sistema, sin propuestas verosímiles. El anhelo de encontrar a un falso “externo” ideal puede llevar al país a emprender a destiempo el camino de la izquierda castrista-inflacionaria latinoamericana. Nos equivocaríamos justo cuando América Latina abandona ese sendero: Argentina, Venezuela, Brasil. Sería una lástima.

Sin embargo, los astros parecen alinearse de nuevo en México, siempre con retraso, y sin garantías de aprovechar una oportunidad excepcional, como en el 2000. La conjunción de tantos factores favorables no suele producirse fácilmente, pero hoy abundan los signos alentadores: ahora sí el cambio pasado mañana. El país puede encaminarse hacia una candidatura independiente única, fuerte y viable, cuyos márgenes de éxito transiten entre el triunfo y una competitividad que obligue al cambio y a un gobierno plural y transformador. Dotada de una agenda audaz y a la vez sensata, producto de un proceso amplio y diáfano de discusión, rodeada de un equipo de campaña y de gobierno honrado y competente, esa candidatura externa a la clase política puede hacer historia. Encauzaría el malestar nacional hacia metas ambiciosas y alcanzables, no hacia quimeras simplistas y anacrónicas.

Es larga la lista de decepciones de los mexicanos de estos últimos años. Los errores que todos cometimos fueron en algunos casos autoinfligidos, en otros, producto de circunstancias ajenas e inamovibles. Se ha implantado en el país un ambiente de cinismo, de incredulidad y de rechazo a la política comprensible, pero incompatible con las tareas que cualquier gobierno de cambio debe plantearse. Hemos descrito aquí un esquema factible y sencillo, susceptible de despertar el entusiasmo de una parte de la sociedad, sin engañar a las otras, escépticas y desilusionadas.

Contabilizar los saldos de los sexenios transcurridos, y de este en particular, conduce a conclusiones irrefutables: el raquítico crecimiento económico, la impunidad, la corrupción y las violaciones a los derechos humanos conforman el núcleo duro de la desesperación de un amplio estamento de la ciudadanía. De ese saldo se deriva una agenda, y una candidatura para llevarla a la práctica. Cierto: hay muchos otros desafíos pendientes: la pobreza, la desigualdad, la violencia, la educación, la competitividad. Enumerarlos todos, sin jerarquía, equivale a proponer abstracciones o milagros. Escoger prioridades conforma el corazón de la política. Aquí hemos elegido algunas y propuesto un camino para realizarlas. Pronto, los partidos, sus candidatos y quienes aspiren a una candidatura independiente presentarán otros proyectos. Ojalá sean mejores. Con una narrativa de gran vuelo y lirismo, serán capaces de movilizar a una sociedad ávida de ilusión y futuro, y harta de mentiras y desengaños. Sólo así.

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