Ego y agenda personal

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Desde que publiqué mi librito Sólo así, colegas de estas y otras páginas editoriales me han conferido una doble distinción. He sido designado como el primer político ocasional/intelectual público permanente con una “agenda personal”, y con un “ego” cuyas dimensiones rebasan con mucho el del común de los mortales y de mis pares.
No es poca cosa. Ambas características no se habían hecho presentes en México. Ni los políticos mexicanos ni nuestros intelectuales poseyeron alguna vez, ni mucho menos divulgaron, una agenda personal. Siempre, desde que México existe, lucharon por ideales, principios, tesis y honores nacionales de manera desinteresada y por completo desvinculada de cualquier ambición personal o deseo de figurar, sin hablar de buscar la promoción de sus ideas o creaciones, o su traducción en cargos públicos.
Sin compararme obviamente con ellos, he escuchado la versión de que Octavio Paz dudó seriamente en aceptar el premio Nobel de Literatura, ya que alguien hubiera podido pensar que procuró obtenerlo por ambición personal y para alentar su inexistente agenda personal. Me han dicho que Carlos Fuentes tenía preparado su discurso a la Jean-Paul Sartre de rechazo al Nobel, si se lo daban, por razones parecidas. Ni caso tiene mencionar a políticos mexicanos pensantes como Jesús Reyes Heroles, David Ibarra o Porfirio Muñoz Ledo, que jamás soñaron con transformar sus propuestas teóricas en políticas públicas ni en ocupar cargos públicos para aterrizarlas. ¿Agenda personal? Impensable.
Es igualmente cierto que la especie a la que pertenezco, a diferencia de casi todas las demás, carece por completo de integrantes provistos de egos descomunales. Los políticos mexicanos, y los intelectuales o comentócratas nacionales —los que salen en televisión, en radio, en columnas, en conferencias, en simposios—, salvo en mi caso, nunca han padecido, afortunadamente, de ningún anhelo de protagonismo. Van de estudio en estudio, de artículo en artículo, de convención en convención, con una gran modestia, siempre humildes en sus propuestas y respuestas, sin afán protagónico alguno. Mi persona aparte, son queridos y admirados por sus lectores, que existen —mucho más numerosos que los míos, por supuesto—, sin ningún tipo de promoción, sino por generación espontánea y por los méritos intrínsecos de su obra (a diferencia de la mía, que cuando alguien la compra, se debe a la cínica utilización de mis espacios públicos para satisfacer el hambre insaciable de ese ego descomunal). Nunca utilizan sus espacios públicos para fines egocéntricos. Cuando aparecen en televisión, en radio, en universidades, en ritos celebratorios de sus 50, 60, 70 u 80 años, lo hacen a regañadientes, apenados, porque los reflectores, la adulación sincera, en una palabra la egolatría, no es lo suyo.
Ante este panorama de humildad y modestia, confieso que la doble distinción otorgada por mis pares me enorgullece. O tal vez me enorgullezca más no pretender otra cosa, y jamás haberle reclamado a un colega su “agenda personal” o su ego desmedido. ¿Cómo son las agendas impersonales y los egos medidos?

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