Jorge Castañeda
Los franceses tiene la costumbre, desde la secundaria por lo menos, de inculcarles a los liceanos una máxima de hierro: lo que está mal dicho, está mal pensado (la traducción es mala y mía). Se refieren a viejos principios filosóficos y nuevas nociones sicoanalíticas y lingüísticas (desde Saussure hasta Lacan): las ideas no existen con independencia de su expresión verbal (o escrita). Si se expresan de manera confusa, desordenada o incomprensible, es porque son confusas o desordenadas.
En muchas ocasiones Enrique Peña Nieto confirma este precepto. Tiene ideas confusas, y las expresa de modo confuso. Habla muy mal, porque piensa de manera desordenada y errática. Pero a veces desmiente a los franceses. Dice algo inteligente y perspicaz, de la peor forma posible. En otras palabras, a diferencia de los seres normales, llega a poseer ideas acertadas, interesantes, pero las manifiesta con los pies. Huelga decir que este don no le ayuda.
Es el caso del ya famoso apotegma de que ningún presidente se levanta en la mañana pensando cómo va a “joder a México”. Detrás de esa pésima formulación, hay varias verdades que llaman la atención. Como, por ejemplo, su también famoso dicho sobre el origen “cultural” de la corrupción en México.
En primer término, es cierto que la indigencia o pubertad democrática de nuestro país lleva a muchos mexicanos a pensar seria y sinceramente que los “malos” presidentes, desde Díaz Ordaz hasta Peña Nieto, buscan fastidiar a los habitantes del país, ya sea porque eran (son) perversos o incompetentes. Mucha gente considera que errores garrafales de nuestros mandatarios –que en general se deducen de nuestro desacuerdo con lo que hacen, no de un análisis de su gestión– son deliberados y conscientes. Buscan perjudicarnos a propósito, y debemos deshacernos de ellos por ese mismo motivo. Procurar corregir este despropósito no es absurdo.
En segundo término, Peña sugiere una semejanza o analogía entre todos los presidentes de México, y tiene razón. Si tomamos a los últimos siete u ocho, de la época moderna digamos, se parecen mucho, tanto en sus virtudes como en lo tocante a sus defectos. Ninguno trató de dañar al país o a sus habitantes; todos lidiaron con situaciones casi inmanejables; disponían de instrumentos similares e insuficientes para gobernar; contaban con ciertos talentos innegables (ningún imbécil llega a la presidencia y sobrevive allí seis años) y encerraban vicios y deficiencias evidentes (son humanos). Pero tanto por vocación como por interés, intentaban enfrentar y resolver los inmensos retos de México. Si ninguno pudo, la respuesta a la pregunta no se esconde en las tinieblas de su personalidad, sino en los laberintos del ser nacional.
Podríamos seguir, pero como prendas bastan estos botones. El problema es que incluso cuando EPN produce un par de ideas llamativas, las echa a perder con su inentendible retórica y sintaxis. En un país donde la labor didáctica es menos necesaria, debido a una larga experiencia democrática, no es tan grave que el único pedagogo nacional no sepa hablar sin texto o teleprompter. En México es devastador. Peña, al igual que sus predecesores, cada uno a su manera, tenían mucho que decirle y enseñarle a la sociedad mexicana. Por distintas razones, no lo hicieron. Empieza a volverse indispensable que el sucesor lo haga. Ojalá las élites lo entiendan, y actúen en consecuencia.