México frente a Trump

Jorge G. Castañeda

Por primera vez desde que Ronald Reagan se dedicó a atacar a la Unión Soviética en 1980, un candidato presidencial norteamericano hizo campaña de manera activa contra los intereses nacionales de otro país. Al amenazar con deportar a todos los inmigrantes indocumentados —aproximadamente la mitad mexicanos—, construir un muro en la frontera con México y acabar con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el cual es más importante para México que para Estados Unidos, Donald Trump convirtió a México en uno de los asuntos centrales de la campaña. No obstante, no pudimos, no supimos, no quisimos participar en la campaña: lo peor de ambos mundos. Después de tanta pasividad e inhibición, debemos partir de una nueva realidad en la relación entre los dos países y las dos sociedades. Sería un gravísimo error hacer como si no hubiera sucedido nada, como si todo fuera a seguir igual.

Se ha generado de manera abierta, explícita y franca —diría yo sincera y desvergonzada— un sentimiento antimexicano en Estados Unidos que, o bien no existía antes, o bien no daba la cara antes. Hoy en día dentro de amplios sectores de la sociedad norteamericana, no sólo en algunas islas de racismo en estados como Arizona y Alabama, o en comunidades como Hazelton, Pensilvania o Butler County, Ohio, o en algunas coyunturas —la propuesta 187 en California, de 1992— ya es aceptable ser abiertamente antimexicano. No antilatino ni antichicano, sino antimexicano: de México vienen los violadores, los narcotraficantes, los asesinos, los “bad hombres”. Este sentimiento obviamente no es mayoritario, pero se ha generalizado. Votaron más de 60 millones de norteamericanos por Donald Trump.

 

Asimismo, ha adquirido derecho de ciudad un sentimiento antilibre comercio. Ya se volvió respetable o razonable ser fuertemente críticos de acuerdos de libre comercio pasados y futuros. Conviene recordar el tercer debate entre Clinton y Trump, cuando en varias ocasiones Trump le espetó a su adversaria que “el NAFTA es el peor acuerdo de la historia de Estados Unidos y tu marido lo firmó”. Hillary no sólo se mantuvo en silencio, sin defender el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, sino que incluso se opuso al hoy moribundo TPP.

En tercer lugar, se ha legitimado en Estados Unidos un sentimiento antimigrante, distinto al sentimiento antimexicano. Se refleja en el deseo de muchos de llevar a cabo deportaciones masivas, de ninguna manera exclusivamente contra mexicanos. El muro, de alguna manera, es esencialmente antimexicano: se ubica en la frontera norteamericana con México y la gran mayoría de los que no cruzarían, de haber un muro, serían mexicanos. En cambio, el sentimiento antimigrante que desemboca en la promesa de deportaciones masivas —a través de lo que Trump llamó un deportation task force— se aplica a los migrantes de manera pareja, no específicamente a los mexicanos.

¿Cómo deberíamos responder los mexicanos a la inminente toma de posesión de Donald Trump? No existe opción seria de diversificación: ni hoy ni desde el Porfiriato. A partir de 1890 más o menos, Estados Unidos pasó a ser el primer socio comercial, financiero, turístico, tecnológico, cultural, académico de México, y desde entonces —ya 120 años— eso no ha cambiado y no va a cambiar, debido a la inercia geográfica y cultural. La respuesta es más integración, no menos. La respuesta es una relación más estrecha, más cercana, más intensa entre México y Estados Unidos, y en la medida de lo posible con Canadá, sobre todo ahora que cuenta con un gobierno tan ilustrado como el de Justin Trudeau. Más integración en varias direcciones.

Primero, en materia de comercio, de salarios y de empleos, tenemos que entender en México, pero también deben entender en Estados Unidos, que sí hay perdedores con el TLCAN: muchos perdedores, en Estados Unidos y en México. Tal vez en ambos países sean minoritarios, pero se trata de minorías significativas. Para ellos había y hay políticas de mitigación, de compensación, de apoyo, de formación, de capacitación en ambos países que no se han puesto en práctica. Mientras su aplicación no ocupe un lugar central en los dos países, se extenderá aún más el sentimiento antilibre comercio o antiglobalización que le dio la victoria a Trump (y al Brexit). Esto abarca también el tema de los salarios en el caso de México, y de los empleos en el de Estados Unidos.

La lógica del TLCAN es infernal: que se mantengan bajos los salarios en México para que los empleos de Estados Unidos se desplacen a México para incrementar la competividad de las empresas y de la región norteamericanas. Esto beneficia a ambos países, pero también los perjudica. En Estados Unidos hay gente que pierde su empleo —un buen empleo— y lo ve sustituido con un mal empleo. En México se mantienen bajos los salarios para atraer inversión norteamericana. Así, a la larga, no sólo no ganan los dos países, sino que pierden. En todo caso, ganan en un registro, pero pierden en otro.

Debe haber algún tipo de negociación entre México y Estados Unidos, entre sus empresas y gobiernos respectivos para alcanzar salarios más elevados mediante acuerdos mínimos —no a nivel nacional sino en determinadas industrias o regiones, una por una— y lograr una hemorragia de empleos menor, más pausada, tomando en cuenta jubilaciones anticipadas, movilidad laboral, y otros factores.

El caso más obvio y más fácil, aunque de ninguna manera desprovisto de complejidad, es la industria automotriz. Hay más de 700 mil trabajadores correspondientes en México, desde autopartes hasta el ensamble final. No todas son norteamericanas, por supuesto, pero la mayoría sí. A los trabajadores de la industria automotriz en México se les pagan salarios inaceptables: de seis mil a ocho mil pesos al mes en promedio y al comienzo —entre poco menos de 300 y 400 dólares mensuales. Un empleado en la misma empresa en Michigan gana casi 30 doláres la hora: dependiendo del tipo de cambio y de horas extra, hasta 30 veces más. La dinámica es insostenible. Por ello, y por muchas otras razones, debemos cambiar. Pero para hacerlo debemos saber con qué canicas contamos y qué actitud deseamos adoptar.

El presidente Enrique Peña Nieto ha optado por un acercamiento no contencioso. Desde su bochornosa invitación a Trump en agosto, en repetidas ocasiones ha intentado satisfacer las exigencias de Trump. Ha aceptado reabrir las discusiones del TLCAN y ha limitado el debate acerca de “el muro” a quién pagará por él… no si debiera construirse. Peña Nieto ha dicho que ayudará a los mexicanos a quienes Trump dice que deportará, pero no ha esgrimido una postura firme contra las deportaciones en sí mismas.

México no tiene por qué apaciguar a Trump así. Puede contraatacar. No ganará todas las batallas, pero podría lograr más mediante la oposición al nuevo presidente, aumentándole el costo de sus políticas antimexicanas. Cuenta con múltiples fichas para hacerlo.

Sobre el TLCAN, México simplemente puede decirle a Washington que no está dispuesto a renegociar el tratado. Hay razones para crear acuerdos secundarios para complementar el tratado y abordar problemas como la devaluación de la moneda, los salarios, energía, derechos humanos, migración, o insituciones permanentes. Pero la idea de renegociar el TLCAN debería ser completamente inaceptable para el gobierno mexicano, por un sencillo motivo: abrir un proceso de esa naturaleza detendría el flujo de inversiones a México por lo menos el tiempo que durara la negociación.

Si el gobierno de Trump decide abandonar el TLCAN en respuesta, pues que así sea. Trump sería responsable de terminar con un acuerdo que mantuvieron tres presidentes estadunidenses, cinco mexicanos y seis primeros ministros canadienses a lo largo de los últimos 22 años y que, a pesar de sus defectos y decepciones, ha funcionado razonablemente bien. La culpa de retirarse del tratado sería suya. Muchos intereses comerciales estadunidenses y diversas fuerzas políticas, incluyendo numerosos republicanos, se resentirían con Trump por hacerlo. El daño a la economía mexicana sería significativo, pero superable. Sin embargo, una renegociación prolongada del TLCAN podría ser aun peor, con años de incertidumbre que desalentarían la inversión en el país.

En cuanto a las deportaciones, contamos con varias opciones. En primer lugar, seguir el ejemplo de la asamblea legislativa de California, que aprobó partidas de varios millones de dólares a principios de diciembre para apoyar a los indocumentados en vías de deportación con abogados, traductores, trabajadores sociales, albergues para sus familias y otras necesidades. Las probabilidades de ganar en una audiencia de deportación si se cuenta con un abogado se multiplican por tres en Estados Unidos. El proceso es largo y doloroso, pero los legisladores californianos le apuestan a la congestión del sistema jurídico migratorio para combatir y detener las deportaciones. México debe hacer lo mismo, de dos maneras.

En primer lugar, el Congreso debe asignar ampliaciones presupuestales importantes para nuestros 50 consulados en Estados Unidos con el fin de contratar más personal local, más abogados, más tiempo-aire en los medios para instar a los mexicanos en vías de deportación a no aceptar la repatriación voluntaria y pelearle en una audiencia y ante los jueces de migración. El propósito debe ser el mismo: sobrecarga el sistema para disuadir a las autoridades norteamericanos de su locura.

En segundo lugar, de la mano con Honduras, El Salvador y Guatemala, México puede afirmar legalmente que recibirá de regreso sólo a quienes Estados Unidos pueda probar que en efecto son mexicanos; los países del Triángulo del Norte pueden hacer lo mismo. Esto tendría que llevarse a cabo mientras se encuentran en Estados Unidos. Ya que muchos inmigrantes mexicanos no autorizados carecen de documentos, esta medida trasladaría el costo político y económico de la deportación de México a su vecino del norte. Habría casos pendientes, litigación y centros de detención abarrotados. Las redes sociales transmitirían escenas de niños separados de sus padres atrapados en el limbo legal. Esto podría equivaler a una catástrofe humanitaria, algo que nadie quiere ver. Pero al igual que con el rechazo a la repatriación voluntaria, la comparación no debe hacerse con el statu quo. En vez de eso, debería realizarse con las millones de deportaciones prometidas por Trump. Puede que a sus simpatizantes no les importe la consumación de esa terrible amenaza, pero a muchos otros estadunidenses sí. El clamor consiguiente podría obligar a Trump a abandonar sus intentos detestables de deportaciones masivas.

¿Y qué hay del muro? Es absurdo que México diga que no le importa mientras no tenga que pagarlo. El gobierno mexicano debería oponerse por completo a su construcción. Construir un muro fronterizo es un acto hostil; enviaría un mensaje terrible al mundo. El costo y el peligro de cruzar sin documentos se elevarían, lo que aumentaría el lucro y las rentas extraordinarias para las mafias del crimen organizado.

Una vez que México anuncie su oposición al muro, debemos recurrir a todas las herramientas legales, ambientales, políticas, sociales, culturales y regionales para detener la construcción. Hay que movilizar a las comunidades binacionales en Arizona, California, Nuevo México y Texas contra la construcción del muro, hasta que el costo de perseverar con esa idea absurda se vuelva demasiado alto para Trump. Las ciudades binacionales, como Ciudad Juárez-El Paso, deberían organizar manifestaciones y presentar demandas para tratar de asegurarse de que un muro hostil construido por Estados Unidos no las divida.

Otra canica: México puede aprovechar la decisión de California de legalizar la marihuana recreativa o lúdica. A pesar de la victoria de Trump, la aprobación de la propuesta en el estado más poblado de Estados Unidos hace que nuestra guerra contra las drogas se vuelva ridícula. ¿Cuál es el propósito de enviar soldados mexicanos para que quemen sembradíos, busquen tráileres y ubiquen narcotúneles si cuando la marihuana llegue a California podrá venderse en el equivalente del Oxxo local? Pero en vista de las agresiones de Trump, existe una razón complementaria para que el país adopte una actitud pragmática de aceptación tácita frente a las exportaciones de marihuana mexicana a Estados Unidos. El gobierno de México no tiene por qué cooperar con un régimen hostil en Washington. En vez de eso, nuestras autoridades simplemente deberían hacerse de la vista gorda.

Contamos con otra ficha: nuestra frontera sur. De acuerdo con varias versiones recientes, después de las elecciones en Estados Unidos se ha producido un incremento significativo en el número de migrantes centroamericanos que han emprendido el peligroso y caro camino hacia ese país. Ahora se trata de familias enteras y de un fenómeno lógico. Trump ha dicho que va a construir su muro, y sería sensato que personas que tienen la intención de algún día irse a Estados Unidos, desde El Salvador, Honduras o Guatemala decidieran emprender el viaje ya, antes de que se erija dicho muro. En vista de que la violencia en esos países persiste, tendría mucho sentido que las personas aterradas por la situación en sus países decidieran irse, estando aún Obama en el poder.

Cuando se produjo la primera ola de menores de edad no acompañados buscando llegar a Estados Unidos, en julio de 2014, el gobierno de Peña Nieto decidió aceptar la solicitud de la Casa Blanca de ayudar a detener el flujo. El razonamiento era atendible. Había que evitar que se desatara una histeria antiinmigrantes en Estados Unidos, justo cuando parecía posible legalizar a millones de indocumentados. Dicho eso, las autoridades mexicanas desistieron de adoptar una de las dos posibles actitudes para cualquier país atrapado en esta situación.

Hubieran podido decidir que para México la mayoría de las personas que proceden del Triángulo del Norte huyen debido a un temor bien fundado de persecución, por sus vidas, sus bienes, sus comunidades, etcétera. Es decir, son refugiados, y deben ser tratados como tales: no deportados, sino protegidos en campamentos de refugiados bajo la supervisión del Alto Comisionado para Naciones Unidas de Refugiados, ACNUR. En todo caso, al término de 30 días deben abandonar el país hacia donde ellos quieran: su país de origen u otro, por ejemplo Estados Unidos. La otra posibilidad era adoptar la actitud de Turquía. Cuando la canciller Merkel le pidió al presidente Erdogan, hace poco más de un año, que detuviera el flujo de refugiados sirios y afganos hacia la Unión Europea, el cínico de Erdogan respondió afirmativamente, pero con varias condiciones: que se reanudaran las pláticas con la Unión Europea (UE) para el acceso de Turquía a la misma, que se eliminara el requisito de visas para nacionales turcos que viajaran a Europa, seis mil millones de euros al año para atender a los refugiados que permanecieran en territorio turco, y una especie de programa de uno por uno con la UE; por cada refugiado que Turquía aceptara de Siria o Afganistán, la UE aceptaba un inmigrante turco.

Hoy no tiene el menor sentido que México le haga el trabajo sucio a Estados Unidos con Trump como su presidente, si éste quiere construir muros, deportar a mexicanos o revisar el Tratado de Libre Comercio. Detener o no a los centroamericanos en la frontera sur o dejarlos pasar libremente hacia la frontera norte debe ser una de las fichas de negociación que México utilice en la confrontación venidera con Trump.

Una penúltima canica consiste en nuestra capacidad de negociar en paquete este conjunto de temas, mientras que los estadunidenses siempre prefieren, y casi siempre sólo pueden, negociar frente por frente. Es cierto que la ortodoxia de la cancillería mexicana, y del priismo en su conjunto, ha tendido a preferir la compartimentalización de los asuntos, supuestamente para que ninguno contamine a los demás. Pero hoy nos conviene mucho más armar un paquete de todas las fichas que hemos enunciado y tratarlas en conjunto. Por varias razones, y una en particular, que convierte la estrategia negociadora en un canica más. En Washington las agencias involucradas en la relación con México suelen ser muchas, independientes, mal coordinadas y en conflicto unas con otras. Más aún al principio de una administración que carece de experiencia en materia internacional. Presentando nosotros un paquete, y ellos llegando separados a la mesa de negociación, llevaremos una ventaja —ciertamente marginal— pero quizás decisiva. Sobre todo si recordamos que para los negociadores mexicanos el tema de Estados Unidos es primordial y objeto de experiencia y de estudio; para los norteamericanos el tema mexicano no lo es.

Una última moneda de cambio en nuestra cartera consiste en las banderas que podemos izar en estas vencidas. Se centra en el tema de los valores, uno de los posibles ejes de la postura mexicana —sociedad y gobierno—, aquí y en Estados Unidos, durante estos años aciagos. Con toda la hipocresía que se quiera, ese país ha sido la cuna, el baluarte y un actor importante de la defensa de los valores de Occidente desde hace dos siglos. Éstos hoy se ven amenazados por Trump y por muchos de los integrantes de su equipo. México puede volverse uno de sus defensores, quizás el primero, por ser nosotros los más afectados por Trump.

¿De qué valores se trata? Para empezar, los derechos humanos y la democracia, y el combate a todas las posturas que los contradicen: el racismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia, el antisemitismo. La defensa del orden jurídico internacional existente, de las organizaciones multilaterales y regionales que lo acompañan, de las ideas aún exageradas de libre comercio, de libre circulación de bienes, capitales y personas, del derecho internacional humanitario, son banderas que México podría adoptar y transformar en la punta de lanza de la resistencia contra Trump.

Habrá muchos países que nos acompañen tanto en América Latina como en Europa, pero al final tenemos que ser nosotros los primeros en levantar la voz a favor de estos valores. Muchos se preguntarán quiénes somos nosotros para hablar de derechos humanos. Hay algo de cierto en eso, pero si dejamos atrás las guerras absurdas de Calderón-Peña y las consiguientes violaciones a los derechos humanos, tal vez sí podamos hablar de ellos.

Esta ficha se relaciona estrechamente con nuestras opciones dentro de Estados Unidos. En la normalidad histórica del nexo entre ambos países nuestra relación privilegiada se concentra de modo inevitable con el Poder Ejecutivo, y dentro del Poder Legislativo, con quienes detentan la mayoría en ambas cámaras. Pero en las circunstancias actuales tal vez resulte más sensato, audaz y viable, dejar en una especie de stand by el vínculo con el Ejecutivo, salvo en lo que sea absolutamente indispensable e inercial, y buscar aliados entre las fuerzas opositoras a Trump para poder defendernos en estos años.

¿Quienes? Primero, al derrotado Partido Demócrata, tanto en sus liderazgos visibles como entre sus representantes en el Congreso, en las gubernaturas, alcaldías y otros puestos de elección popular. Enseguida, a los sectores hispanos, tanto de segunda o tercera generación, así como los ciudadanos mexicanos en Estados Unidos, con o sin papeles. Otros sectores importantes son la iglesia católica, la comunidad judía y algunos sindicatos que si bien pueden no ser nuestros aliados en los temas del TLCAN, sí lo pueden ser en materia migratoria y de deportaciones. Y, en general, todos los demás sectores liberales en Estados Unidos: la mayoría de los medios de comunicación, las universidades, las fundaciones y buena parte de las organizaciones de la sociedad civil norteamericana.

¿Se molestarán los republicanos y el propio Trump con esto? Probablemente sí. ¿Tenemos alternativas? Probablemente no. Algo similar ocurrió entre México y Estados Unidos a propósito de Centroamérica en los años ochenta, durante los conflictos centroamericanos. Los gobiernos de López Portillo y De la Madrid terminaron hablando más y sintiéndose más cercanos a los sectores opositores a las guerras de Reagan en Centroamérica que con el Ejecutivo de Estados Unidos. No es una mala lección. Podría ser útil ahora para México.

Ninguna de esas posturas estará libre de riesgo para México. Podría haber represalias de Estados Unidos, contragolpes en algunas regiones y crisis humanitarias. Un gobierno mexicano débil y poco popular quizás no resista la presión de Trump.

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