México frente al muro de Trump

Jorge Castañeda y Armando Ríos Piter

Al amenazar con deportar a los inmigrantes indocumentados —la mitad mexicanos—, construir un muro en la frontera con México y acabar con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, en inglés), Donald Trump convirtió a México en un asunto central de su campaña. El vecino del sur no pudo, no supo, no quiso responder.

Se ha generado de manera explícita un sentimiento antimexicano en Estados Unidos que no existía antes o no daba la cara. Hoy día, dentro de amplios sectores de la sociedad norteamericana es aceptable ser abiertamente antimexicano. No antilatino ni antichicano, sino antimexicano: de allí vienen los violadores, los narcotraficantes, los asesinos, los “bad hombres”.

Asimismo, ha adquirido derecho de ciudad un sentimiento anti libre comercio. Se volvió razonable ser crítico con los acuerdos de libre comercio pasados y futuros. Conviene recordar el tercer debate entre Hillary Clinton y Donald Trump, cuando en varias ocasiones este le espetó a su adversaria que “el NAFTA es el peor acuerdo de la historia de Estados Unidos y tu marido lo firmó”. Hillary guardó silencio.

En tercer lugar, se ha legitimado un sentimiento antimigrante, distinto al antimexicanismo. Se refleja en el deseo de muchos de llevar a cabo deportaciones masivas, no sólo de mexicanos. La ira antimigrante que desemboca en la promesa de deportaciones masivas se aplica a todos.

¿Cómo deben reaccionar los mexicanos? No disponemos de una opción seria de diversificación: ni China, ni Europa, ni América Latina. La respuesta es más integración, no menos. Una relación más estrecha, más intensa entre México y Estados Unidos y, en la medida de lo posible, con Canadá.

Primero, en materia de comercio, de salarios y de empleos, es preciso entender que sí hay muchos perdedores con el NAFTA. Tal vez en ambos países sean minoritarios, pero se trata de minorías significativas. Para ellos, existen políticas de mitigación, de compensación, de apoyo, de capacitación que no se han puesto en práctica. Mientras su aplicación no ocupe un lugar primordial, se extenderá aún más el citado sentimiento anti libre comercio. Esto abarca también el tema de los salarios en México y de los empleos en Estados Unidos.

La lógica del NAFTA es infernal: que se mantengan bajos los salarios en México para que los empleos de Estados Unidos se desplacen a México y se incremente la competitividad de las empresas en América del Norte. Esto beneficia a ambos países, pero también los perjudica. En Estados Unidos hay quien pierde un buen empleo y lo ve sustituido con uno malo. En México se comprimen los salarios para atraer inversión norteamericana. A la larga, los dos países ganan en un registro, pero pierden en otro.

Debe haber una negociación entre México y Estados Unidos para alcanzar salarios más elevados mediante acuerdos mínimos en determinadas industrias o regiones, una por una. Se logrará una menor y más pausada hemorragia de empleos, fomentando la convergencia salarial de ambas sociedades.

El caso más obvio es la industria automotriz. Ocupa a más de 700.000 trabajadores en México, desde componentes hasta el ensamble final. Perciben salarios inaceptables: de 300 a 400 dólares al mes de promedio y al comienzo. Un empleado de la misma empresa en Michigan gana casi 30 dólares la hora: dependiendo del tipo de cambio y de horas extra, hasta 30 veces más. Esta dinámica es insostenible. Para cambiarla es indispensable saber con qué canicas contamos.

El presidente Enrique Peña Nieto ha optado por un acercamiento no contencioso con Trump. Desde su bochornosa invitación al entonces candidato, ha intentado satisfacer sus exigencias. Ha aceptado reabrir las discusiones del NAFTA y ha limitado el debate acerca del “muro” a quién pagará por él…, no si debiera construirse. Ha dicho que ayudará a los mexicanos deportados, pero no ha esgrimido una postura firme contra las deportaciones en sí mismas. México no tiene por qué apaciguar a Trump así. Puede contraatacar. No ganará todas las batallas, pero puede elevarle el coste de sus políticas antimexicanas.

Sobre el NAFTA, México debe decirle a Washington que no quiere renegociarlo. Se pueden crear acuerdos secundarios para complementar el tratado y abordar nuevos temas o algunos viejos que no se incluyeron. Pero la renegociación debería ser inaceptable: abrir un proceso de esa naturaleza detendría el flujo de inversiones a México por un buen tiempo.

Si el Gobierno de Trump decide abandonar el TLCAN en respuesta, que así sea. Trump sería responsable de terminar con un acuerdo que ha durado 22 años y que, a pesar de sus defectos y decepciones, ha funcionado razonablemente bien. Muchos intereses comerciales estadounidenses y diversas fuerzas políticas, incluyendo numerosos republicanos, se resentirían. El daño a la economía mexicana sería significativo, pero superable. Una renegociación prolongada del NAFTA sería peor.

En cuanto a las deportaciones, también hay alternativas: seguir el ejemplo de la legislativa de California y la ciudad de Los Ángeles, que asignaron varios millones de dólares para apoyar a personas en vías de deportación con abogados, traductores y trabajadores sociales. Las probabilidades de ganar en una audiencia de deportación si se cuenta con un abogado se multiplican. El proceso es largo y doloroso, pero los californianos apuestan por la congestión del sistema jurídico migratorio para combatir las deportaciones. México debe hacer lo mismo. El Congreso debe aumentar el presupuesto de nuestros 50 consulados en Estados Unidos para más personal local, abogados, espacio en los medios para instar a los mexicanos en vías de deportación a pelear ante jueces de migración. El propósito: sobrecargar el sistema para disuadir a las autoridades norteamericanos de su locura.

Enseguida, de la mano de Honduras, El Salvador y Guatemala, México puede recibir sólo a deportados que Estados Unidos compruebe que en efecto son mexicanos. Los países del Triángulo del Norte pueden hacer lo mismo. Esto tendría que llevarse a cabo en Estados Unidos. Como muchos migrantes mexicanos no autorizados carecen de documentos, esta medida trasladaría el coste político y económico de la deportación de México a su vecino del norte. Las redes sociales transmitirían escenas de niños separados de sus padres atrapados en el limbo legal.

Pero al igual que con el rechazo a la repatriación voluntaria, la comparación no debe hacerse con el statu quo. Debe realizarse con los millones de deportaciones prometidas por Trump. A sus simpatizantes no les importará la consumación de esa amenaza, pero a muchos otros estadounidenses sí. Podría Trump abandonarla.

Sobre el muro, es absurdo que México diga que no le importa mientras no lo pague. El Gobierno mexicano debe oponerse a su construcción. Erigir un muro fronterizo es un acto hostil. El coste y el peligro de cruzar sin documentos se elevarían, lo que aumentaría el lucro y las rentas extraordinarias para las mafias del crimen organizado.

Una vez que México anuncie su oposición al muro, debemos recurrir a todas las herramientas legales, ambientales, políticas, sociales, culturales y regionales para detener la construcción. Hay que movilizar a las comunidades binacionales en Arizona, California, Nuevo México y Texas contra la construcción del muro, hasta que el coste de perseverar con esa idea absurda se eleve.

Asimismo, México puede aprovechar la reciente decisión de California de legalizar la marihuana recreativa. Dicha decisión en el Estado más poblado de Estados Unidos vuelve ridícula nuestra guerra contra las drogas. ¿Cuál es el propósito de enviar soldados mexicanos a quemar sembradíos y ubicar narcotúneles si cuando la marihuana llega a California se vende en cualquier dispensario? El Gobierno de México no tiene por qué cooperar con un régimen hostil en Washington; las autoridades deberían hacer la vista gorda frente a nuestras exportaciones de marihuana.

Contamos con otra ficha: la frontera sur. A partir de las elecciones en Estados Unidos, se ha producido un incremento significativo en el número de migrantes centroamericanos emprendiendo el peligroso camino hacia ese país. Ahora se trata de familias enteras. Trump ha dicho que va a construir su muro, y sería sensato que personas con la intención de irse a Estados Unidos desde Centroamérica adelanten su viaje.

Cuando se produjo la primera ola de menores de edad no acompañados a Estados Unidos, en julio de 2014, el Gobierno de Peña Nieto aceptó la solicitud de la Casa Blanca de contener el flujo. El razonamiento era atendible. Había que evitar que se desatara una histeria antiinmigrante en Estados Unidos, justo cuando parecía posible legalizar a millones de indocumentados. Se podía entender que México apoyara a Obama en ese momento, aunque muchos de los niños fueran calificados como refugiados, y Peña Nieto no haya pedido nada a cambio.

Hoy no tiene sentido que México le haga el trabajo sucio a Estados Unidos si su presidente construye muros, deporta a mexicanos o revisa el Tratado de Libre Comercio. Detener a los centroamericanos en la frontera sur o dejarlos pasar hacia la frontera norte debe ser una de las fichas de negociación que México utilice en la confrontación venidera.

Una penúltima canica consiste en nuestra capacidad de negociar en paquete este conjunto de temas, mientras que los estadounidenses prefieren negociar por partes. La ortodoxia de la cancillería mexicana ha tendido a optar por la compartimentalización, para que ningún tema contamine a los otros. Hoy nos conviene más armar un paquete. En Washington, las agencias involucradas en la relación con México suelen ser muchas, independientes y conflictuadas unas con otras. Recordemos que, para los negociadores mexicanos, el tema de Estados Unidos es fundamental y objeto de experiencia y de estudio; para los norteamericanos, el tema mexicano no lo es.

Una última moneda de cambio consiste en las banderas que podemos izar. Con toda la hipocresía que se quiera, Estados Unidos ha sido la cuna y el baluarte de los valores de Occidente desde hace dos siglos. Estos hoy se ven amenazados por Trump. México puede volverse uno de sus defensores, por ser nosotros los más afectados.

¿De qué valores se trata? Para empezar, los derechos humanos la democracia, y el combate a todas las posturas que los contradicen: el racismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia, el antisemitismo.

La defensa del orden jurídico internacional existente, de las organizaciones multilaterales y regionales que lo acompañan, de las ideas de libre comercio y de la libre circulación de bienes, capitales y personas, del derecho internacional humanitario, son banderas que México podría utilizar en la resistencia contra Trump.

Habrá muchos países que nos acompañen, tanto en América Latina como en Europa. Algunos se preguntarán quiénes somos para hablar de derechos humanos. Hay algo de cierto en eso, pero, si dejamos atrás las guerras absurdas contra las drogas, tal vez sí podamos abordarlos.

Esta ficha se relaciona estrechamente con nuestras opciones dentro de Estados Unidos. En México siempre se ha privilegiado la relación con el poder ejecutivo de Estados Unidos, y dentro del poder legislativo, con quienes detentan la mayoría. Pero en las circunstancias actuales tal vez resulte más sensato dejar en una especie de stand by el vínculo con el Ejecutivo, salvo en lo que sea absolutamente indispensable, y buscar aliados entre las fuerzas opositoras a Trump para poder defendernos.

¿Quienes? Primero, al derrotado Partido Demócrata, en sus consagrados liderazgos y en los incipientes. Enseguida, a los sectores hispanos, tanto de segunda o tercera generación, así como los ciudadanos mexicanos en Estados Unidos, con o sin papeles. Otros sectores importantes son las iglesias, la comunidad judía y algunos sindicatos aliados nuestros en materia migratoria. Y, en general, todos los demás sectores liberales en Estados Unidos: la mayoría de los medios de comunicación, las universidades, las fundaciones y organizaciones de la sociedad civil norteamericana.

¿Se molestarán los republicanos y el propio Trump con esto? Probablemente, sí. ¿Tenemos alternativas? Probablemente, no.

Algo similar ocurrió entre México y Estados Unidos a propósito de Centroamérica en los años ochenta, durante los conflictos centroamericanos. Los Gobiernos mexicanos terminaron hablando más y sintiéndose más cercanos a los sectores opositores a las guerras de Ronald Reagan en Centroamérica que con el Ejecutivo de Estados Unidos. No es una mala lección.

 

Jorge G. Castañeda, exministro de Exteriores de México, es profesor de Ciencias Políticas y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York. Armando Ríos Piter, licenciado en Derecho y Economía, es senador del PRD en México.

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