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Los tiempos del TLC, de Trump y de Peña Nieto

El Financiero

Jorge G. Castañeda

Por buenas y malas razones, el gobierno mexicano prefiere concluir con el de Estados Unidos las negociaciones en materia comercial antes de fin de año. Sin entrar a la consideración de los motivos involucrados, quisiera subrayar un primer obstáculo para que eso suceda, y una primera consecuencia negativa.

Hace unos días comenzó el receso de Semana Santa del Congreso norteamericano. Vuelven hasta el 24 de abril. Será hasta entonces, en el mejor de los casos, que empezarán a considerar el nombramiento de Robert Lighthizer como Representante Especial de Comercio Internacional (USTR), primero en comisiones y después en el pleno. Él fungió como cabildero de los gobiernos extranjeros hasta hace poco, y por lo tanto requiere de un permiso especial para ser ratificado. Dicho permiso debe solicitarlo el Poder Ejecutivo. Mientras no lo pida, no será aprobado; mientras no sea ratificado, los demócratas (minoritarios) en la Comisión de Finanzas del Senado se niegan a recibir la carta de intenciones del gobierno que echaría a andar el reloj de los 90 días para iniciar las negociaciones con México y Canadá. De modo que es poco probable que el plazo arranque antes de principios de mayo, y concluirá, en la hipótesis más favorable, a principios de agosto. El secretario de Comercio estadounidense ha afirmado, por un lado, que las negociaciones tardarían un año; y por el otro, que puede ser menos. Antes de principios de 2018, se antoja difícil que culminen. Y se sabe que en año electoral en Estados Unidos, es casi imposible que se apruebe un acuerdo comercial. En una próxima entrega examinaremos lo que eso puede significar para México.

La consecuencia más ominosa para nosotros de esta recalendarización del tema comercial yace en la integración de la llamada negociación… integral. Como en muchos otros asuntos, desde que Videgaray llegó a la Cancillería, el gobierno ha mostrado una mayor disposición a atender sugerencias de otros: amigos, críticos u opositores. La negociación en paquete es una de ellas. El problema es que la separación en el tiempo de los temas de seguridad –esto es, migratorios, de guerra contra el narco, antiterrorismo y el muro– con los comerciales puede dificultar enormemente la “integralidad”. En particular, obstaculiza la vinculación entre los dos grandes rubros.

Existen dos caminos de vinculación. Uno, el que parece haber escogido el gobierno de México, consiste en condicionar la continuidad de la cooperación en el conjunto de rubros de seguridad a una actitud constructiva y moderada de Washington en la renegociación del TLCAN. Si hay buena voluntad norteamericana en comercio, persistirá la buena disposición mexicana en seguridad. En todo caso, una mayor cooperación quedaría sujeta a resultados concretos –y muy ulteriores– en seguridad. La otra vía, parecida a la que acaba de esbozar Trump frente a China, es la inversa. Si Beijing arregla el tema de Corea del Norte, EU negociará con mayor flexibilidad los asuntos comerciales; si no, no. México podría –y debiera– hacer lo mismo. Por lo pronto, suspender partes o la totalidad de los esquemas de cooperación, hasta ver si se comprueba la buena voluntad estadounidense en el TLCAN; si no se corrobora está última, no se reanudan las primeras.

Los dos caminos contienen riesgos y dificultades innegables. El primero padece los efectos del calendario: las reglas de origen se negociarán a fin de año, las deportaciones ocurren ahora. El segundo puede ser visto en Estados Unidos como un chantaje –lo es, por cierto– y ello nos enemistaría con posibles aliados dentro de ese país. Si los tiempos esperados por la SRE y Economía se cumplieran, quizás la primera opción resultaría preferible. De no ser el caso, la segunda se vuelve más atractiva, porque parece remota la posibilidad de poner en práctica una postura de enfrentamiento con Washington por un gobierno tan debilitado como el de Peña Nieto, ya en plena campaña electoral de 2018. No está fácil.

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