Jorge G. Castañeda
Saco tres conclusiones de las elecciones francesas de ayer. En primer lugar, el bastión de las libertades que ha sido Francia desde hace más de dos siglos, sigue intacto. En última instancia, como diría Louis Althusser, mi maître à penser de los años 70, los franceses siempre hacen lo debido. En ocasiones –la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Argelia, la descolonización– la última instancia llega tarde. Pero llega.
Por más de 30 puntos porcentuales, el electorado francés rechazó al neofascismo de Marine Le Pen, a pesar de una participación más baja que en otros comicios, que debió favorecerla a ella. El baluarte francés aguantó vara, aunque 11 millones de votos por una candidata de ultraderecha, antisemita y xenófoba, no es un asunto menor. La posición de Jean-Luc Mélenchon, el candidato de izquierda que se negó a apoyar a Emmanuel Macron, recordándonos a quienes lo estudiamos la postura del Partido Comunista alemán (KPD) en 1933 frente a Hitler, tampoco obstó para que Macron ganara.
Segunda lección: en regímenes presidenciales, la segunda vuelta cuenta. La sabiduría del general De Gaulle perdura. Macron derrotó por 3% al neofascismo en la primera vuelta; venció por 30% en la segunda. El mandato y el rechazo, imposibles más claros. Con pinzas en la nariz, o aguantando la respiración “a chile pin-to”, los votantes de izquierda (en un 50%) y de centro-derecha (en una proporción ligeramente menor) sufragaron por un candidato de segunda mesa, carismático pero insulso programáticamente hablando, cuya gran virtud fue ser preferible a la alternativa. En términos churchilianos: el peor de todos, con la excepción de los demás. Es la lógica de la segunda vuelta, en los países con regímenes presidenciales, cultura política e historia democrática. Y los que no, no.
Tercera enseñanza: es la era del outsider electoral, sea o no elitista, sea o no independiente desde el punto de vista jurídico o financiero, joven o viejo, de izquierda o de derecha, a condición que “muerda” en todos los segmentos del electorado. Trump, Macron, López Obrador por ahora, el Brexit, son todos personajes y posturas triunfantes y objetivamente elitistas, partes indiscutibles del establishment político, económico y cultural de cada país, pero que por una razón u otra, canalizan el sentimiento antiestablishment de una parte del electorado. El tema es la identidad de los outsiders, en cada caso.
El de Francia demuestra que en el país casi-cuna de los partidos políticos (de los actuales, el Socialista fue fundado como Sección Francesa de Internacional Obrera, por Jean Jaurés, en 1905), bajo determinadas condiciones, un candidato independiente o sin partido puede ganar una elección presidencial. En México, una parte de esas condiciones están dadas.
Hay una partidocracia desacreditada (más que en Francia), un hartazgo ciudadano con la clase política (más que en Francia), una terrible mediocridad de candidaturas sistémicas (desde el PRI hasta Morena) y una coyuntura económica, social e internacional adversa (más que en Francia). Pero existen otros problemas.
En México, la cancha no es pareja, y no se emparejó. La cantidad de firmas necesarias; la astringencia de recursos públicos y de acceso a medios masivos de comunicación; la multiplicidad de candidaturas independientes, más o menos autónomas; la renuencia o franca negativa de los sectores pudientes de apoyar a alguna; la reticencia, o la clara repugnancia, que todos los posibles candidatos independientes (no los soñados) le provocan al 99% de la comentocracia: todo ello dificulta enormemente que alguien aproveche esta coyuntura tan favorable.
Por último, se necesita un candidato, como Macron, que prenda y movilice a la gente, aunque sólo sea contra la alternativa. Una primera condición para ello es que esa candidatura sea única. En ausencia de una segunda vuelta legal, lograrlo implica una gran madurez de los posibles para encontrar una fórmula de selección. No se pudo.
Al cabo de más de un año de esfuerzos considerables, me resulta evidente que, por las razones que sean, no existen las condiciones para que ese candidato único sea yo. Sin embargo, creo que otros pueden llenar los requisitos: de frescura, de pluralidad de simpatías, de convocatoria. Uno en particular: El Jaguar. Sería mezquino y demasiado conforme al fenotipo del intelectual mexicano reconocer que yo no puedo ser, pero no apoyar a quien si puede. No soy de allí. Por eso Ríos Piter cuenta con todo mi apoyo, en esta batalla que apenas comienza.