El lamento de los deportados

El Financiero

Jorge G. Castañeda

Ayer tuvo lugar el cuarto foro de la iniciativa Agenda migrante, que coordinamos Eunice Rendón y yo. El tema –y los principales participantes– fue los mexicanos deportados de Estados Unidos. Joaquín López-Dóriga, Carlos Puig y Paola Rojas moderaron las mesas, y asistieron, como a las reuniones anteriores de México, Phoenix y Chicago, funcionarios de la Cancillería, en particular Carlos Manuel Sada, Subsecretario para América del Norte, de la Secretaría de Gobernación, legisladores como Cecilia Soto, Claudia Corichi y Armando Ríos Piter y académicos como Rafael Fernández de Castro. Podemos sacar tres conclusiones del encuentro.

En primer término, más allá de una aparente reducción en el número de deportaciones este año, en comparación con 2016, el perfil del deportado está cambiando. Son ligeramente menos que antes, pero la proporción que proviene del interior de Estados Unidos, a diferencia de aquellos detenidos por CBP y la Patrulla Fronteriza en la línea o cerca de ella, ha aumentado. En otras palabras, el tiempo promedio que los deportados llevan en Estados Unidos ha crecido; las separaciones familiares también, y el alejamiento de México –en el tiempo y en el espacio– de los deportados se ha incrementado. Las deportaciones de Trump, por ahora, son menos que las de Obama, pero son más dolorosas.

En segundo lugar, y por estas mismas razones, se ha agudizado el sentimiento de no pertenencia, de extranjería, de indefensión o de franco mal trato que describen los deportados al llegar a México. Desde el bullying a los niños que no hablan bien español, hasta la renuencia de empresas mexicanas a contratar a personas de más de 45 años o a jóvenes con tatuajes, los recién llegados se sienten discriminados, rechazados o incluso repudiados por quienes son sus compatriotas, y al mismo tiempo no lo son. Los deportados son mexicanos, sin duda, pero han pasado buena parte de sus vidas fuera de México. Muchos de ellos pueden vivir en Estados Unidos como si fuera México –comida, telenovelas, futbol, música, idioma, religión– pero no es México. Muchos ya no tienen familiares en México, y casi ninguno posee papeles o arraigo. Asegurar su inserción significa, en primer lugar, garantizarles un sentido de pertenencia: emocional y documental.

En tercer término, es evidente que los pleitos entre precandidatos del PRI a la Presidencia ha afectado seriamente el trabajo de diversas dependencias en materia de atención a deportados. Gobernación sencillamente no existe. El Instituto Nacional de Migración y su titular se dedican a hacer el trabajo sucio de Estados Unidos en la frontera sur, o a llevar la fiesta en paz en la frontera norte, sin preocuparse mayormente de los deportados. En contraste con la Secretaría de Relaciones, que gracias a los senadores de Operación Monarca ha conseguido recursos adicionales, y comienza a ejercerlos en los 50 consulados de México en Estados Unidos, Segob se desentiende de las deportaciones.

Hace casi seis meses, en diciembre, varios legisladores, comunicadores y académicos sugirieron medidas concretas para la atención a deportados. Primero que nada “cacharlos” en los 11 puntos de entrada fronteriza y en el aeropuerto de la CDMX. Casi todos los deportados pasan necesariamente por estos 12 filtros; allí se les puede apoyar; ya después, resulta mucho más difícil y costoso. Pero en lugar de que Gobernación haya colocado ya allí los módulos del INE, del Seguro Popular, de Bansefi y de los principales gobiernos estatales de destino, el INAMI, en el mejor de los casos, les entrega a los deportados un inútil oficio de repatriación. Con dicho “documento” (que no es tal), no pueden ni cambiar dólares en un banco ni tomar un vuelo dentro de la república ni obtener un celular ni entrar en varios edificios públicos. Los deportados le reclamaron amargamente en el foro a la encargada del programa Somos mexicanos de la Segob que lo que les dan, cuando se los dan… no sirve de nada.

Fueron mucho más creíbles los reclamos, que la defensa de la funcionaria indefensa de Bucareli. Pero a decir verdad, no le tocaba a ella dar la cara. A quienes les correspondía la tarea, les pasó de noche.

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