Seguridad y elecciones no se llevan

El Financiero

Jorge G. Castañeda

Es obvio que el país vive una nueva crisis de violencia e inseguridad, como en los peores momentos de 2011. Se han comentado ya hasta el cansancio los índices de homicidios dolosos por cien mil habitantes, de secuestros, etcétera; han alcanzado los niveles que se vivieron durante el apogeo de la guerra de Calderón. Y también es un hecho que los casos emblemáticos, como el de Javier Valdez, en Culiacán; el de Miroslava Breach, en Chihuahua, y el de Miriam Rodríguez, en Coahuila, comienzan a proliferar nuevamente. Al mismo tiempo, también es obvio que la operación política del gobierno de Peña Nieto deja mucho que desear, ya que existe una descoordinación cada vez mayor entre las distintas dependencias que tienen que ver con la seguridad, con la relación con Estados Unidos o con las elecciones, ya sea en el Estado de México este año, ya sea a nivel federal en 2018.

Uno de los aciertos de Fox como presidente –y son más de los que se le reconocen, sobre todo a la luz del extraordinario éxito de sus sucesores– fue haber separado la función de seguridad, que anteriormente se ubicaba en la Secretaría de Gobernación, de la función política que siguió radicada en Bucareli durante su sexenio. En cualquier país más o menos democrático, las dos funciones se localizan en dependencias distintas, aunque haya, lógicamente, cierta duplicidad de funciones en distintos momentos o con distintas personalidades. Calderón tuvo la sensatez de mantener la separación y la insensatez de entregarle la seguridad del país a un policía de cuarto nivel como Genaro García Luna. Pero Peña, en su ingenuidad y desidia, decidió reunificar las funciones bajo la égida de la Secretaría de Gobernación y de un político de gran altura, visión de estadista, de una formación innegable, y de una experiencia nacional incomparable como Miguel Ángel Osorio Chong. Ya hablando en serio, el error fue de Peña, no de Chong. Ni Fouche hubiera podido con el paquete que Peña le encargó a Gobernación: la política, la seguridad, los gobernadores, las iglesias, la migración, la ventanilla única con EU, más lo que se acumule.

Hoy en día, el tema se complica. El caos de seguridad se combina con la complejidad de la relación con Estados Unidos y la organización de las elecciones de 2018, por lo menos en lo que se refiere al gobierno y al PRI, que es mucho. En 1987, según muchas de las personas que pude entrevistar para mi libro La Herencia: arqueología de la sucesión presidencial, Miguel de la Madrid –y a su manera Carlos Salinas– cometieron el error de dejar a un precandidato priista derrotado
–Manuel Bartlett– en su cargo: la Secretaría de Gobernación. Todo lo demás es historia: ¿cómo permitió que los partiditos paleros se aglutinaran detrás de la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas?, ¿cómo Gobernación no fue informando del crecimiento de dicha candidatura?, ¿y cómo el mismo día de las elecciones, Manuel Bartlett sacó al buey de la barranca después de haberlo casi ahogado y ensuciado al máximo?

En 1993, Salinas trató de no cometer el mismo error. Nunca hay que dejar a un precandidato derrotado como responsable de la totalidad o de una parte del destino del precandidato victorioso. Provocó o exigió la renuncia de Manuel Camacho como regente de la Ciudad de México, después de haber destapado a Luis Donaldo Colosio, porque no pensaba dejar la elección del Distrito Federal en manos de Camacho. Semanas después, con el alzamiento en Chiapas, las cosas fueron cambiando, pero la decisión inicial no fue equivocada. Supongo que Peña Nieto ha estudiado con todo detalle estos antecedentes; ha conversado con los interesados, muchos de los cuales no sólo viven, sino que siguen siendo miembros activos de la política nacional. No tiene el menor sentido dejar a los aludidos –a pesar de las mejores intenciones conscientes– en cargos donde pueden perjudicar, de manera inconsciente, a los ganadores. En este caso, el dilema se multiplica porque abarca también el de la seguridad.

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