“Para que la droga no llegue a tus hijos” (bis)

El Financiero

Por fin se publicó un resumen de prensa de la Encuesta de Consumo de Drogas Ilícitas, Alcohol y Tabaco de 2016. El estudio anterior, aún denominado de adicciones, se levantó en 2011 y se divulgó en 2012; la Comisión Nacional contra las Adicciones (Conadic) se tardó cinco años en entregar datos nuevos. Suponiendo que la pesquisa se realizó con la misma metodología y seriedad (o falta de ella) que en los levantamientos anteriores, se entiende que el gobierno se haya colgado tanto.

Primer dato: entre 2011 y 2016, el número de personas que reconocieron haber consumido drogas ilícitas por lo menos una vez en la vida pasó de 5.7 millones a 8.4 millones, un incremento de 47%. Si recordamos que en estos cinco años la población mexicana de 12 a 65 años de edad aumentó entre 9 y 10 por ciento, tenemos un crecimiento de aproximadamente 6% al año. Se trata de una tasa importante, pero no alarmante, que revela que los supuestos esfuerzos enormes de este gobierno y del anterior para que “la droga no llegue a tus hijos” han sido por completo fútiles. Casi 200 mil muertos, probablemente 100 mil millones de dólares de gasto adicional, 30 mil desaparecidos y un desprestigio internacional incalculable, a cambio de un incremento en el uso de drogas apenas inercial. ¡Qué gran idea!

Pero más importante: nuestra propensión por las drogas es… muy inferior a la de países más ricos… y más pobres. Nuestra incidencia –personas que hayan probado drogas ilícitas por lo menos una vez en su vida– es de 6.7%, según esta última encuesta. El promedio mundial, de acuerdo con la Oficina de la ONU en Viena, en 2015, fue de 5.3%. En Estados Unidos y Canadá, la tasa fue de 20.3%; más del triple de México. En América Latina –sin México– la cifra alcanzó 15.8% en 2015; en Europa, 8.1%.

En otras palabras, México se encuentra muy por debajo de los niveles de consumo de drogas de otras regiones del mundo, más prósperas o menos. Si nos fuéramos a otros indicadores, como por ejemplo el número de personas que haya consumido estupefacientes ilícitos por lo menos una vez durante el último año, las comparaciones serían iguales. México es un pequeño consumidor, sobre todo dado su PIB per cápita (el segundo de América Latina), las dimensiones de su clase media, su cercanía a Estados Unidos, y la magnitud del turismo norteamericano en el país.

Que estos promedios escondan innumerables tragedias humanas y familiares, ni duda cabe. Que haya cifras desglosadas –jóvenes, mujeres, habitantes fronterizos, etc.– donde los incrementos son mayores, también. Y por último, que entre usuarios una vez en la vida, durante el último año figuren un número importante de adictos, desde luego que es cierto. La pregunta no es esa.

Sobre lo que conviene interrogarse como sociedad –y no como interlocutores individuales de interminables anécdotas– es si el costo de la guerra contra las drogas se justifica a nombre de estos grados absolutos de consumo, o de estas tasas anuales de crecimiento. Por supuesto que no se trata de la única justificación esgrimida por sus partidarios, sinceros o tontos útiles. Pero es una justificación que no vale gran cosa, ni por un lado ni por el otro. Si recordamos que el mes de mayo fue el más violento de la historia reciente de México –desde 1997– habría razones para dudar si el pretexto del combate a la violencia sí vale como excusa. Parece que no.

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