Jorge G. Castañeda
La publicación de una especie de versión estenográfica del diálogo por teléfono entre Enrique Peña Nieto y Donald Trump aporta valiosas lecciones en muchas direcciones diferentes. Ya se ha dicho lo esencial al respecto; aquí sólo quisiera reiterar, con mayor precisión, lo que ya traté de exponer.
Peña no se manejó mal. Se vio bien preparado para responder a la mayoría de los temas que su equipo supuso que suscitaría su interlocutor, y lo hizo ciñéndose a un guión ciertamente defensivo, pero sencillo y eficaz. En efecto, como lo han señalado algunos, como Agustín Basave, no supo qué decir cuando Trump se refirió en términos despectivos a las Fuerzas Armadas mexicanas, o cuando estableció una falsa amalgama entre la epidemia de opioides que padece hoy Estados Unidos, y la producción de drogas en México. Pero en general, se desempeñó mejor de lo que muchos esperábamos.
El problema no estriba en lo que Peña dijo, sino en sus silencios sustantivos. Y aunque la conversación tuvo lugar hace seis meses, esos silencios perduran. Se trata, claramente, de la falta de agenda mexicana con Washington, y la reacción puramente defensiva, negativa o pasiva, del gobierno ante las embestidas norteamericanas. A lo largo de los últimos 50 años, distingo tres momentos en los que México no sólo reaccionó ante la agenda estadounidense, sino cuando activamente propusimos nuestra propia agenda. El primero fue entre 1979 y 1985, durante los sexenios de López Portillo y De la Madrid, cuando tuvimos una agenda centroamericana activa, vigorosa y explícita. El segundo fue a propósito del TLC, propuesta de Carlos Salinas, ante la cual reaccionaron primero Bush padre y después Clinton. El tercero se produjo durante el sexenio de Fox, cuando México propuso a Bush hijo y empujó un acuerdo y/o una reforma migratoria integral con Estados Unidos. Hoy no tenemos agenda propia, proactiva y clara.
¿Qué significa? Simplemente que más allá de los lugares comunes (“ganar-ganar”), de los deseos piadosos (hay que terminar pronto), de los deseos abstractos (una negociación integral) y de repetidas negativas (Freud enloquecería ante tanta “denegación”: no aceptaremos aranceles, cuotas, humillaciones, intromisiones, etc.), el gobierno de Peña no le ha formulado explícita y públicamente al de Trump lo que quiere, no lo que no quiere. Esto se notó de manera dolorosa en la conversación telefónica.
Plantear lo que uno desea no significa lograrlo todo, ni que uno siquiera piense que alcanzará todas las metas. Pero sí implica formular propuestas específicas, ambiciosas, poco realistas si se quiere, pero que permitan orientar la negociación en una dirección diferente. Para no ir más lejos, repito tres ideas al respecto.
Primero: incluir la libre circulación de la mano de obra en el TLCAN, con etapas y techos si se quiere, enfatizando más los flujos futuros que los acervos anteriores si se prefiere, pero como un interés nacional mexicano primordial. Segundo: atender la crisis centroamericana a través de una especie de Plan Marshall de Estados Unidos para el Triángulo del Norte, con el objetivo de disminuir el crimen y la violencia, la corrupción y la pobreza, y la incapacidad estatal de control territorial. Tercero: trabajar juntos para que México obtenga la autorización de los organismos internacionales encargados de droga (la JIFE en particular) para sembrar y procesar legalmente, como varios otros países, campos de amapola para la producción de morfina y otros opiáceos, y reducir de esa manera el impacto en México de la epidemia en Estados Unidos.
Esta es una propuesta de agenda. No incluye temas estrictamente comerciales, aunque seguramente tenemos mucho que plantear al respecto. ¿No nos gusta? Inventemos otra. Pero no nos demos gato por liebre: desear buenas relaciones entre México y Estados Unidos no es una agenda. Es puro rollo.