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Cuál es el legado del Che Guevara cincuenta años después de su muerte

Jorge G. Castañeda

Ernesto Che Guevara murió hace cincuenta años en las tierras agrestes de Bolivia, cerca de Vallegrande. Fue capturado en Quebrada del Yuro, un barranco árido cercano al pueblo de La Higuera, donde pasó su última noche en una pequeña escuela, que aún sigue ahí. A la mañana siguiente fue ejecutado por órdenes del presidente boliviano y el oficial de la CIA que estuvo presente durante su interrogatorio. Su cuerpo fue llevado en avión a Vallegrande, donde se exhibió a la prensa. Ahí fue donde se tomó la icónica fotografía de un Guevara parecido a Jesucristo que se hizo famosa, junto con la que Alberto Korda le tomó en La Habana en 1960, en la que se le ve con su boina con una estrella. Aparece ahora en millones de camisetas y afiches en todo el mundo. Un mundo que él no reconocería.

Tampoco reconocería a Cuba, ni su propio simbolismo en América Latina y más allá. De hecho, el legado y la relevancia del Che, en términos de sus aspiraciones y logros, es casi inexistente. Aunque, paradójicamente, se convirtió en un símbolo de cambios históricos con los que no se identificaba y por los que no luchaba, y eso solo sucedió tras su muerte. Recordamos al Che mucho más por los acontecimientos trascendentales que tuvieron lugar menos de un año después de que muriera, cuando en 1968 cientos de miles de jóvenes tomaron las calles en decenas de capitales y universidades de todo el planeta y cambiaron la forma en la que viven ellos, sus hijos, y, hoy, los hijos de sus hijos.

El médico argentino defendió varias ideas y causas durante su vida. Todas fracasaron o se descartaron. Aunque inicialmente fue un ardiente defensor de la joven alianza de la Revolución Cubana con la Unión Soviética, posteriormente se convirtió en crítico del lugar fundamental que ocupaba Moscú en Cuba a mediados de los sesenta. Sin embargo, para julio de 1967, cuando el primer ministro Alexei Kosygin visitó La Habana, Fidel Castro había alineado su régimen de manera incondicional con la URSS. En agosto de 1968, Castro apoyó la invasión soviética de Checoslovaquia y el fin de la Primavera de Praga. De igual modo, el Che se opuso a la dependencia de Cuba de la caña de azúcar. Pero para 1970, Castro había comprometido a su país a producir diez millones de toneladas de azúcar para la Unión Soviética, lo cual trastocó la economía de la isla, pero no fue suficiente para lograr su meta.

El Che también luchó por la creación de un “nuevo hombre” bajo el socialismo en Cuba y contra los vicios del régimen anterior, centrados en el turismo, la prostitución y las apuestas. Poco sabía que no solo no habría ningún hombre nuevo en Cuba, sino que además casi sesenta años después de la revolución, el turismo seguiría siendo una de las principales fuentes de ingreso de la isla, continuaría la prostitución generalizada —que ha durado más de medio siglo a niveles que no distan mucho de los de la época de Batista—, ni que miles de cubanos tratan de abandonar la isla todos los días, a como dé lugar.

Sin embargo, el Che fue más conocido por buscar diseminar la Revolución Cubana. Intentó hacerlo como un observador y participante perspicaz y equivocado de lo que en realidad pasó en la Sierra Maestra: una revolución a punta de pistola. Predicó la lucha armada a cientos, si no es que miles, de jóvenes entusiastas en América Latina y África; dio su vida por ella, y ellos la suya. Hasta 1979 en Nicaragua, ninguno de los fuegos que él o Castro trataron de encender en la región sobrevivieron, mucho menos se avivaron. Los resultados no fueron las gloriosas instantáneas de los barbudos entrando a La Habana en enero de 1959, sino más bien golpes de Estado, tortura, desapariciones y miles de vidas de estudiantes que se perdieron en vano.

Cuando la izquierda por fin llegó al poder en varias naciones latinoamericanas, su camino y características no se parecieron en absoluto a la visión del Che. Hábiles líderes sindicales e indígenas, intelectuales carismáticos, militares conspiradores y alcaldes y legisladores persistentes lograron ascender poco a poco entre las filas de sus partidos políticos, sus sistemas electorales y los gobiernos de sus países.

Una vez en el cargo, tampoco gobernaron como el Che habría deseado. Eran todo menos revolucionarios idealistas: reformadores socialdemócratas, globalistas moderados, demagogos nacionalistas, parejas o dinastías corruptas, aspirantes a dictadores, algunos sacaron a millones de sus conciudadanos de la pobreza y la desigualdad, otros fortalecieron las instituciones democráticas con el tiempo, y unos cuantos sobrevivieron en el poder gracias a… los cubanos, mientras sumían a sus paisanos en la destitución y la violencia como en Venezuela.

Sin embargo, los millones de jóvenes de todo el mundo que visten la efigie del Che en su pecho son producto de lo que llegó a simbolizar. Los estudiantes que tomaron las calles en Berkeley y Riverside Heights, en Ciudad de México y la Ribera Izquierda de París, en Praga y Milán, apenas meses después de su muerte, ya llevaban afiches y pancartas del revolucionario martirizado. Ellos, a diferencia de él, sí cambiaron radicalmente el mundo, aunque no en la forma en la que habría esperado el revolucionario.

Su rebelión fue existencial, cultural, generacional y antibelicisita, y sentó las bases de las libertades de las que todos gozamos hoy, por lo menos en las naciones occidentales, América Latina y Asia. La libertad de las mujeres de usar sus cuerpos como mejor les parezca y luchar contra los innumerables abusos; la libertad de la gente de color de tener derecho al voto y combatir el racismo donde se presente; la libertad de los estudiantes universitarios de participar en el diseño y la ejecución de planes educativos; la posibilidad cada vez mayor de la gente con distintas orientaciones sexuales de salir de las sombras; la libertad de elección que todos tenemos para vivir nuestra sexualidad, amor y adultez: todas estas dichas de la vida en el siglo XXI de una forma u otra se derivan de aquellos años sesenta del siglo anterior.

Guevara se convirtió en un icono cultural, no uno político ni ideológico. El mundo de hoy es tremendamente mejor que aquel en el que creció la generación que lo precedió. Es mucho menos pobre, menos desigual y quizá, sorprendentemente para muchos, mucho más tolerante, diverso e ilustrado.

Entonces, ¿a cuál Che deberíamos recordar? ¿Al autócrata que ejecutó a cientos de colaboradores de Batista afuera de La Habana en 1959? ¿Al guerrillero desaliñado capturado en circunstancias humillantes en Bolivia? ¿Al icono de la rebeldía en todo el mundo? ¿O al icono reticente de la revolución cultural de 1968, a la que le debemos la vida que tenemos ahora? Él habría preferido que se le recordara como el revolucionario martirizado, pero aquellos que le sobreviven hoy no pueden sino agradecerle por convertirse en el icono cultural que es, incluso a pesar de sí mismo. Ese es su legado, relevancia y gloria.

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