¿Viva la autonomía?

El Financiero

Jorge G. Castañeda

En México, a lo largo de los últimos años –por lo menos desde 1994– hemos visto florecer las instituciones –u organismos– autónomos. Muchos hemos pensado, desde hace tiempo –en mi caso, desde que publiqué La utopía desarmada, en 1993– que la “autonomización” de una serie de entes públicos, debe figurar de manera prominente en el programa de una izquierda latinoamericana modernizada. Desde el Banco de México, en aquel año, hasta los órganos reguladores de tiempos más recientes, e incluyendo al Inegi, el IFE/INE, al IFAI/INAI y ahora las dependencias del nuevo Sistema Nacional Anticorrupción, la separación de todas esas instituciones del Estado central se ha considerado como un hecho positivo.

Sigo pensando que la autonomía es preferible a la sumisión absoluta o incluso relativa de una serie de funciones a la autoridad gubernamental más política. En la gran mayoría de los países democráticos, existe. En muchos casos abarca también otros ámbitos estatales: la policía, el ministerio público, el fisco. Pero es evidente que hemos llegado a un extremo en México, no en cuanto al número de “autonomías”, sino al hipostasiar sus virtudes. La autonomía no resuelve todo, en particular cuando en un país determinado el gobierno en funciones quiere y puede ejercer su autoridad de una manera arbitraria o contraria al espíritu de la ley que crea la figura “autonómica”.

No lo digo por el escándalo sobre la FEPADE, o el fiscal “carnal”, o lo que sucedió hace poco en una de las vicepresidencias del INEGI, o lo que vaya a suceder en el Banco de México en algunas semanas. Tampoco a propósito del IFE en 2007. El problema es que si no se produce un cambio de mentalidad en la clase política mexicana, en la sociedad civil, en la academia y el empresariado, no hay autonomía que aguante. El tema de cuotas y cuates, con todo y su simplismo, constituye el síntoma de un dilema mayor. Cada gobierno se “atasca” con sus nombramientos: procura designar al mayor número posible de amigos y aliados en el mayor número posible de puestos transexenales, que en efecto, suelen hallarse en los entes autónomos. Para lograrlo, realiza intercambios por otros asuntos: premios, presupuestos, algunas leyes, otras designaciones.

Las fuerzas políticas externas al Poder Ejecutivo –no sé si utilizar el término oposición– aceptan el juego de las sillas y los trueques, porque cuando llegan al Poder Ejecutivo, esperan que sus predecesores se presten a los mismos subterfugios. Acabamos teniendo organismos autónomos en realidad subordinados al poder de turno, que no siempre es el mismo, por lo menos.

¿Debemos entonces dar marcha atrás a tanta autonomía? No creo. Con todos los vicios del mundo, es preferible la situación actual a la de antes, aunque en algunos aspectos se asemeja. La famosa autonomía universitaria, por ejemplo, no obstó para que, hasta José Narro, el rector de la UNAM, fuera nombrado por el presidente en funciones. Lo importante es que no pensemos que la autonomía resuelve todo; que funge como un baluarte contra los excesos de cualquier gobierno; que la autonomía garantiza, per se, imparcialidad, integridad, pericia e independencia. Ni de Santiago Nieto ni de Lorenzo Córdova ni de Agustín Carstens ni de nadie. No conviene caer ni en una simulación más ni creernos nuestros propios cuentos.

Addenda

Me aclara Juan Ramón de la Fuente, que en su elección de 1999 a la Rectoría, solamente intervino la Junta de Gobierno, y el entonces presidente Ernesto Zedillo no tuvo injerencia alguna.
Huelga decir que dicha aclaración sólo recorre la simulación de la autonomía 8 años hacia atrás.

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