AMLO, en Estados Unidos

El Financiero

Jorge G. Castañeda

En la edición en línea de la prestigiada publicación The New York Review of Books, un elocuente y apasionado defensor del chavismo venezolano desde tiempo atrás intenta una defensa igualmente convencida de la candidatura de Andrés Manuel López Obrador. Me refuta a mí, a los medios de negocios y a algunos analistas de seguridad nacional norteamericanos. Mark Weisbrot recurre a muchos de los mismos argumentos que ha esgrimido a lo largo de los años a favor del régimen en Venezuela, y me temo que con la misma eficacia: poca.

Reviste la ventaja, sin embargo, de decir con claridad y precisión lo que otros simpatizantes de AMLO en México tienden a presentar de manera poco sucinta, engorrosa y contradictoria. Si bien el análisis de Weisbrot peca de lejanía a propósito de la evolución de la campaña en México, su resumen de la postura de AMLO conviene ser citado: “El objetivo explícito de Morena fue de crear una alternativa a los partidos políticos existentes para reformar no sólo la gobernanza mexicana sino también su política económica. El objetivo consistía en desplazar a la economía mexicana hacia un modelo más desarrollista –de mercados internos más robustos a través de una política industrial, de la inversión pública y de la planificación– y de proveer más ‘Estado asistencial’ y mover a México en una dirección más socialdemócrata.”

Si uno además lee la loa de Weisbrot al crecimiento de la economía mexicana entre 1960 y 1980, y sus críticas a todo lo que sucedió desde entonces, es evidente que al igual que AMLO, el autor norteamericano posee una innegable nostalgia por esos años, y una ceguera importante frente a lo que sucedía entonces en México. Los sabemos: régimen de partido único, represión, fraude electoral, violaciones a los derechos humanos, corrupción, endeudamiento, crisis financieras recurrentes, estancamiento del empleo, del ingreso y de la productividad. Es cierto que estos últimos efectos se han mantenido desde entonces, pero los otros, no.

En el fondo, Weisbrot –y AMLO– son desarrollistas cepalinos: una corriente respetable, eficaz en su momento dentro de varios países, y totalmente desfasada de las tendencias actuales de la globalización (salvo tal vez en Estados Unidos, bajo Donald Trump). Sobre todo, se trata de una visión que por principio hace caso omiso del conjunto de corolarios de ese enfoque en México. Esa es la verdadera propuesta de Weisbrot y de AMLO.

La mejor prueba de ello es el desfase que impera en el texto del autor en relación a los cambios en la campaña. Sigue sosteniendo la tesis del PRIAN contra Morena, y presentando a AMLO como la única opción reformadora. Pero pasa por alto los acontecimientos recientes, que en realidad reflejan una profunda y antigua convergencia entre López Obrador (del PRI de antes) con Peña Nieto (el PRI de ahora). Conforme el candidato del PRI sigue languideciendo en un tercer lugar cada día más consolidado, el hedge (o curación en salud) priista se va desplazando de Anaya a AMLO. La animosidad del gobierno contra el candidato del Frente crece, y los guiños de AMLO a EPN y viceversa, también.

Hay una lógica en este acercamiento, más allá de la conveniencia política de cada parte. López Obrador obviamente aprendió la lección de 2006, y quiere convencer a EPN que no le cierre el camino a la victoria. El presidente mide sus fichas: quien lo perseguirá menos, ¿AMLO o Anaya? Pero detrás de estas consideraciones tácticas, existe una afinidad más profunda, sino entre Peña y Andrés Manuel, por lo menos entre Morena y el PRI. Weisbrot la describe, pero no la ve.

De allí el reto para el Frente: convencer a los votantes priistas desencantados con Meade, o resignados ante su descalabro, de volcarse con Anaya, no con AMLO. No es una tarea sencilla, pero tampoco titánica. Ni son tantos los priistas sueltos, ni fácilmente correrán el riesgo de otro 1976 o 1982. Allí se jugará la elección.

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