Jorge G. Castañeda
La decisión del presidente Donald Trump de imponer aranceles de 25 y 10 por ciento a las importaciones de acero y de aluminio mexicanos (y a la Unión Europea y Canadá) abre un nuevo frente en la relación bilateral. En particular, más allá de las acertadas represalias mexicanas, y de la posibilidad de que esto se resuelva con alguna celeridad, complica enormemente la renegociación pendiente del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
Hace dos meses, cuando Trump suspendió la aplicación de los aranceles a México y Canadá, muchos expertos sostuvieron públicamente –y varios funcionarios lo hicieron en privado– que se trató de un importante logro de México. Hubiera sido casi imposible mantener la renegociación del Tratado bajo la amenaza de más aranceles, o en plena guerra comercial entre México y Estados Unidos. El gran logro parece nuevamente un argumento tramposo y engañoso: es la misma cantaleta del candidato del PRI a la presidencia cuando sostuvo que la invitación a Trump en agosto de 2016 fue una gran idea porque, a diferencia de otros acuerdos internacionales, Estados Unidos aún no se ha retirado del TLCAN. Pero quizás el argumento válido sí era que afortunadamente dichos aranceles no se decretaron y eso permitía que las negociaciones siguieran su curso, lento o veloz, según el caso.
Si eso era cierto hace dos meses, lo es también ahora a contrario sensu. Los aranceles muestran, en primer lugar, que México no ha sido objeto de un trato excepcional en relación a otros países, y también que, en efecto, negociar en estas condiciones con Estados Unidos y Canadá los litigios pendientes del TLCAN es, en el mejor de las hipótesis, extraordinariamente difícil, y quizás imposible. No sólo se trata de una espada de Damocles o, si se prefiere, de un condicionamiento inaceptable: si no hay acuerdo sobre el TLC, en el cual México ceda todo, se mantienen estos aranceles, e incluso puede haber otros, los de la industria automotriz, por ejemplo, que también ya están bajo estudio invocando la misma cláusula de seguridad nacional.
Sobre todo, se ve difícil que el ambiente y la cordialidad necesarias para que una negociación tan compleja y que ya lleva casi un año, pueda darse –insisto–, en circunstancias de una cuasi guerra comercial. Son los mismos negociadores los que atienden el tema de los aranceles y de las represalias, los que buscan acuerdos sobre las reglas de origen o la cláusula sunset, o los capítulos de solución de controversias. Son los mismos gobiernos que se pelean por un lado en la plaza pública comercial, y negocian supuestamente con toda discreción temas como la estacionalidad agrícola y las compras de gobierno.
No es imposible tratar de encapsular el TLCAN, o los aranceles, y decir con toda inocencia que lo uno no debe contaminar lo otro. En el mundo real eso no es así. Peña había dicho hace casi un año y medio que buscaba una negociación integral con Estados Unidos: no sólo lo comercial sino también lo migratorio, la seguridad, el combate al narco, etcétera. Ahora resulta que hay quienes no sólo no desean una negociación integral de todos los temas, sino que incluso quieren rebanar lo comercial: por un carril los aranceles y las represalias, por el otro el TLCAN. Lo único razonable en este momento, sobre todo a un mes de las elecciones presidenciales, es suspender las negociaciones y dejarlas en manos del gobierno y del Senado que vienen. Es la forma estadista y responsable de hacerlo.