Jorge G. Castañeda
El pacto de inmunidad de Andrés Manuel López Obrador y Enrique Peña Nieto está dando mucho de qué hablar. Columnistas (Pablo Hiriart) lo desmienten o lo vaticinan (José Antonio Crespo), AMLO considera mi insistencia una “volada”, Ricardo Anaya reitera su convicción de que existe, y en los pasillos, prácticamente todo el mundo lo da por hecho, sin animarse a decirlo en público. En vista del revuelo, conviene volver sobre el tema.
Fernando Henrique Cardoso ha dicho, a propósito de la democracia brasileña, que un presidente en funciones no puede imponer la elección de un sucesor afín, pero que sí puede evitar la elección de uno adverso. Algo de eso hay de cierto en México también. Zedillo hizo lo posible por asegurar el triunfo de Francisco Labastida hasta finales de mayo del 2000, pero a partir de ese momento, al percatarse que su gallo estaba muerto, no buscó impedir la victoria de Fox. Es sabido, igualmente, que Vicente Fox y Felipe Calderón lograron impedir el triunfo de AMLO en 2006 y 2012, el primero entregándole a un candidato (no el suyo) de su partido; el otro, al PRI. En los tres casos se produjo algún tipo de pacto o entendimiento, tácito o explícito, mutuo o de simple tersura, aunque en el caso de Calderón y Peña Nieto, periodistas que distan de ser antagónicos a la causa de AMLO, como Álvaro Delgado de Proceso, han sugerido que el acuerdo llegó mucho más lejos.
Por tanto, no tendría nada de extraño que se haya producido una convergencia entre AMLO y EPN, donde los intercambios, ya señalados en estas páginas, son evidentes. Lo que es obvio, sin embargo, es que no existe ninguna señal de que Peña Nieto recorra el camino de Calderón y Fox: no se propone cerrarle el paso a AMLO, como se lo sugirieron empresarios, políticos, intelectuales e inversionistas, de manera directa o indirecta. Asimismo, cualquier plática con un colaborador de las campañas del PRI desemboca de modo ineluctable con el lamento por la falta de recursos, de nuevos logros del gobierno y de apoyos de Los Pinos. Peña claramente ha comenzado a sacrificar a su candidato, por razones parecidas a las de Zedillo en 2000 y de Calderón en 2012: sus gallos no levantaron. La lógica indica que un corolario de este comportamiento consistiría en ayudar a AMLO con apoyos significativos de toda índole, a cambio de la impunidad que Peña necesita con cierta desesperación. No veo por qué se exasperan tanto unos y otros ante estas afirmaciones, primero que nada obvias, en segundo lugar especulativas, salvo a través de pruebas circunstanciales, y enunciadas por un candidato que supuestamente no tiene futuro, y un coordinador que tampoco.
Lo interesante del asunto es la virulencia con la que AMLO, el gobierno y sus voceros han respondido. Es una “volada”, es “tóxico”, es “absolutamente falso”. Han dejado pasar innumerables comentarios, entrevistas y artículos míos sin chistar. Parece que este sí caló. Me da mucho gusto que así sea. No sólo porque estoy absolutamente convencido que es cierta la tesis del pacto de impunidad, no sólo porque trataré de combatirlo como lo hice con Calderón y Peña, sino porque pienso que con los votantes indecisos y los resignados de AMLO, el pacto puede ser más “tóxico” que yo. Más aún: entre algunos, puede ser kryptonita.