La insularidad en los tiempos de la 4-T

Jorge G. Castañeda

Es lógico que un país insular e introvertido como el nuestro, en momentos durante los cuales en muchas mentes se inician transformaciones fundamentales, se mire más el ombligo que de costumbre. Es comprensible que las votaciones sobre la licencia del gobernador de Chiapas atraigan más atención y comentarios que la nueva crisis argentina; se entiende que los pleitos entre Muñoz Ledo y Fernández Noroña interesen más que la creciente desintegración del gobierno de Estados Unidos; no debe extrañarnos que las vicisitudes de la lucha interna en el PAN provoquen mayor curiosidad que las próximas elecciones legislativas norteamericanas. La insularidad no es propia de México, y el ombliguismo es casi universal. Pero hay niveles, y ahora nos estamos pasando.

El nuevo equipo de gobierno ha reducido su tablero de riesgos a los factores externos, y éstos al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. El grupo saliente le apuesta todo a una buena entrega gracias a una buena disposición, a los pactos construidos a lo largo de la campaña, y al buen desenlace del TLC. Así se evitará la clásica crisis transexenal mexicana.

Mucho abona a favor de esta tesis. Algunos hemos sostenido a lo largo de los años que los descalabros finsexenales, sobre todo financieros, de 1976, 1982, 1987 y 1994-95, se debieron, de manera fundamental, al agotamiento sucesorio del viejo régimen. A partir de la alternancia del año 2000, desaparecieron las crisis económicas de finales de sexenio (aunque en ocasiones AMLO parezca pensar que persistieron). Todas las transiciones desde el 2000 fueron tersas (palabrita de moda) y desprovistas de quebrantos financieros. En la medida en que ya no opera el viejo dispositivo sucesorio agotado, no surgen sus consecuencias.

El problema es que el país de hoy se encuentra en una situación de mayor fragilidad –o sensibilidad, si se prefiere, en estos tiempos de renovados eufemismos– que antes. Su grado de apertura al mundo es mayor. El entorno externo es mucho más complejo y retador. Ante esto, la insularidad se vuelve aterradora. Conviene entonces revisar de nuevo los factores de riesgo en el mundo, que, más allá del TLC, pueden dar al traste con el optimismo beato de las élites mexicanas y de sus nuevos aliados en Morena.

Los mercados emergentes van en picada y comienzan a arrastrar a México. Si siempre nos ha costado trabajo deslindarnos de los demás, ahora, con la 4-T, la diferenciación es más ardua. El derrumbe argentino y turco, las nubes cada vez más ominosas en el paisaje brasileño, las caídas de la moneda india y, desde luego, el cuasi default venezolano, ensombrecen el panorama para México. No es fatal el efecto, pero es peligroso.

La llamada guerra comercial entre Estados Unidos y China enreda también las cosas. Cada semana, Washington anuncia nuevos aranceles contra importaciones procedentes de China, y cada vez, Beijing responde con represalias simétricas. Hasta ahora, la economía mundial no ha padecido los efectos de este enfrentamiento, pero se antoja improbable que un choque de esta magnitud no encierre consecuencias perniciosas para todos. Es asunto de tiempo.

Por último, la creciente crisis política y constitucional en Estados Unidos generará inevitables implicaciones negativas para México. Las revelaciones sistemáticas consistentes, convergentes y cada día más fundamentadas sobre la absoluta incapacidad de Donald Trump de gobernar su país, constituyen una amenaza para el mundo entero, pero sobre todo para México. Los hechos denunciados por el libro de Bob Woodward, por el editorial anónimo publicado por un supuesto miembro del gabinete de Trump en The New York Times, y por funcionarios menores de la Casa Blanca, muestran un desorden alucinante e irremediable. Asimismo, y en parte como secuela de estos mismos hechos, las encuestas sugieren una amplia victoria electoral de los demócratas en noviembre, incluyendo, tal vez, la recuperación de su mayoría en el Senado. De allí a la destitución o la renuncia de Trump, antecedidas por medidas de desesperación de un presidente acorralado, enfurecido e irresponsable, el camino es fácil de detectar. Reducir la complejidad de este conjunto de desafíos a porras absurdas a favor de acuerdos, en principio, parciales y desfavorables en el TLC, y a lugares comunes de kínder sobre el diálogo con Estados Unidos, es otra irresponsabilidad. Pensar que con una foto de Peña Nieto, Trump y Trudeau el 29 de noviembre, por ejemplo, en Buenos Aires, firmando un acuerdo en principio, se disipan todos estos nubarrones, es absurdo. Se pueden incluso oscurecer más.

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