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La caravana: Cantinflas, en Tapachula

Jorge G. Castañeda

A media tarde del domingo, seguimos sabiendo poco de la caravana hondureña –y en alguna medida, guatemalteca, salvadoreña e incluso nicaragüense– ahora estacionada en Tapachula. Pero sí contamos con algunos elementos, y sobre todo con muchas preguntas. Primero, los primeros.

Buena parte de los 5 a 7 mil refugiados/migrantes ya entraron a México. Algunos, con los papeles que les otorgó el gobierno mexicano; la gran mayoría sin ellos. Ningún medio norteamericano o mexicano in situ se cree el cuento de los presidentes de Guatemala y Honduras en el sentido de que miles ya desistieron de su esfuerzo por llegar a Estados Unidos y volvieron a sus países de origen. Recorrieron los 30 kilómetros de Ciudad Hidalgo a Tapachula en paz y en calma, casi custodiados por la Policía Federal, afortunadamente desarmada.

Muchos se rehúsan a solicitar asilo en México, ni ante autoridades nacionales ni ante los escasos funcionarios de ACNUR en la zona, por temor a que sus datos sean entregados a Washington, o a que al ingresar a un albergue oficial, sean deportados. Todo indica que la gran mayoría de quienes se encuentran en Tapachula muy pronto emprenderán su marcha hacia el norte, empezando por Tuxtla, Tonalá y los puntos que los organizadores escojan. A diferencia de los refugiados guatemaltecos de los años ochenta –gracias, Cecilia Soto, por recordar esos tiempos– que preferían permanecer cerca de la frontera, por diversas razones, los del siglo veintiuno desean alejarse lo más posible y llegar a Estados Unidos. Difícilmente aceptarán ser resguardados en albergues o campamentos de ACNUR, a menos de que se conviertan en campos de concentración de los cuales no podrán escapar.

Por ahora, la astucia del gobierno de Peña Nieto ha funcionado. Hasta estas horas, los medios norteamericanos siguen reproduciendo las imágenes de los “federales” que impidieron el ingreso de los hondureños, y felicitando a las autoridades mexicanas por su apoyo. Hasta Fox News, y en particular Hannity y Laura Ingram, lo han hecho. Han caído en el hábil engaño de Videgaray: México resiste. También se lo han tragado los morenistas: México deja entrar a los hondureños, en los hechos, a pesar de haber reprimido a unas cuantas docenas de mujeres y niños. El secretario ya conoce bien a su izquierda, y sabe que no va a dar la pelea por los hondureños: es, como dice un amigo mío que conoce como nadie a la izquierda mexicana, puro jarabe de pico.

Aquí empiezan las preguntas, y terminan los hechos. Abundan las teorías conspirativas sobre la caravana, más en México que en Estados Unidos, pero también en ese país. Unas sostienen que es producto de una maniobra de Trump y sus servicios, para no perder tantos escaños en las elecciones de noviembre. No es imposible, pero adolece de una debilidad: si alguien, por ejemplo, asesores de Obama, lo supieran, lo dirían. No tienen nada que perder. Otras teorías sugieren que se trata de una manipulación de la oposición hondureña, encabezada por el expresidente chavista Mel Zelaya, para poner en evidencia a su adversario, el presidente en funciones, Juan Orlando Hernández, o para tomarle la medida a López Obrador y ver si como ronca duerme. No es imposible, pero Zelaya sigue respondiendo a los cubanos, y estos todavía no quieren colocar a AMLO entre la espada y la pared.

No sabemos tampoco –y me parece sensato que el gobierno de México no lo ande anunciando– qué van a hacer las autoridades cuando arranque la caravana, con mil o 7 mil integrantes, hacia el norte. ¿Van a frenar a los marchistas con el uso de la fuerza? ¿Los van a deportar, como se lo prometieron a Trump? ¿Los van a dejar pasar, y que se las averigüen los norteamericanos como puedan? En los hechos, junto con ACNUR, México, quizás impulsado por las autoridades estadounidenses, está poniendo en práctica un acuerdo de “Tercer País Seguro”, aunque no lo reconozca y no la haya firmado. En un mundo ideal para Peña Nieto, se trataría de que todos los integrantes de la caravana solicitaran asilo en México; unos lo recibieran y otros no; los que sí, permanecerían en campamentos en Chiapas, sin salir de ellos; los que no, serían deportados a sus países, y Washington asumiría el costo financiero. Todos contentos. Y nadie se vería obligado a defender un acuerdo formal indefendible, porque no lo habría. ¿Se prestarían Morena y López Obrador a algo tan cínico? Me canso, ganso.

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