Jorge G. Castañeda
El anuncio de la próxima asistencia de Nicolás Maduro a la toma de posesión de López Obrador ha suscitado varias reacciones y comentarios. Muchos de ellos revelan una gran ignorancia de lo que se está hablando, y de la historia reciente de las relaciones internacionales y de la política exterior de México.
El tema se puede abordar de varias maneras. En primer lugar, es preciso señalar que la invitación a otros gobiernos a festejar una toma de posesión se ha vuelto una práctica, en alguna medida, bananera. Los países con largas tradiciones democráticas no invitan a nadie, porque no hay nada que festejar: se trata de un acontecimiento más de la normalidad democrática. En América Latina, después del ocaso de los regímenes autoritarios en los años ochenta y noventa, diversos jefes de Estado y de gobierno acudieron a transiciones emblemáticas: Chile, en 1989, Argentina, en 1983, México, en el año 2000, quizás Lula, en 2003. En otras partes del mundo ocurrió algo semejante: muchos dignatarios asistieron a la toma de posesión de Nelson Mandela, en 1994. En algunas semidictaduras, como la del PRI hasta el 2000, se consagró la costumbre de la invitación para legitimar una elección o bien ficticia, o bien fraudulenta. Con el paso del tiempo, la idea original, ocasional y simbólica se convirtió en costumbre, sobre todo en Latinoamericana. No muy afortunada, porque se pierde una gran cantidad de tiempo, a cambio de nada. Veremos, por ejemplo, si AMLO acude a la toma de posesión de Jair Bolsonaro el 1 de enero de 2019.
En segundo lugar, una vez que se decide convocar a una celebración de esa naturaleza, cada país o próximo mandatario puede invitar a quien quiera, y a quien no quiera, no. A diferencia de la Cumbre de Monterrey de 2002, por ejemplo, cuando el gobierno de Fox se vio obligado a recibir a Fidel Castro, ya que se trataba de un evento de la ONU, a un traspaso de poderes como el del 1 de diciembre, cada quien invita a quien se le da su regalada gana. Tuvimos que pedirle a Castro que partiera una vez concluida su participación en la Asamblea de la ONU, debido las travesuras que siempre cometía en sus viajes al exterior y que se aprestaba a realizar en varias partes de la República. No lo invitamos por gusto.
Ahora bien, los colaboradores de AMLO y él mismo han esgrimido un argumento ahistórico y falaz en el caso de Maduro, y que posiblemente utilicen también si Daniel Ortega, de Nicaragua, acepta la invitación que seguramente se le turnó. Se resume así: México no discrimina entre unos y otros, somos amigos de todos, no opinamos sobre unos u otros. ¿Ah, no, chato?
¿AMLO hubiera invitado a William De Clerk, último presidente del régimen del apartheid en Sudáfrica, de seguir en funciones? ¿A Augusto Pinochet? ¿A Franco? ¿A Somoza? ¿A Roberto Micheletti, quien sustituyó a Manuel Zelaya en Honduras después del golpe de 2009 que lo destituyó? ¿O incluso al neofascista Viktor Orbán, de Hungría? Algunos sostendrán que con los primeros no teníamos o no establecimos relaciones diplomáticas. En efecto, justamente porque eran dictaduras sangrientas mantenidas ilegalmente en el poder. Otros responderán que Maduro no es “tan” dictatorial como los casos mencionados. Veamos.
Sólo este año fallecieron más de cien venezolanos, principalmente estudiantes, a raíz de la represión gubernamental (casi el doble de Tlatelolco). Se reportan varios centenares de presos políticos en Caracas. De Chile, durante todo el exilio (1973-1989), huyeron del país poco menos de un millón personas en las estimaciones más abultadas. De Venezuela, durante los últimos cuatro años, han emigrado, en condiciones desgarradoras, entre 3 y casi 4 millones de personas. La elección de Maduro en mayo fue desconocida por el Grupo de Lima, compuesto por los principales países de América Latina, incluyendo a Argentina, Brasil, México y Chile, luego por una resolución de la Asamblea General de la OEA. La Unión Europea y Canadá tampoco aceptaron la legitimidad de la elección de Maduro. ¿Qué tanto dictador es tantito? A menos de que haya dictaduras buenas y malas…
México sí escoge; sí opina; sí toma partido, ahora y siempre. Como todos los países del mundo. El amor y paz en materia internacional es una tontería. Es lógico que a López Obrador estas consideraciones le resulten ajenas y aburridas: no entiende de esto, y no le interesa. También uno puede comprender que el nuevo secretario de Relaciones tampoco conozca los vericuetos de las relaciones internacionales de México de decenios transcurridos. Pero supongo que se ha rodeado de colaboradores que sí le pueden explicar ciertos hechos y dilemas, y que le hubieran evitado la vergüenza de tener entre sus escasos quince presidentes o reyes, a dos dictadores que sólo generarán complicaciones y anacronismos.