Seis décadas de exportar la Revolución

Jorge G. Castañeda

La Revolución cubana lanzó su campaña de proyección en el extranjero casi inmediatamente después de que Fidel Castro llegó a La Habana el 8 de enero de 1959. Desde entonces, este esfuerzo no ha cesado. En abril de ese año, una pequeña invasión por parte de insurgentes panameños entrenados por cubanos y sus asesores en la isla llegaron a Panamá con la intención de derrocar al gobierno del presidente Ernesto de la Guardia. En junio de 1959, otra fuerza expedicionaria, que se transportó por mar y aire desde Cuba, llegó a la República Dominicana, cerca de Puerto Plata, con el propósito de derrocar al dictador Leónidas Trujillo. Ambos intentos fracasaron.

Hoy en día, sesenta años después, decenas de miles de elementos del personal de inteligencia y seguridad de Cuba, así como médicos e instructores de educación física se encuentran apostados en Venezuela, Nicaragua, El Salvador y Bolivia. Contribuyen poderosamente a la supervivencia del régimen autoritario de Daniel Ortega en Managua y, especialmente, al régimen de Nicolás Maduro en Caracas. Sin esos cubanos, sospechan muchos expertos, Maduro sería derrocado por un golpe militar, una insurrección popular o ambos. Exportar y consolidar la revolución ha sido una característica congénita del régimen de Castro durante más de medio siglo.

Este esfuerzo —una cuestión de política de Estado en La Habana— es parte del legado de la Revolución cubana. La sincera admiración que la lucha de Cuba despertó en toda América Latina no puede entenderse sin él. Fidel Castro apoyaba la revolución más allá de sus fronteras por una cuestión de principios (correctos o incorrectos). Sin embargo, lo hacía también como defensa en contra de la realidad y la percepción de agresión estadounidense, desde Eisenhower hasta Obama. Los gobiernos de Kennedy y Reagan fueron especialmente responsables de esta agresión, los de Carter y Clinton no tanto.

Entre 1959 y el día de hoy, Cuba patrocinó fuerzas guerrilleras, movimientos políticos o personalidades revolucionarias prácticamente en todos los países de América Latina, a excepción de México. Si el esfuerzo más famoso de Cuba fue el comandado por el Che Guevara en Bolivia en 1966-67, ciertamente no fue el único. La Habana respaldó regímenes progresistas o revolucionarios, con apoyo público, armas, personal o todas las anteriores, en Chile con el presidente Salvador Allende, en Nicaragua con los sandinistas, en Granada durante los años ochenta y ahora nuevamente en los países antes mencionados.

Los revolucionarios de Cuba rompieron con la estrategia tradicional soviética en dos formas. Primero, se basaron en textos escritos por Guevara, el intelectual francés Régis Debray y Castro mismo, los cuales enfatizaban la lucha armada, preferentemente desde la provincia montañosa, como un medio para que los revolucionarios se hicieran del poder. Desecharon la postura burguesa pasiva de los viejos partidos comunistas en Chile, Uruguay, Brasil y Argentina, que limitaba sus actividades al ámbito electoral.

Segundo, pusieron la revolución socialista en la agenda inmediata, a diferencia de la visión tradicional, que hacía énfasis en la necesidad de que se implementaran primero las reformas que denominaron nacional-burguesas.

Estas dos rupturas fueron un error, puesto que estaban basadas en una comprensión falsa de la experiencia cubana. La relación virtual neocolonial de Cuba con Estados Unidos hizo que fuera un país muy distinto de otras naciones latinoamericanas. Además, los “barbudos” en la Sierra Maestra de Cuba no derrocaron al presidente Fulgencio Batista por sí solos. La rebelión de una extensa red de sindicatos, estudiantes, profesionistas de clase media e incluso empresarios citadinos contribuyó enormemente. Asimismo, Batista nunca fue derrocado militarmente; su ejército sencillamente se dispersó ante la presión de la fuerza combinada de sus opositores.

Todos los esfuerzos de Cuba por diseminar la revolución en las décadas de los sesenta y principios de los setenta acabaron en tragedia. Puede que la campaña fallida de Guevara en Bolivia y la destitución de Allende en Chile sean las derrotas más conocidas, pero hubo otras. Debido a estos reveses —y al colapso de la economía cubana después de 1970— Cuba abandonó sus esfuerzos en América Latina y se concentró en África. En 1975, La Habana envió a un importante número de soldados a Angola, y posteriormente a Etiopía. El apoyo militar de Cuba resultó ser crucial en la derrota del ejército de Sudáfrica al sudoeste de África y para sentar las bases para la destrucción del apartheid.

Luego, en 1978, el Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua, que había hibernado en las montañas y las selvas durante años, repentinamente despertó para amenazar a uno de los viejos némesis de Castro, el dictador Anastasio Somoza. Los cubanos estaban metidos hasta las narices. Entrenaron a los combatientes sandinistas en la frontera con Costa Rica, armándolos con viejos rifles automáticos FAL hechos en Bélgica y enviaron a un número reducido pero determinante de exoficiales del ejército revolucionario desde Chile para combatir junto con ellos. En julio de 1979, Somoza huyó, los sandinistas entraron a Managua, seguidos de un contingente importante de asesores y mentores cubanos. El legendario Manuel Piñeiro (conocido como Barba Roja) los encabezaba; él fue el responsable de construir el aparato de seguridad cubano y el famoso Departamento América del Partido Comunista, dedicado a exportar la revolución.

Nicaragua fue la primera victoria de Cuba en América Latina. Ese esfuerzo acabó mal, en 1990, con la elección de Violeta Barrios de Chamorro, y la partida de soldados, instructores y funcionarios de seguridad e inteligencia cubanos. No obstante, la década que los sandinistas permanecieron en el poder permitió a los cubanos ayudar con otra insurgencia regional —el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, el FMLN— en su lucha contra el régimen militar respaldado por Estados Unidos en El Salvador, que resultó infructuoso. Ese estancamiento condujo a una paz negociada, que a su vez permitió al FMLN en última instancia ganar dos elecciones presidenciales consecutivas. En cierto sentido, Nicaragua fue el mayor triunfo de La Habana en más de medio siglo de proselitismo revolucionario, aunado a la elección de Hugo Chávez en Venezuela en 1998, fueron los principales logros de Cuba para encontrar aliados en el extranjero que apoyaran a la nación insular a combatir la agresión estadounidense.

La enorme atracción que la Revolución cubana y el régimen de Castro tuvieron entre decenas de miles de activistas, estudiantes, intelectuales, líderes laborales y periodistas en toda la región hizo posible la política de La Habana de exportar la revolución. Su fascinación fue comprensible y corta de miras. Sectores importantes de élites progresistas creyeron que Cuba era el mejor ejemplo de una nación capaz de enfrentarse a Estados Unidos, mientras erradicaba el analfabetismo, proveía servicios médicos gratuitos para todos y trabajaba para eliminar la pobreza y la desigualdad.

Lo que los defensores de la revolución latinoamericana no vieron fue que sin la asistencia (o solidaridad, el término aquí es irrelevante) soviética, en primera instancia, y después venezolana, el régimen de Castro nunca habría logrado sus metas. Tampoco entendieron que su naturaleza brutalmente autoritaria, así como el tamaño y la población reducidos de Cuba fueron ingredientes indispensables en la receta que esperaban reproducir en sus propios países. La revolución de Cuba nunca se repitió. Sin embargo, los mitos son difíciles de desbancar. Incluso hoy, por ejemplo, el nuevo gobierno de México venera a los hermanos Castro y el régimen cubano y le encantaría reproducir muchas de sus características dentro del país si pudiera (pero no puede).

¿Qué conclusiones podemos sacar de los sesenta años de tragedia, heroísmo y aventurerismo revolucionario de Cuba? Me vienen a la mente tres. La primera es que, al inmiscuirse en los asuntos de casi todos en la región, Cuba paradójicamente legitimó la interferencia extranjera de su propio enemigo, Estados Unidos, que había venido entrometiéndose en América Latina desde 1836.

La segunda es la culpabilidad de Cuba por los numerosos jóvenes latinoamericanos que murieron durante esos años. Esos jóvenes fueron asesinados en combate como guerrilleros en las montañas o torturados hasta la muerte o ejecutados; son víctimas inocentes de las dictaduras que surgieron en respuesta a las insurrecciones de izquierda. Varias generaciones de estudiantes, intelectuales, sacerdotes y activistas sociales latinoamericanos perdieron la vida de esta forma, y la responsabilidad de Cuba es ineludible.

Por último, la gran huella regional de La Habana muy probablemente retrasó la modernización de la izquierda latinoamericana y su ascenso a los cargos políticos. No fue sino hasta principios del siglo XXI que los partidos, los líderes y los movimientos progresistas comenzaron a ganar elecciones. El fin de la Guerra Fría fue un factor importante en este avance, pero esa guerra había terminado más de una década antes. Fue necesaria la desaparición de la resaca roja y una espera demasiado prolongada para que la marea rosada de América Latina por fin llegara al poder.

La única virtud aparentemente redentora del legado de aventurerismo exterior de Cuba es su contribución a la propia supervivencia del régimen. ¿Valió la pena? El pueblo cubano nunca pudo dar su opinión.

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