Jorge G. Castañeda
Nexos
América Latina enfrenta hoy retos en derechos humanos y democracia que pocos hubieran previsto hace tiempo. A las graves crisis en Venezuela y Nicaragua se suman los casos de Guatemala, donde la disolución de la CICIG preocupa; el de Bolivia, donde crece la tentación para Evo Morales de ganar su cuarta elección a como dé lugar, y la tragedia de Brasil. ¿Quién hubiera pensado hace un par de años que el país más grande de la región se hallaría en la antesala de un ataque directo a los derechos humanos por parte de su presidente?
Esto sucede en un contexto ominoso. A diferencia de lo ocurrido durante 20 años, y a pesar de sus propias y graves violaciones a los derechos humanos, México en lugar de ser un defensor de los mismos se convierte en un cómplice de las peores prácticas en el hemisferio.
La llegada a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador trajo consigo el mayor cambio en la política exterior del país desde el año 2000. A diferencia de entonces, cuando el presidente Vicente Fox profundizó la actualización externa puesta en marcha por su predecesor, Ernesto Zedillo, abandonando el tótem de la no intervención y la fatigada retórica de la neutralidad e introversión mexicanas, López Obrador da un enorme paso atrás. Pretende retrotraer al país a posturas o bien inexistentes, o bien de los años cincuenta y sesenta, cuando México procuraba, no siempre con éxito, evitar cualquier toma de partido en las relaciones internacionales.
El retroceso tiene dos partes: Estados Unidos y América Latina. Desde su elección y a pesar de sus declaraciones anteriores, López Obrador tomó una decisión consciente de evitar cualquier conflicto con el gobierno de Donald Trump. Ni los actos ni los dichos del presidente norteamericano lo sacarían de sus casillas o lo obligarían a responder. No reaccionaría jamás ante lo que llamó provocaciones de su colega. Ha cumplido su compromiso, pero su vecino no ha sido del todo recíproco.
Desde el triunfo de López Obrador, Trump ha realizado concesiones importantes al mandatario-electo y al flamante presidente, pero también ha desplegado agresiones significativas contra México. Aceptó, sin ningún beneficio propio ni estar obligado a ello, estampar su firma en el nuevo acuerdo comercial entre México, Estados Unidos y Canadá antes de la llegada de AMLO, ahorrándole así cargar con un tema controvertido en México. Ha cesado sus embates acostumbrados sobre el pago mexicano por su muro, y en general ha bajado los decibles en sus ataques racistas contra los mexicanos.
Pero ha seguido deportando a miles de mexicanos desde el interior de Estados Unidos. Se trata de migrantes con años de estancia, familias, empleos y deudas. Ha aplicado una política de cero tolerancia contra los mexicanos, separando a familias, deportando de inmediato a los detenidos, y creando un clima de terror en antiguas comunidades fuertemente arraigadas en la sociedad norteamericana. Sobre todo, ha ejercido una enorme presión, antes sobre Peña Nieto, y ahora sobre López Obrador, para que detengan a los migrantes y/o perseguidos centroamericanos, viajando en caravanas, en familia o solos. Entre octubre de 2017 y septiembre de 2018 México deportó a más centroamericanos que Estados Unidos.
En la mayor concesión mexicana hasta la fecha López Obrador y su canciller aceptaron el ukase de Trump a propósito de los centroamericanos aglutinados en puntos fronterizos como Tijuana. En el equivalente de un convenio de facto de tercer país seguro, el gobierno de AMLO accedió a una exigencia norteamericana. Los centroamericanos que soliciten asilo en Estados Unidos esperarán sus entrevistas y audiencias en territorio mexicano, bajo custodia mexicana, y a cargo del erario mexicano. Tratándose de esperas de hasta dos años, se dimensiona la magnitud de la concesión mexicana. Una concesión que viola el derecho internacional humanitario (es un semi-refoulement), que presupone que México y su frontera norte constituyen una zona segura, y que probablemente viola las leyes de Estados Unidos. La aberración se distingue más claramente cuando uno recuerda que la primera ciudad a la cual AMLO envió tropas adicionales —mil 800 para ser precisos— ha sido Tijuana, por encontrarse, según él, en una situación de emergencia en materia de inseguridad.
El corolario de dicha concesión consiste en el silencio declarativo de las autoridades mexicanas. Diga Trump lo que diga, haga lo que haga —por ejemplo, mantener en vigor los aranceles sobre las exportaciones mexicanas de acero y aluminio—, el gobierno de México permanece callado. Al grado que sus aliados naturales en Estados Unidos —los opositores a Trump— detectan ciertos visos de complicidad con el acorralado ocupante de la Casa Blanca.
Ninguno de los predecesores recientes de López Obrador ha sido antinorteamericano. Todos han buscado mantener un equilibrio en la relación con el vecino; México no puede permitirse el lujo de conflictos mayores y constantes con Washington. Pero los primeros dos meses de la llamada “Cuarta Transformación” revelan un cambio no visto en México desde hace muchos años. Es el caso, asimismo, de la política hacia América Latina, y en particular frente a las crisis en Venezuela y Nicaragua.
El gobierno de Peña Nieto, a través de su secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, asumió una posición proactiva ante ambos países. En la Organización de Estados Americanos (OEA) y en foros ad hoc dentro y fuera de esa instancia, México repetidamente, desde 2016, denunció las violaciones a los derechos humanos en Venezuela, y a partir de principios de 2018, en Nicaragua. Criticó a los gobiernos de Maduro y de Ortega por autoritarios, represivos y productos de elecciones fraudulentas. Participó en diversos esfuerzos fallidos de mediación, incluyendo el llamado Grupo de Lima para Venezuela, y el Grupo de Trabajo en la OEA para Nicaragua.
López Obrador ha abandonado esa postura, en votaciones, declaraciones y gestos como invitar a Maduro a su toma de protesta. Son tres las explicaciones que el gobierno, sus partidarios o analistas han ofrecido al respecto.
La primera es de orden principista. López Obrador y su canciller, Marcelo Ebrard, han afirmado que desean volver a lo que reza la Constitución mexicana desde 1988, a saber, que la política exterior del país se regirá por varios principios (de definición dudosa), y en particular el de no intervención. Lo interpretaron estableciendo una equivalencia con no opinar o tomar partido ante cualquier conflicto interno dentro de otro país, o frente a violaciones de derechos humanos o la ausencia de democracia. Releyeron la historia de la política exterior mexicana a su modo, olvidando cómo el país tomó partido contra el régimen de Batista en Cuba en los años cincuenta, mantuvo relaciones con la República española hasta 1977, combatió al régimen de Pinochet en Chile a partir de 1973, y al de Somoza en Nicaragua en 1979, y a la dictadura militar en El Salvador en 1981.
Asimismo, incurrieron en una maroma jurídica. Si la Constitución prohíbe la intervención, asimilada a la toma de partido, por lo menos los gobiernos de Fox y de Peña Nieto la violaron. En ese caso, tanto los presidentes como sus cancilleres respectivos debieran ser imputados, juzgados y sentenciados por el delito de lesa constitución. Huelga decir que no ha sucedido, ni sucederá, nada por el estilo. La ausencia de legislación secundaria, el carácter abstracto de los llamados principios, las recurrentes contradicciones entre aquellos inscritos en 1988, y el que fue incluido en 2011 a propósito de la defensa y promoción de los derechos humanos y la democracia, aseguran la pasividad jurídica eterna. Y demuestran que la invocación constante e incansable del argumento constitucional carece por completo de valor o pertinencia.
La justificación además peca de ingenua. Es cierto que AMLO es ajeno a cualquier asunto exterior a México, y que su provincianismo le podría permitir asumir estas actitudes con sinceridad. Pero su canciller tiene demasiado mundo y formación para creer en semejantes lugares comunes o francos errores históricos, de derecho constitucional mexicano, o de derecho internacional. Siendo un razonamiento que muchos en México suscriben, no se sostiene como tesis explicativa. Tampoco es sostenible el planteamiento que lo acompaña, a saber, que México no interviene para evitar que otros intervengan en México. Como si alguien (léase Estados Unidos) decidiera influir en los acontecimientos mexicanos en función de lo que México diga sobre Bolivia, por ejemplo.
El segundo razonamiento, más franco y apegado a la verdad, aunque igualmente iluso, reside en la tentación y el deseo del gobierno de México de mediar en ambos conflictos. Ebrard considera que México debe callar sus críticas, alejarse del radicalismo y la estridencia del Grupo de Lima o del Grupo de Trabajo de la OEA, y adoptar una definición equidistante entre las oposiciones y los gobiernos de Maduro y Ortega. Así, podrá desempeñar un papel útil y eficaz para resolver las crisis que asolan a las dos naciones.
El problema es que este razonamiento entero ya lo formularon los predecesores de AMLO y Ebrard, y muchos más: en el caso de Venezuela, el papa Francisco, José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández, Martín Torrijos, y todo el Grupo de Lima; en el caso de Nicaragua, la iglesia local, Vinicio Cerezo y Antonio Guterres. Todas las mediaciones han fracasado, porque ni Maduro ni Ortega desean negociar su salida, y ni la oposición venezolana o nicaragüense habían conquistado la fuerza para imponerla. Hasta ahora, en el caso de Venezuela, donde la única negociación ya consiste en forma de la salida de Maduro. Queda la denuncia, el aislamiento, las sanciones y la plegaria. Además, nadie entiende quién le otorgó a México el papel de mediador: ni los gobiernos ni las oposiciones, ni el Espíritu Santo.
La tercera y última explicación es la más robusta. La amplia coalición de Morena y López Obrador abarca muchas sensibilidades ideológicas. Pero no cabe duda que desde su extrema izquierda hasta su centro derecha, allí imperan afinidades reales, emotivas e históricas, con los regímenes “revolucionarios” de Cuba, Nicaragua, Venezuela y Bolivia, por lo menos. En algunos casos se entienden, por motivos personales; en otros, por apoyos recibidos a lo largo de los años. Unas solidaridades se manifiestan explícitamente; otras permanecen en la discreción pragmática. Todas coexisten. Muchos dirigentes, cuadros medios y militantes de a pie de AMLO no comprenderían que su presidente se sumara a la “campaña del imperio” contra Maduro y Ortega, ya sin hablar de Raúl Castro. Detrás de toda la jerga principista, vacua y falsa, de la no intervención, o hiperpragmática de la mediación, yace una amplia afinidad por los gobiernos llamados de izquierda en América Latina.
Por eso resultará muy difícil modificar esta nueva y lamentable postura mexicana. El fracaso de la mediación en Montevideo, y la soledad de México en el concierto latinoamericano —hasta Bolivia apoyó al Grupo de Contacto de la Unión Europea— no obstan para que López Obrador siga adelante con su respaldo tácito a Maduro, y muy pronto, a Daniel Ortega. El verdadero reto surgirá si los dos ejes de su política exterior —ni un conflicto con Trump, y pasividad en América Latina— serán siempre compatibles entre sí, y con su base interna. Parece que no.
Por un lado, al aceptar la devolución de los centroamericanos mientras esperan sus audiencias de asilo, AMLO comienza a enajenar a sus posibles aliados de izquierda en Estados Unidos. Se trata de asociaciones latinas, la iglesia católica, los demócratas socialistas y organizaciones de la sociedad civil como la American Civil Liberties Union. Todos estos sectores se oponen a la devolución; combaten al gobierno de Trump en este frente (que no es menor), y ven a México —con razón— como haciéndole más que nunca el trabajo sucio a Estados Unidos. Pero son también los grupos que apoyan a Maduro, o que en todo caso podrían respaldar la postura de México, más neutral, sobre Venezuela. Algunos sectores mexicanos, incluso dentro del propio gobierno, ven con malos ojos la nueva política migratoria de AMLO en la frontera norte de México.
Por otra parte, la derecha republicana, aliada de Trump pero clave para lograr la aprobación del T-MEC, personificada en el senador Marco Rubio de Florida, ya se encuentra molesta por la postura de México, justamente frente a Venezuela. Rubio, junto con el vicepresidente Pence, es el encargado de la política latinoamericana de la administración Trump. Sin él, el T-MEC no pasa, pero para él Venezuela es más importante. López Obrador corre el riesgo de enajenar a la derecha norteamericana por sus posturas pro maduristas, y de poner en riesgo la aprobación del nuevo NAFTA. Por otro lado, la política migratoria mexicana en nuestra frontera sur ha enfurecido al gobierno de Trump, al dejar entrar a México a prácticamente todos los centroamericanos que lo deseen.
En última instancia, un país del tamaño y la apertura de México hacia el mundo no puede permitirse el lujo de formular sandeces como “la mejor política exterior es una buena política interior”. Además de no significar nada, presupone que el país puede abstraerse del mundo externo y actuar unilateralmente sin importarle los demás. Nunca ha sido cierto, pero hoy lo es menos que nunca. Frente a los otros retos de la 4T, la política exterior es secundaria, sin duda. Pero luego los asuntos secundarios socavan y hunden a los esenciales.