Jorge G. Castañeda
El asunto del perdón y el rey de España es en parte un distractor un poco absurdo, pero también encierra un mar de fondo, que puede revestir una gran importancia durante los siguientes dos años. Conviene comentar algunos aspectos, sobre todo cuando parece que a los chairos en redes les han ardido bastante las críticas y las burlas.
Primero el relato. No fue una ocurrencia reciente de López Obrador y/o de su esposa. Se lo planteó, sin aviso ni advertencia, al presidente de Gobierno Pedro Sánchez, durante su visita el 30 de enero, la única que ha realizado un mandatario extranjero a México en estos 110 días. Los españoles se quedaron atónitos, porque no se suele sorprender a un amigo así, pero dijeron que lo estudiarían. AMLO les adelantó que pronto habría una carta; la envió el 1 de marzo, explicando que si no respondían con celeridad, haría público el hecho, si no el texto. No respondieron, porque a un mes de elecciones en España y en plena crisis catalana, la única respuesta pública posible era la que se dio: un no categórico. Si AMLO buscaba un debate sobre el tema, hizo todo lo posible para sabotearlo al divulgar la existencia de la solicitud.
Sus partidarios, de una estirpe u otra, han dicho en estos días que varios Estados han pedido perdón por distintos crímenes del pasado. Es cierto. Pero tanto Justin Trudeau sobre el St. Louis, como Bill Clinton sobre el golpe contra Árbenz en Guatemala en 1954, como Jacques Chirac sobre la redada del Vel d’Hiv, como Macron sobre la tortura a franceses durante la guerra de Argelia, como Willy Brandt arrodillándose ante la escultura conmemorando la insurrección del gueto de Varsovia, todos, y algunos más, lo hicieron por su cuenta. Decidieron cómo y cuándo era posible reconocer una responsabilidad histórica por un mal infligido a millones, decenas de miles o cientos de víctimas. No lo hicieron a raíz de la exigencia pública de un ofendido, como López Obrador. Y cuando no pudieron, no pudieron. Pero nadie imagina a Shinzo Abe rogándole a Obama que pidiera perdón cuando visitó Hiroshima, en 2015. No podía.
Ahora bien, sobre el fondo del asunto, puede resultar deseable volver a entablar un debate sobre la historia verdadera de lo que hoy llamamos México. El mestizaje, el sincretismo, la conquista y la colonia, las razones de la victoria de Cortés, de la derrota de los mexicas, la identidad mexicana, la formación dolorosa y muy gradual de la nación, todos estos son temas que se han discutido a lo largo de nuestra historia. Se han creado, como en todos los países, muchos mitos al respecto. Uno incluye la cronología del mestizaje. Entre 1492 y 1821 llegaron a lo que hoy llamamos América Latina apenas medio millón de españoles: 1,519 al año, para toda la región; no dan los números para que México fuera un país mestizo al producirse la independencia. Algunos mitos fueron funcionales, otros menos.
La famosa placa de Tlatelolco –“No fue triunfo ni derrota, sino el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”– fungió como mito fundacional de la república. No obstante, en los hechos que aprendían los niños, resultaba que todos descendíamos de Moctezuma y Cuauhtémoc. Ni lo uno ni lo otro era cierto, pero ambas versiones sirvieron para construir una nación mexicana, que en el mejor de los casos comenzó a existir después de la revolución.
Lo que me resulta menos claro es que AMLO busque esto. Más bien da la impresión que su postura es puramente demagógica. Por una parte, busca demostrarle a su base que él sí tiene el valor para exigir una disculpa –lo hará seguramente después a los norteamericanos y los franceses. Por la otra, se propone robarle cancha a una pequeña parte de su ala izquierda: el EZLN y el Subcomandante Marcos, que no lo quieren ni lo apoyan, pero mantienen cierto ascendiente sobre sus partidarios en el sureste.
¿Es el momento de ese debate? ¿Sabemos bien quiénes somos “nosotros”, y quiénes son “ellos”? ¿Es una caja de Pandora que deseamos abrir? ¿O es pura demagogia? A cada quien sus cubas.