Jorge G. Castañeda
El jueves pasado se suponía que el Senado mexicano aprobaría la minuta de la reforma laboral enviada por la Cámara de Diputados. El encargado morenista en la Cámara alta, Napoleón Gómez Urrutia, se había comprometido a ello, por una muy buena razón. El período de sesiones termina el 30 de abril, o sea mañana, y existe la virtual obligación de aprobar la reforma laboral antes del receso para que el Congreso de Estados Unidos comience ya sus deliberaciones al respecto.
Pues no se pudo, y ahora parece probable, por no decir indispensable, que el Senado vote y ratifique el martes. Es probable que así suceda, pero convendría conocer las razones de la demora imprevista. Pueden consistir en reticencias de los partidos opositores sobre temas sindicales, o en dudas significativas por parte del empresariado en torno a algunas disposiciones impuestas por el gobierno de Trump.
En este último caso, el problema es a la vez sencillo y espinoso. Ya hemos comentado aquí que los Demócratas en el Congreso no sólo insisten en la incorporación exacta y completa del Anexo 23 (a) del T-MEC a la legislación mexicana, sino también en mecanismos adicionales para asegurar el cumplimiento de dicha legislación. No se muestran satisfechos con las disposiciones al respecto incluidas en el T-MEC; incluso encierran una buena dosis de escepticismo frente a medidas adicionales que se incluyeran en cartas paralelas, como en 1993.
Muchos empresarios mexicanos no vieron venir el Anexo 23 (a) y se amotinaron ante López Obrador a principios de año. Ese lance ya se superó, pero ahora viene otro, que puede haber ocasionado la posposición citada. Algunos demócratas, en varias cartas dirigidas a Robert Lighthizer, encargado de la negociación por parte de Estados Unidos, han insistido en lo que denominan la “solución peruana”. Podría ser la gota que derramara el vaso para el empresariado mexicano.
Hasta donde entiendo, el Acuerdo de Libre Comercio entre Estados Unidos y Perú, que entró en vigor en 2009, incluye una serie de disposiciones en materia ambiental y forestal muy rigurosas. Comprenden la celebración de consultas obligatorias entre ambos gobiernos cuando cualquiera de ellos así lo solicite, sobre controversias que puedan surgir. Por otra parte, dispone que el mismo mecanismo, que puede incluir inspecciones in situ, se aplicará a otros temas del acuerdo, entre ellos, los laborales. En marzo de este año, Washington por primera vez exigió una consulta sobre la desaparición por el gobierno de Lima de OSINFOR, el ente autónomo forestal peruano. No le parece que desaparezca. Probablemente tenga razón, pero la pregunta queda: ¿una decisión peruana de esa naturaleza debe estar sujeta a consultas con Washington?
Todo indica que los Demócratas van a exigir un arreglo espejo –parte seguramente ya existe– de la “opción peruana” en el T-MEC. Algunos voceros simpáticos del gobierno de AMLO ya han anunciado que lo aceptarán, a condición de que México también pueda realizar inspecciones in situ dentro de Estados Unidos. Como diría su jefe: ¡Ternuritas! Van a mandar a cualquiera de los funcionarios extraordinarios y honestos de la Secretaría del Trabajo, por ejemplo.
Ya lo hemos dicho aquí: AMLO aceptará lo que sea para lograr el T-MEC, hasta que decida lo contrario. Para los mexicanos en general, lo peor de esta postura es la que obliga a hacer el trabajo sucio de Estados Unidos en nuestra frontera sur. Pero para los empresarios mexicanos, lo peor puede ser el Anexo23 (a), complementado por la “opción peruana”. Celebro, como dice mi amigo Joel Ortega, que el imperialismo haya impuesto la reforma laboral más profunda en México en quien sabe cuántos años. Pero si fuera empresario, no sé si aplaudiría.