Jorge G. Castañeda
En el gobierno y dentro del empresariado se ha producido un pequeño brote de optimismo después de varios días de malas noticias económicas. Donald Trump anunció la semana pasada que levantaría ya los aranceles sobre las importaciones norteamericanas de acero y aluminio procedentes de México y Canadá. Como las autoridades de este último país habían puesto dicho levantamiento como condición para ratificar el T-MEC (o USMCA en inglés), la decisión de Washington liberaba el paso a la ratificación. O eso pensaban, en todo caso.
Por lo tanto, junto con la aprobación por el Congreso mexicano de la reforma laboral impuesta por Estados Unidos como su condición para el nuevo acuerdo, ya parecía despejarse el camino hacia el paraíso. Afloraron múltiples declaraciones de funcionarios y empresarios en ese sentido, incluyendo algunas muy divertidas sobre el éxito negociador mexicano en lograr la eliminación de una medida adoptada por Estados Unidos a cambio de nada. Sin embargo, ahora resulta que el camino despejado luce más tortuoso que nunca, y casi infranqueable.
Los que siguen de cerca –para el gobierno y el sector privado– la evolución del T-MEC en Washington, saben que la ecuación política en esa ciudad se ha complicado enormemente después de noviembre pasado. Se conjugó la nueva mayoría Demócrata en la Cámara de Diputados con el final inconcluso del Informe Mueller sobre las travesuras de Trump y de su familia durante la campaña de 2016 y los primeros meses del gobierno. A esto se sumó la decisión –lógica pero temeraria– de Trump de negarse a entregar a la Cámara baja cualquier documento que le solicite: ni sus declaraciones de impuestos ni las notas de sus abogados ni sus estados financieros ni el Informe Mueller en su totalidad.
De tal suerte que hoy los Demócratas en la Cámara de Representantes, sin unos cuarenta de los cuales no pasa el T-MEC, se encuentran enfurecidos con Trump por el tema de los documentos. Si antes de los enfrentamientos casi violentos entre Nancy Pelosi y Trump de los últimos días, esta no veía muchos motivos para regalarle a su adversario cualquier medalla –como el T-MEC–, ahora menos. El propio presidente norteamericano advirtió anteayer que mientras no cesaran las investigaciones y solicitudes de comparecencias y papeles, no habría ningún trato con los Demócratas. Si no lo hay en temas en los que las tropas de Pelosi se hallan unidas y que le reditúen a su partido, menos lo habrá en otras materias que le ayuden a Trump. El tema es un simple y llano cálculo político.
La tesis un poco ingenua de que los empresarios estadounidenses van a presionar a los congresistas en su distritos para que voten a favor del convenio trilateral, podía haber sido cierta en 1993 (con Clinton de presidente, por cierto) o hace unas semanas. Hoy parece ilusa. Además, todo eso requiere tiempo.
La ventana legislativa real en Washington para un tema comercial es bien conocida. No habrá aprobación por el Congreso (ambas cámaras) una vez que arranque la campaña presidencial de 2020; es decir, en septiembre de este año, aunque de hecho ya empezó. Hay demasiados legisladores Demócratas buscando la candidatura de su partido para arriesgarse a un voto en el Capitolio en plenas primarias. Es por ello que si no se llega a votar el T-MEC antes de que concluya la sesión de verano, en agosto, es altamente probable que el tema se vaya hasta la primavera de 202l, suponiendo que Trump sea reelecto.
A AMLO y a los empresarios del cuarto de junto les quedan un poco menos de tres meses para sacar adelante el nuevo tratado. Sólo hace falta juntar los votos en ambas cámaras de Washington, reconciliar a Pelosi con Trump, convencer a este último que le entregue a los Demócratas lo que piden y a Pelosi que esta vez los mexicanos sí van a cumplir con las disposiciones del acuerdo. Ah, y que no empiece un proceso de destitución y que Trump no caiga en las encuestas frente a Biden. Suerte.