Jorge G. Castañeda
El gobierno ha tomado la decisión audaz y temeraria de enviar al Senado el nuevo tratado de México con Estados Unidos y Canadá para su ratificación. Audaz y temeraria porque, si bien existen buenas razones para adelantarse a Estados Unidos, también sobran los motivos para pensar que no necesariamente saldrá bien esta postura.
Como se sabe, los tres poderes legislativos de México, Estados Unidos y Canadá deben ratificar el convenio, cada uno a su manera. En México, por ser un tratado, debe ser aprobado por las dos terceras partes del Senado; en Canadá, por una mayoría simple del Parlamento. En Estados Unidos, al no ser un tratado sino un acuerdo comercial, debe ser ratificado por una mayoría simple de ambas Cámaras. México y Canadá, prácticamente de manera simultánea y coordinada, decidieron buscar su aprobación respectiva no sólo antes de Estados Unidos, sino sin saber cuándo Estados Unidos procederá a dicha aprobación, o incluso si ésta tendrá lugar antes de 2021. Sin conocer de primera mano los motivos de esta decisión, podemos adelantar algunas hipótesis.
En primer lugar, probablemente se trata de una maniobra consultada con, o incluso sugerida por el yerno de Donald Trump, quien ha llevado las negociaciones del tratado desde un principio. Tendría un doble propósito. En primer lugar, mandarle un mensaje a la mayoría Demócrata en la Cámara de Representantes de Washington, de que no podrá reabrirse el tratado, ya que habrá sido ratificado por los poderes legislativos de los otros países. La opción de volver a negociar aspectos de la industria farmacéutica, del cumplimiento de la reforma laboral y de los temas ambientales, quedaría descartada. Seguiría abierta la posibilidad de acuerdos paralelos, como en 1993, pero no de una nueva negociación. No es una mala jugada en ese sentido.
En segundo lugar, Kushner, López Obrador y Trudeau quizás pensaron que también podían presionar a los Demócratas en la Cámara Baja al advertirles que urgía ya una ratificación por su parte para no quedarse atrás. Buscan acelerar un proceso que si se prolonga más allá de agosto –en mi opinión– o de octubre o noviembre –en la opinión de algunos colegas–, no sería susceptible de ser aprobado hasta la primavera de 2021.
En este sentido, si esta especulación es correcta, la decisión que se tomó de manera concertada con Canadá y con la administración Trump, puede resultar. O, en todo caso, por lo menos cerrar la puerta ante la eventualidad de una renegociación, y ejercer una cierta presión sobre Nancy Pelosi y los Demócratas para que no se eternice el proceso en Washington.
Pero si la decisión es audaz, también es temeraria. Ya hemos dicho en estas páginas, y muchos otros lo han comentado con mayor autoridad que yo, que el nivel de antagonismo que impera hoy entre los Demócratas de la Cámara Baja y la Casa Blanca es inusitado. No habíamos visto algo así desde 1974 y el intento de destitución, seguido por la renuncia de Richard Nixon. No necesariamente va a durar para siempre, y Trump es lo suficientemente pragmático para buscar opciones. Pero las últimas tres semanas han mostrado una intensidad de desprecio, insultos, odios y resentimientos de ambas partes, que vuelven muy difícil cualquier acercamiento. Y también vuelve muy difícil pensar que México deba involucrarse con uno de los bandos, sin comprometer o perjudicar seriamente la relación con el otro.
Me explico. Pelosi y los Demócratas entienden muy bien la urgencia de México y la importancia de una pronta ratificación del T-MEC. También saben que lo que a ellos les importa más que nada en este momento es ganarle la elección a Trump. Comprenden que si ellos le aprueban a Trump su USMCA, él lo utilizará como bandera en la campaña. Lo hará por lo menos en aquellos estados donde puede ser popular la tesis según la cual él echó a la basura el viejo NAFTA, que no servía de nada, y lo sustituyó con un magnífico USMCA, que resolverá todos los problemas de empleo y de exportaciones de tal o cual estado de la Unión norteamericana.
Se corre el riesgo, seguramente calculado por la Cancillería y por Palacio, de que la decisión mexicana, y la presión concertada con Kushner y con Trudeau, sea vista como hacerle el juego a la reelección de Trump. Con lo encendidos que se encuentran los ánimos hoy en Washington, y como se encontrarán a partir de septiembre, cuando empieza la campaña electoral, por lo menos del Partido Demócrata, no sé si la jugada resulte tan inteligente o perspicaz como pueda parecerlo hoy.
En todo caso, la decisión ya se tomó. No hay marcha atrás. Ahora todo depende de que Trump se entienda con los demócratas; que estos no decidan buscar su destitución, y que todos antepongan la trascendencia de la relación con México a las pugnas políticas internas. Ya anoche Pelosi le advirtió a Trump que no la chantajeara. Y Trump, por su parte, anunció anoche que a partir del 10 de junio impondrá un arancel del 5% a todas las importaciones procedentes de México. Al abordaje mis valientes.