Raza en Estados Unidos

Este es un fragmento del capítulo “Raza y Religión”, a su vez parte del ambicioso libro de Jorge G. Castañeda sobre la historia y el ethos profundo de ese país: Estados Unidos: en la intimidad y en la distancia, que será publicado este verano por Penguin Random House en castellano y por Oxford University Press en inglés, con el título America through Foreign Eyes, versión que ya está disponible en Amazon. 

Tras Obama y Trump: a favor del pecado original

Se esperaba que el advenimiento de un presidente negro no sólo cambiara a fondo el tema de la raza en la sociedad norteamericana, sino también lo que el resto del mundo opinaba de ella. La reacción nacional que desató Obama, a pesar de sus mejores esfuerzos, demuestra que se trataba de esperanzas ingenuas. Henry Louis Gates Jr. sugirió al respecto: “Pensándolo en retrospectiva, alrededor de dos años después de la elección de Donald J. Trump, la idea de que un negro en la Casa Blanca —y en una presidencia tan exitosa como la suya— podría augurar el final del tema de la raza y el racismo parece ingenua y ahistórica. […] ¿Quién habría predicho que la elección del primer presidente negro se convertiría en un punto focal para desatar un aumento drástico de la expresión pública de algunos de los más antiguos, desagradables y vulgar aspectos de la animosidad de la supremacía blanca contra los negros?”.1

Resulta obvio que Obama no fue responsable de esa situación; tal vez haya hecho más por la causa de los afroamericanos que cualquier otro presidente desde Lyndon Johnson. Sin embargo, su sucesor volvió aceptable el racismo explícito en muchos círculos de la sociedad estadunidense. Ahora, el tema de la raza resulta más presente que nunca en Estados Unidos. El debate sobre el peso de la historia y la esclavitud se muestra más actual que nunca. La discusión de políticas públicas para superar los obstáculos hasta ahora insalvables para lograr la igualdad entre razas se ha vuelto más intratable que antes, aunque se deba a que se han intentado tantas estrategias en vano.

Aunque la cuestión de la raza abarque a todas las personas de color en la Unión Americana, incluyendo a grupos más allá de los afroamericanos, como los hispanos, asiaticoamericanos y nativos americanos, entre otros, me concentraré en cómo afecta al segmento de la sociedad en el que más han pensado los extranjeros. A excepción de la tragedia de los nativos americanos, que empezó a principios del siglo XVI, el racismo contra los negros constituye la manifestación más antigua de ese odioso sentimiento e ideología en el continente norteamericano. Debido a la esclavitud, resultó la más malvada y dañina, lo que no significa que los migrantes chinos y mexicanos o los nativos americanos no hayan recibido, en distintos momentos de la historia, un trato igualmente aborrecible. Un observador mexicano muy versado, obsesionado con lo que él llamaba el advenimiento de la “raza cósmica”, detectó el racismo antiasiático presente en muchos círculos estadunidenses a finales de los años cuarenta. Vasconcelos lo describió así: “En los Estados Unidos rechazan a los asiáticos; […] lo hacen porque no les simpatiza el asiático, porque lo desdeñan y serían incapaces de cruzarse con él. Las señoritas de San Francisco se han negado a bailar con oficiales de la marina japonesa, que son hombres tan aseados, inteligentes y, a su manera, tan bellos, como los de cualquiera otra marina del mundo. Sin embargo, ellas jamás comprenderán que un japonés pueda ser bello”.2

La supremacía blanca contra los afroamericanos constituye la parte menos fluida de la ecuación, pues oleadas sucesivas de migrantes asiáticos y latinos llegaron a la Unión Americana y empezaron a ascender por la escala social. La disparidad entre ellos y los blancos ha disminuido, mientras que la brecha entre blancos y afroamericanos persiste, sin haber cedido durante los últimos cincuenta años. En 2019, los ingresos familiares medios generales en Estados Unidos se estimaban en 50 % más altos que los de los negros, una diferencia casi idéntica a la de medio siglo antes. Pero los de los asiaticoamericanos resultaban 50 % más altos que los de todos los norteamericanos, y muy por encima de los de los blancos. Los latinos, por su parte, habían superado a los afroamericanos por casi 30 %. La brecha entre latinos y blancos no ha variado mucho desde 1970 —ha disminuido 5 %—, pero eso se debe en parte al flujo de mexicanos indocumentados entre finales de los años ochenta y 2008, que llegan con bajos ingresos y riqueza. Las cifras para la riqueza media por hogar se muestran análogas.3 En 2014, los blancos sumaban 130 800 dólares; los hispanos, 17 530; los afroamericanos, 9 590.4 Otro dato muestra la misma tendencia: la proporción de familias latinas con un patrimonio neto cero o negativo cayó de 40 % a 33 % entre 1983 y 2016.5

Por último, conforme los latinos en particular se convierten en minorías grandes o en grupos de minoría mayoritaria en muchos estados, y aunque la discriminación persista incluso en California, se ha logrado un progreso innegable. Lo mismo no parece aplicar a los negros. Resulta absurdo y doloroso pensar siquiera en términos de más o menos racismo, en particular en tiempos antimexicanos y antimigrantes. Pero el dilema básico de Estados Unidos se mantiene igual que hace ochenta años con Myrdal, hace ciento cincuenta años tras la Reconstrucción, y cuatrocientos años, cuando arrojaron a los primeros esclavos a las playas de Virginia.6

El contraste entre el pecado original y la virtud original ayuda a enmarcar el dilema al que se ha enfrentado Estados Unidos desde que los británicos llevaron a los primeros esclavos a Jamestown, Virginia, en 1619. Si la esclavitud constituyó un pecado original no sólo por su maldad intrínseca y su naturaleza indeleble, sino también por su participación estructural en todo el experimento norteamericano —como el tabaco, el azúcar y el algodón—, entonces las políticas necesarias para borrar sus consecuencias resultan de un solo tipo, suponiendo que podamos concebirlas: radicales, extremas, duraderas e inmediatas. En cambio, si 160 años después de aquel primer arribo, la Declaración de Independencia, la Constitución y todo el andamiaje institucional erigido por los Padres Fundadores crearon las condiciones que pueden expiar ese pecado original, gracias a la extrema virtud de la fundación, entonces existe la esperanza. El gradualismo podría triunfar en algún momento.

La tesis del pecado original recorre el siguiente tren de pensamiento. La esclavitud fue ontológicamente decisiva en las plantaciones de tabaco de Virginia, al igual que en las de algodón y azúcar en el sur profundo hasta 1865. Resultó crucial para el surgimiento de la Revolución Industrial en Inglaterra —los telares de Lancashire son inconcebibles sin algodón; y el algodón sin esclavitud, también—, al igual que para la industrialización del norte de Estados Unidos. Exportar esclavos desde las regiones superiores hacia las inferiores de lo que se convertiría en la Confederación se volvió indispensable para la supervivencia de la esclavitud. Expandir la cantidad de estados esclavistas —por ejemplo, a Texas, tras 1847— constituyó una condición necesaria de su persistencia.

Encontrar la manera de que las colonias que dependían de la esclavitud para su subsistencia aceptaran unirse a una unión mayoritariamente no esclavista fue la clave para el pacto que creó al país en 1787. De manera más irónica que cínica, Gilberto Freyre, el sociólogo brasileño ya citado, subrayó un punto clave sobre la complejidad del acuerdo de 1787: “Se creó y desarrolló en el sur de los Estados Unidos, desde el siglo xvii al xviii, un tipo aristocrático de familia rural mucho más parecido al del norte del Brasil anterior a la abolición, que a la burguesía puritana de la otra mitad de la Unión, de origen asimismo anglosajón, pero influida por un régimen económico diferente. Casi los mismos hidalgos rústicos, caballerescos a su manera; orgullosos del número de esclavos y de la extensión de las tierras, multiplicándose en hijos, crías y muleques; regodeándose con amores de mulatas; jugando a los naipes; divirtiéndose en riñas de gallos; casándose con niñas de dieciséis años; empeñándose en pleitos por cuestiones de tierras; muriendo en duelos por culpa de mujeres; emborrachándose con ron en grandes comidas de familia; grandes pavos con arroz, asados por old mammies expertas en las artes del horno; jaleas, budines, guisos, dulces de pera, manjares de maíz”.7

Tras la Reconstrucción, las leyes de Jim Crow y la supresión de votantes fueron decisivas para mantener la supremacía blanca en el sur hasta pasada la era de Roosevelt. Un académico citado por Henry Louis Gates Jr. señala que el consumo global de algodón se duplicó entre 1860 y 1890, y luego se duplicó otra vez para 1920.8 El sur produjo más algodón tras la Guerra de Secesión que antes de ella. El truco con el que prácticamente reinstauraron la esclavitud fue la aparcería, que ataba a los libertos a las plantaciones de algodón, y, en menor grado, el arrendamiento de convictos. La aparcería en particular fue posible debido a la decisión de Washington de interrumpir la reforma agraria, y de no aplicar el derecho a poseer tierras a los libertos. La tierra existía: más de 340 mil hectáreas confiscadas por el Gobierno Federal, sobre todo por William Sherman en Georgia y Carolina del Sur. Vale la pena recordar que la Ley de Asentamientos Rurales de 1862 concedió millones de hectáreas de tierra casi de manera exclusiva a blancos.9 Sin tierras, los esclavos recién emancipados quedaron casi condenados al peonaje por contrato de la aparcería. Así perduró la supremacía blanca en el sur.

También constituyó el secreto de mantener coaliciones conservadoras, empresariales, antiobreras y anti-Estado de bienestar en Washington, ya se tratara de republicanos o de demócratas. El sur sólido se mantuvo demócrata hasta los años sesenta, pero también resultaba profundamente conservador. Incluso Roosevelt tuvo que plegarse ante los racistas en el Congreso, en el Senado y en la Suprema Corte, quienes lograron frustrar muchos de sus programas. Excluyeron a los trabajadores agrícolas y del hogar de la Ley de Seguridad Social de 1935: en otras palabras, a dos terceras partes de los trabajadores negros del sur en ese entonces. No todos coinciden en que la explicación de esa exclusión resida sólo en aplacar a los congresistas y senadores sureños, racistas y demócratas que se habrían opuesto al Seguro Social si éste cubría a los negros del sur. Pero muchos académicos sostienen ese punto de vista. Esa exclusión persiste de manera marginal en algunos estados, lo que demuestra la terrible eficacia de esa medida de hace casi un siglo.

Desde esta perspectiva, la idea de que la vieja Confederación era otro país, “separado, pero igual”, que no afectaba en realidad lo que ocurría en el resto del territorio, excepto por experiencias como la Gran Migración o la Primera y Segunda Guerra Mundial, resulta totalmente falsa. El sur formaba parte del norte; el racismo existía en todo el país; el legado de la esclavitud no terminaba en la línea Mason-Dixon. El pecado original se perpetuó mediante la política, la economía y la actitud social de la República entera.

Si damos un salto en el tiempo, existe un hilo lógico hipotético que corre desde la esclavitud hasta el Black Lives Matter y la brutalidad policial contra los jóvenes negros (y contra la gente de color en general) en la década de 2010. Las cifras son abrumadoras, e ilustran el siguiente argumento. Entre 2010 y 2012, “los jóvenes negros varones contaban con una probabilidad 21 veces más alta de morir a manos de la policía que sus contrapartes blancos”.10 Hace años, el reclutamiento de agentes policiales en muchos, si no es que en todos, los condados y ciudades pasó a basarse en el mérito. Ahora depende de pruebas de entrada o de exámenes de competencia para el servicio público y una serie de raseros idénticos para todos. El objetivo era volver más justo el reclutamiento y, en particular, librarlo de discriminación, dada la prevalencia del racismo en muchos departamentos de policía pequeños y medianos de todo el país. Se creyó que con esas prácticas, todos, incluyendo a las personas de color y en especial a los afroamericanos, disfrutarían de las mismas oportunidades para obtener el empleo que desearan, sin discriminación. Las cosas no ocurrieron así.

Los blancos y los negros compitieron por los mismos empleos en las mismas comunidades, incluso si algunas eran abrumadoramente negras, con una minoría blanca. Desafortunadamente, los candidatos blancos tendieron a obtener mejores puntajes en esos exámenes que los negros, por las mismas razones por las que los blancos viven en mejores circunstancias económicas, les va mejor en las pruebas SAT para entrar a la universidad y casi siempre ganan más por el mismo trabajo que los negros: ellos y sus padres recibieron una mejor educación, residen en mejores vecindarios, pertenecen a familias más unidas, etcétera. Se trata precisamente de las mismas razones que llevaron a la introducción de la acción afirmativa en muchas universidades privadas a finales de los años sesenta, y subsecuentemente en las públicas.

El resultado de las nuevas reglas de reclutamiento policial resultó excepcionalmente perverso: policías blancos en barrios de negros. El mejor ejemplo, debido a su alta visibilidad, surgió en Ferguson, Missouri, pero no es del único. En las grandes ciudades, el reto podía enfrentarse rotando agentes, formando parejas de oficiales y siguiendo los preceptos de la acción afirmativa. Sin embargo, en las comunidades más pequeñas, si la mayor parte de la fuerza policial estaba integrada blancos, era inevitable que los agentes blancos patrullaran barrios de afroamericanos. Pero no estaban equipados para lidiar con los desafíos a los que se enfrentaban. Su nivel educativo, capacitación, miedos y atavismos… en resumen, su racismo, matizado o no, los convertía en malos candidatos para patrullar barrios negros a menudo marginados y violentos. De ahí los asesinatos, de ahí el movimiento Black Lives Matter, de ahí las dificultades de encontrar respuestas a lo que parecen problemas insolubles.

El argumento a favor de las reparaciones

Tocqueville fue profético en este tema, al igual que en muchos otros (no en todos, por cierto). Nunca subestimó el enorme peso que la historia de la esclavitud acarrearía para la Unión Americana: “El más temible de todos los males que amenazan el porvenir de los Estados Unidos nace de la presencia de los negros en su suelo. […] Entre los modernos, el hecho inmaterial y fugitivo de la esclavitud se combina de la manera más funesta con el hecho material y permanente de la diferencia de raza. […] La ley puede destruir la servidumbre; pero sólo Dios puede hacer desaparecer sus huellas”.11

Ésa lógica subyace a la exigencia de reparaciones de escritores afroamericanos como Ta-Nehisi Coates y candidatos demócratas en 2019 como Elizabeth Warren o Cory Booker, e incluso Marianne Williamson, así como muchas otras personas. También se encuentra tras la HR 40, una propuesta de ley que exige un estudio formal de reparaciones para los afroamericanos (el 40 es por “40 acres y una mula”, la falsa promesa hecha a los libertos tras la Guerra de Secesión). El representante John Conyers la presentó durante casi tres décadas a la Cámara de Representantes, pero nunca fue aprobada.12 En su versión de 2019, que contemplaba 13 millones de dólares para estudiar el asunto, recibió el apoyo de casi sesenta representantes demócratas, incluyendo a la presidenta, Nancy Pelosi, y de once candidatos demócratas a la presidencia.13

La emancipación eliminó la esclavitud, pero no sus consecuencias, ni sus condiciones, sobre todo la supremacía blanca y el racismo antinegro. La tesis del pecado original y de las reparaciones establece que durante los más de 150 años posteriores a la Guerra de Secesión, el legado de la esclavitud ha permanecido con tal resiliencia que sólo una importante revisión de las relaciones raciales y las políticas públicas logrará un cambio. La conversación es distinta de la que afecta a los asiaticoamericanos o a los latinos. Con ellos, nunca existió un pecado original que dejara una huella omnipresente y distorsionara cualquier esfuerzo por avanzar de forma gradual e incremental. Por lo tanto, las cifras que reflejan la brecha entre esas minorías y los blancos han tendido a converger, aunque de manera muy lenta, sobre todo para los hispanos.

Tras la abolición y la Reconstrucción, el legado de la esclavitud se fortaleció pronto. Primero vinieron las leyes de Jim Crow, la privación de derechos, los linchamientos, el Ku Klux Klan y la segregación aguda en el sur. Luego, cuando ocurrió la Gran Migración y más de 6 millones de afroamericanos se mudaron al norte, “los negros de todo el país quedaron fuera del mercado hipotecario legítimo”, el mecanismo de mayor acumulación de riqueza de la historia del país.14 La discriminación y la segregación barrial, escolar y laboral desde antes de la Primera Guerra Mundial hasta las décadas de 1940 y 1950 garantizaron que incluso en grandes ciudades con hegemonía del Partido Demócrata como Chicago, la brecha entre negros y blancos permaneciera infranqueable y abismal. Según Coates, “los negros y los blancos no habitan la misma ciudad. Los ingresos per cápita promedio de los vecindarios blancos de Chicago suman casi el triple que los de sus barrios negros. […] Un barrio negro con una de las mayores tasas de encarcelamiento contó con una tasa más de 40 veces más alta que el vecindario blanco con la tasa máxima”.15

Poco ha cambiado con los años. La brecha de ingresos entre hogares negros y blancos apenas se ha movido desde 1970. Incluso tras la Ley de Derechos Civiles y la Ley de Derecho al Voto de los años sesenta, de Medicare y Medicaid, de la acción afirmativa a partir de los años setenta, de un presidente negro durante dos periodos y de alcaldes negros en muchas ciudades, incluyendo Nueva York, Chicago y Los Ángeles, las estadísticas se mantienen en una obstinada inmovilidad. Ha surgido una clase media negra, pero reside en vecindarios de menor calidad de vida y peores servicios que las familias blancas con los mismos ingresos y riqueza. El desempleo entre los negros, para los graduados de la universidad y quienes no cuentan con un título, supera por mucho al de los blancos. La cantidad de negros que viven bajo el umbral de pobreza resulta incomparablemente mayor a la de blancos en esas condiciones. En lo que respecta al nivel educativo, el índice de encarcelamiento nacional, la mortalidad infantil, las estadísticas de salud y acceso a atención médica, y todos los demás indicadores, los negros y los blancos viven en países distintos, aunque no separados. Según un equipo de economistas que sondearon la movilidad de los norteamericanos nacidos entre 1978 y 1983, los hijos negros de padres ricos sufrieron una pasmosa movilidad descendente en comparación con los blancos. Prácticamente no existe transmisión intergeneracional de riqueza entre ellos.16

En 1962, antes de las grandes reformas de la década, la riqueza promedio de los hogares blancos alcanzaba un nivel siete veces superior al de sus contrapartes negros. En 2019, la riqueza media de los hogares negros sumó 138 000 dólares; para los blancos, 933 000, o siete veces más: exactamente el mismo múltiplo que en 1962.17 La propiedad de vivienda, el instrumento clásico de creación de riqueza en una sociedad de clase media, también se mantuvo en el mismo lugar que en 1968: 42 %, comparado con el 73 % de las familias blancas dueñas de su hogar.18 El ingreso medio de los hogares negros, en contraposición a la riqueza, alcanza los 34 000 dólares al año; para los blancos, constituye 68 000 dólares, exactamente el doble.19 Coates presenta una conclusión lapidaria: “Ignorar que una de las repúblicas más antiguas del mundo se erigió sobre cimientos de supremacía blanca, fingir que los problemas de una sociedad dual son los mismos que los del capitalismo no regulado, equivale a cubrir el pecado del saqueo nacional con el de la mentira nacional. La mentira ignora que reducir la pobreza en Estados Unidos y acabar con la supremacía blanca no son lo mismo”.20

Haciendo a un lado nuestra exclusión de los asiaticoamericanos y los latinos de esta breve discusión de la raza en la Unión Americana, podemos mencionar que la familia blanca media posee 41 veces más riqueza que la familia negra media, pero tan sólo 22 veces más que la familia latina media.21 La proporción de familias latinas con patrimonio neto cero o negativo disminuyó de manera significativa.22 Se podría añadir que tanto negros como blancos continúan subestimando la brecha de riqueza e ingresos que los separan. Según un estudio realizado por la Universidad de Yale en 2017, la distancia entre percepción y realidad puede alcanzar el 25 %: la gente cree en una brecha más estrecha que la real.23

Los extranjeros que han revisado esta lacerante pregunta han contestado de distintas formas. Algunos se muestran más sensibles que otros. Myrdal no formuló así el dilema, pero queda claro que se encontraba indeciso respecto a su esperanza para el futuro. Parecía creer que la idea de que “el problema de los negros se resolvería con el paso del tiempo” era falsa, incluso si algunos académicos y políticos serios así lo hubieran creído hasta ese momento y aún lo siguieran creyendo después. Pensaba, siendo uno de los creadores del Estado de bienestar sueco, en la “ingeniería social”, que, en 1942, se refería —quiero pensar— a una revisión total de las instituciones, políticas públicas y algo parecido a un nuevo New Deal. Hoy en día, creo, se encontraría entre los reformistas radicales.

No todos están de acuerdo. El escritor y profesor de derecho de la Universidad de Cornell Aziz Rana, por ejemplo, considera que Myrdal formaba parte del “bando del credo”, quienes creían que la brecha entre la realidad racial de Estados Unidos y su credo igualitario se resolvería de forma gradual, lenta y dolorosa, pero sin duda alguna, a favor del credo.24 En 1904, Weber, un alemán más draconiano, se mostraba “absolutamente convencido de que el problema de la ‘línea de color’ constituirá el problema primordial del futuro, aquí y en el resto del mundo”.25

Un académico extranjero más reciente ha dado vaivenes entre los dos enfoques sobre la raza en la Unión Americana. Primero, Bernard-Henri Lévy describe Atlanta —una ciudad que visitó en su viaje de 2004 por Estados Unidos— en términos elogiosos: “Aquí estoy en Atlanta, un ejemplo de desegregación pacífica, […] un símbolo de emancipación exitosa, […] prueba viva de que el racismo, la estupidez y el crimen se pueden resolver bajo el capitalismo, y de que se ha pasado la página”.26 El subtexto es que si esto es posible en la ciudad natal de Martin Luther King, lo mismo puede suceder en cualquier otro lugar, aunque el proceso requiera más tiempo y dolor.

Luego mantiene una larga conversación con el jefe de la oficina del Wall Street Journal en Atlanta, quien de inmediato le comparte historias sobre la perpetuación de la esclavitud tras la Emancipación bajo otras formas, sobre Jim Crow y la manera en la que se realizaron las encuestas de los últimos esclavos supervivientes. Lévy entonces se pregunta: “¿Y si esta feliz fachada, esta imagen de una ciudad negra sin amargura ni complejos, fuera justo eso: una fachada, con una hermosa laguna mental en el centro?”.27 No ofrece ninguna respuesta.

Tampoco lo hace Naipaul, quien pasó más tiempo en la ciudad y salió de ella con una impresión similar, ambivalente: “Pero aquí en Atlanta […] se circunscribió el poder [negro]. Y tal vez la misma dignidad que la política de la ciudad le ofreció al negro lo volvió más consciente de la gran riqueza circundante y del verdadero poder de la Atlanta blanca. Por lo que la política de la ciudad habrá parecido un juego, una forma de drenar el enojo de los negros. Al igual que la legislación de los derechos civiles les entregó derechos sin dinero ni aceptación, quizá la política de la ciudad les dio puestos sin poder, y estimuló otro tipo de ira, insaciable”.28 Ambos autores manifiestan la misma duda respecto al progreso racial, incluso en una ciudad supuestamente ejemplar como Atlanta. Una creciente cantidad de estadunidenses albergan esas mismas dudas.

¿Qué piensan los norteamericanos del estado actual de las relaciones raciales en Estados Unidos? Se declaran ambivalentes, pero muestran una tendencia hacia una mayor preocupación y división que hace una o dos décadas. Para empezar (y como era de esperarse), los negros y los blancos ven las cosas muy distinto. En encuestas realizadas durante los últimos cincuenta o sesenta años, los negros han mostrado una apreciación bastante más pesimista de las relaciones raciales, de las causas de la discriminación y la desigualdad, y de las políticas para mejorar la situación que los blancos. En 2017 se dio la opinión más negativa de negros y blancos sobre las relaciones raciales desde los motines de Los Ángeles en 1992 (a causa de la golpiza que le propinó la policía a Rodney King). En ese entonces, sólo 20 % de los negros y 25 % de los blancos declararon que las relaciones raciales en general eran buenas.29

Las cifras positivas aumentaron y alcanzaron su cenit durante el primer periodo de Obama, cuando 59 % de los negros y 65 % de los blancos albergaban una opinión optimista. Sin embargo, para 2017, tan sólo 28 % de los negros tenían una opinión positiva, y 40 % de los blancos. Al terminar 2017, los blancos, hispanos y negros pensaban que las relaciones raciales se encontraban peor que antes. Los afroamericanos, comprensiblemente, fueron los más sombríos. La situación se polariza más cuando el encuestador pregunta si el país necesita continuar realizando cambios para lograr la igualdad racial. Durante los primeros quince años de este siglo, alrededor de la mitad creía que sí, y la otra, que no. Pero para finales de 2017, la brecha se abrió de forma considerable: 61 % consideraba que se requerían más cambios, mientras que 35 % suponía lo contrario. Al desglosarse entre demócratas y republicanos, la polarización se agudiza. Más del 80 % de los estadunidenses que se consideraban demócratas o afines pensaban que se requerían más cambios, contra sólo 32 % de los republicanos.

Respecto a la pregunta clave sobre cuál es la razón por la que los afroamericanos no pueden salir adelante en Estados Unidos, la discriminación racial o lo que los encuestadores llaman “la condición de los negros”, la diferencia se ha ampliado. En 2010, justo después de que Obama tomara posesión, 67 % de los norteamericanos creían en “la condición de los negros”: sólo 18% culpó a la discriminación racial. Cuando Obama terminó su mandato, a finales de 2017, la cifra de “discriminación racial” se había disparado a 41 %, mientras que el porcentaje que señalaba a los negros como responsables de su condición cayó a 49 %.30

Obama marcó una gran diferencia, pero no necesariamente logró que la gente creyera que la discriminación racial estaba disminuyendo en Estados Unidos. Al final, tras haber caído durante varios años —a principios del siglo XXI—, el apoyo a la acción afirmativa aumentó de nuevo. En fechas recientes, 71 % de los norteamericanos concluyeron que los programas de acción afirmativa en las universidades resultan positivos.31 Ante los fallos de la Suprema Corte, algunos podrían preguntar: ¿y qué? De hecho, esos cambios en la opinión pública podrían sentar las bases para una reforma mucho más amplia, ya sea educativa o en otros ámbitos.

El mayor obstáculo que enfrenta cualquier tipo de cambio radical en la sociedad estadunidense para reparar por fin el daño causado por la esclavitud radica en la actitud de los blancos. En 2014, tras la publicación del ensayo de Coates, la mitad de los norteamericanos blancos creía que la esclavitud no contribuía en absoluto a los bajos niveles de riqueza promedio de los negros.32 Sólo 14% consideraba que la esclavitud constituía un factor importante.33 Por el contrario, la mitad de los afroamericanos lo consideraba un factor importante, y sólo 14 % creía que no representaba un factor en absoluto.34 En otras palabras, las dos gráficas eran la imagen contraria en el espejo, la una de la otra. Y si alguien preguntaba si deseaban una solución extrema, como reparaciones en forma de transferencias a descendientes de esclavos, un minúsculo 6 % de los blancos lo aprobaba, contra casi 60 % de los negros.35 En 2014, a los estadunidenses no les gustaba la idea de reparaciones para los negros ni para los nipoamericanos detenidos durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo. Sólo aprobaban las reparaciones de los alemanes a los judíos que hubieran sobrevivido al Holocausto.36 Un libro reciente de Susan Neiman, Learning from the Germans, ha profundizado en la comparación.37

Para resumir el estado de la opinión en 2019, un especialista de Gallup expresó las cosas de la siguiente manera: “Sólo 18 % de los negros se encuentran satisfechos con la manera en la que los tratan en este país, comparados con la mitad de los blancos, que afirman que les satisface la manera en la que tratan a los negros. Más de la mitad de los negros creen que reciben un peor trato que los blancos por parte de la policía, en tiendas y centros comerciales y en el trabajo. Alrededor de la mitad de los negros dicen que los negros son tratados menos favorablemente en tiendas de barrio, restaurantes y al recibir atención médica”.38

Las reparaciones son en realidad una representación o una palabra de moda para referirse a una estrategia más amplia, ambiciosa y universal para corregir los horrores del pasado, expiar los pecados y trabajar de manera efectiva por un futuro mejor. También podrían limitarse a reconocer los errores del pasado, según algunas interpretaciones. Pero en general parten de la premisa de que lo que se ha realizado hasta ahora, digamos, desde los años de Kennedy y Johnson, no ha funcionado, aunque ciertas medidas o políticas en específico hayan resultado más exitosas que otras. Varios académicos han intentado desarrollar los detalles de lo que implicaría una revisión produnda del estado actual de las cosas, aunque la mayoría imaginan un nuevo Estado de bienestar, con capítulos específicos para los afroamericanos y, quizá, para otras minorías discriminadas. Incluiría reparaciones, pero no se limitaría a éstas.

William Darity, por ejemplo, ha argumentado que ofrecer transferencias sin atacar las estructuras subyacentes que han evitado que los negros generen riqueza no funcionaría. Él prefiere una “cartera de reparaciones”. Se refiere a una combinación de transferencias individuales y propuestas raciales como vales para la adquisición de activos financieros, seguro médico gratuito o educación universitaria gratuita para los negros, o un fondo fiduciario exclusivo para afroamericanos. También aboga por un programa educativo que enseñe a todos los estadunidenses la historia completa de la esclavitud y sus secuelas, lo que ayudaría al país a comprender el daño causado.39

The Economist elogió otra de sus propuestas, formulada junto con su colega Darrick Hamilton, por la posibilidad de que reduzca la brecha de herencia entre negros y blancos. Algunos economistas especulan que ahí yace el factor más importante de perpetuación de la desigualdad. Sugieren, junto con líderes demócratas como Cory Booker, “bonos para bebés”, o una cuenta en un fideicomiso para todos los niños nacidos en la Unión Americana.40 No se podría acceder a ella hasta la mayoría de edad, y el gobierno la alimentaría cada año, con depósitos mayores para las familias más pobres.

¿Resulta factible una ambición tan valiente y grandiosa a mediano plazo? Probablemente no, a menos que ocurran cambios drásticos en Estados Unidos. El resumen de Karl Marx en su carta a Abraham Lincoln para felicitarlo por su reelección en 1864 refleja la magnitud de la transformación de ese entonces: “Los obreros de Europa cuentan con la convicción de que, al igual que la Guerra de Independencia de Estados Unidos inició una nueva era del ascenso de la burguesía, la guerra contra la esclavitud de Estados Unidos logrará lo mismo para el proletariado. Consideran un signo de la época por venir que Abraham Lincoln, hijo honrado de la clase obrera, obtuviera la misión de dirigir a su país en la lucha sin par por el rescate de una raza en cadenas y la reconstrucción de un mundo social”.41

Sin embargo, también resulta cierto que las tensiones en el statu quo han crecido en lo que concierne al tema de la raza, quizás a niveles intolerables. La elección de Obama despertó esperanzas enormes en todo el mundo, pero las mayores se dieron entre los afroamericanos. Algunas se cumplieron; otras quedaron reemplazadas por frustración e incluso desesperanza. Por eso vale la pena revisar el otro punto de vista, que tal vez personifique Obama mismo, y que podemos llamar el enfoque de la virtud original.

La virtud original, o mantener el rumbo (correcto)

Aziz Rana resumió el segundo enfoque, el de la virtud original, de manera sucinta: “Este modelo de reforma rechazó la necesidad de cualquier ruptura fundamental con el pasado, pues podría interpretarse como la continuación de la historia de Estados Unidos en vez de una corrección radical de su rumbo. En vez de reestructurar el tejido social, el propósito de la reforma consiste en que más personas cuenten con acceso a los bienes existentes: terminar con la discriminación formal, brindar las mismas oportunidades a elementos dignos de la comunidad negra, eliminar todos los techos de cristal basados en raza o género”.42 El término virtud original puede usarse de manera sincera —no irónica—, porque se puede argumentar —y se ha hecho— que los Padres Fundadores, sus documentos e instituciones, sus teorías y su práctica generaron la posibilidad de superar el pecado original de la esclavitud.

La Constitución, la Declaración de Independencia, la Carta de Derechos, el pacto del Colegio Electoral de 1787, todos estos documentos consagraron la esclavitud y su función en la sociedad y la economía de Estados Unidos en su conjunto. Pero también posibilitaron otros cambios, como la Guerra de Secesión, la Emancipación, la Reconstrucción, el New Deal, la Ley de Derechos Civiles y la elección de Obama. Las transformaciones fueron terriblemente lentas y parciales. Son insuficientes, sin embargo, a lo largo de los años, la situación de los afroamericanos ha mejorado en términos absolutos, aunque no en relación con los blancos, hispanos o asiaticoamericanos.

Desde esa perspectiva, los importantes avances que han sucedido se derivan del mismo origen: un sistema político, económico y legal que, con el tiempo, permitió e incluso garantizó que se eliminaran los rasgos más indignantes del nacimiento de la República. Se requirió una guerra, el movimiento por los derechos civiles, batallas legales y motines, mucho dolor y tristeza, pero al final se logró la justicia. Aún quedan muchos retos desalentadores, pero las mismas instituciones que permitieron el progreso hasta ahora garantizan que se mantenga el rumbo apropiado.

No sólo ha surgido una clase media negra, sino que se ha ampliado hasta conformar más de una tercera parte de la población afroamericana. Hoy en día, más negros que nunca antes en la historia asisten a la universidad, votan y son electos, en todos los niveles: ciudades, legislaturas estatales, palacios de gobierno, el Capitolio y la Casa Blanca. Cada vez se encuentran mejor representados en los negocios, los medios de comunicación, las profesiones de altos ingresos, el entretenimiento y la academia. El efecto acumulativo de las principales reformas del último medio siglo ha sido real y significativo. El plan es continuar por el mismo camino, reparando lo que no ha funcionado de forma efectiva y persistiendo en lo que sí.

Según sus partidarios, este enfoque implica, entre otras políticas, que la acción afirmativa en la educación y los contratos gubernamentales para las pequeñas empresas debería continuar y ampliarse. La discriminación y las tasas de encarcelamiento, el reclutamiento de policías y las políticas policiales deberían combatirse y revisarse constantemente. Deben prohibirse las formas persistentes de discriminación bancaria e hipotecaria, así como la segregación de viviendas, poniendo especial atención especial a ciertos grupos desfavorecidos, como madres solteras, niños pequeños o ancianos.

Pero las sugerencias de los seguidores del gradualismo y la persistencia no se limitan a recomendaciones específicas para los afroamericanos. También proponen reformas importantes para todos los estadunidenses, pues contarán con un efecto desproporcionadamente favorable para las personas de color y ventajas obvias en la construcción de apoyo político. Medicare para todos; educación gratuita en universidades públicas o técnicas; despenalización de ciertas drogas, guarderías universales; licencia de maternidad y paternidad; fin a las sentencias obligatorias y la reforma del sistema penal; revisar la conducta policial en ciudades grandes; permitir que el gobierno federal intervenga directamente en casos atroces de racismo, brutalidad o incompetencia: todas esas reformas al Estado de bienestar norteamericano parecen razonables, factibles, tal vez costosas, pero no impagables para una sociedad de una riqueza tan grande.

En este enfoque, se requieren pasos incrementales, debates nacionales y tiempo. Tales medidas resultan necesarias para reducir la desigualdad en todo Estados Unidos: entre blancos y personas de color; entre negros, y entre blancos. Desde ese punto de vista, el reto fundamental consiste en desmantelar las políticas que han agravado la desigualdad desde 1980, y poner en práctica otras que la reduzcan para todos los norteamericanos.

Esa forma de pensar parece muy sensata. Además, el argumento a favor del gradualismo se fortalece por la resistencia u oposición total a la alternativa. No parece existir un consenso inminente, ni siquiera la esperanza de uno a mediano plazo, a favor de una perspectiva más radical. Ciertamente, cuando los extranjeros sienten la ira y desesperación de los negros en las manifestaciones contra la brutalidad policial, o de los latinos que viven en condiciones no mucho mejores a las de sus padres o abuelos antes de emigrar, resulta fácil denunciar el pragmatismo o incluso el cinismo implícito en la estrategia incremental de los reformistas. Al observar la increíble polarización del electorado estadunidense, de acuerdo con la cual los blancos votaron por márgenes enormes a favor de Trump en 2016 —una diferencia de 37% entre varones blancos sin educación universitaria, y de 9% entre mujeres blancas (contra una mujer blanca)— y los negros, latinos y asiaticoamericanos lo hicieron por márgenes mucho mayores a favor de Clinton, resulta difícil descartar la necesidad o inevitabilidad del enfoque del “pecado original”.43

Pero sólo reconocer el lamentable statu quo no constituye un argumento suficiente a favor del cambio necesario y deseable. Los norteamericanos han utilizado distintas herramientas en diferentes momentos para lograr la transformación que su sociedad reclama. A excepción de la Guerra de Secesión, se ha tratado de herramientas moderadas, graduales y demoradas. Algunos observadores externos, familiarizados tanto con Estados Unidos por haber vivido ahí, como con la esclavitud, la cuestión racial y la conquista por haberlas presenciado de primera mano en sus propios países, concluyeron hace casi 150 años que la “virtud original” no funcionaba. Hacia allá apuntaba José Martí en 1894: “Lo que ha de observar el hombre honrado es, precisamente, que no sólo no han podido fundirse, en tres siglos de vida común, o uno de ocupación política, los elementos de origen y tendencia diversos con que se crearon los Estados Unidos, sino que la comunidad forzosa exacerba y acentúa sus diferencias primarias, y convierte la federación innatural en un estado, áspero, de violenta conquista”.44

Lo más probable es que el terrible caos de las relaciones raciales en Estados Unidos sólo mejore con tiempo y paciencia. No se trata de la vía que yo prefiero. Pero no parece que exista una tercera opción, otro camino fuera del radical e imposible o el incrementalista y hasta ahora fútil.

Jorge G. Castañeda
Secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Profesor de política y estudios sobre América Latina en la Universidad de Nueva York. Entre sus libros: Sólo así: por una agenda ciudadana independiente y Amarres perros. Una autobiografía.

El libro Estados Unidos: en la intimidad y a la distancia (Debate) estará en librerías en agosto de este año.


1 Gates, H. L., Stony the Road: Reconstruction, White Supremacy, and the Rise of Jim Crow, Nueva York, Penguin Group USA, 2019, pp. 2, 4.

2 Vasconcelos, J., La Raza Cósmica, Editorial Porrúa, México, 2017, p. 16.

3 “Claritas-Median-HHI-by-Race-Ethnicity-Feb2019”, Marketing Charts, https://bit.ly/3cFnhAx.

4 Amadeo, K., “How to Close the Racial Wealth Gap in the United States”, The Balance, 25 de junio de 2019, https://bit.ly/3h3mkFT, consultado el 22 de abril de 2019.

5 “Report: Dreams Deferred”, Institute for Policy Studies, 22 de marzo de 2019, https://bit.ly/2A4DjqF, consultado el 19 de abril de 2019.

6 No soy insensible a los matices del uso de los términos afroamericano y negro. Teju Cole, el novelista afroamericano de padres nigerianos que imparte escritura creativa en Harvard resume algunos de ellos de manera elocuente: “‘Negro americano’ significaba negro descendiente de esclavos. En términos del discurso estadunidense, no se trataba de todas las personas negras del mundo: se trataba de algo muy localizado en la situación de Norteamérica. Ser negro en Estados Unidos, ese tenor localizado de ‘negro’, se debe aprender, […] como Obama aprendió a ser negro, como los negros británicos que viven en Los Ángeles aprenden a ser negros, como los jamaiquinos en Brooklyn, los haitianos en Miami, los eritreos en Washington y los gambianos en el Bronx aprenden a ser negros”. Al igual que con los términos latinos e hispanos, para los fines de estos pasajes, voy a usarlos como sinónimos, sin ignorar por ello las opiniones divergentes sobre el tema.

7 Freyre, G., Casa-Grande y Senzala, trad. de Darcy Ribeiro, Caracas, 1985, pp. 346-347.

8 Gates, H. L., Reconstruction: America After the Civil War, p. 16.

9 Fleming, C. M., How to Be Less Stupid about Race.

10 Kendi, I. X., Stamped from the Beginning: The Definitive History of Racist Ideas in America, Nation Books, Nueva York, 2016, p. 1.

11 Tocqueville, Alexis de, La democracia en América, trad. de Lluís Cuéllar, Fondo de Cultura Económica, México, 1957, Capítulo X.

12 Lockhart, P. R. “The 2020 Democratic Primary Debate over Reparations, Explained”, Vox, 19 de junio de 2019, https://bit.ly/2XM6wzI.

13 Stolberg, S. G., “At Historic Hearing, House Panel Explores Reparations”The New York Times, 19 de junio de 2019, https://nyti.ms/3dWqHAg, consultado el 30 de junio de 2019.

14 Coates, Ta-Nehisi, “The Case for Reparations”, The Atlantic, 22 de junio de 2018, https://bit.ly/3cJhUR8, consultado el 8 de marzo de 2019.

15 Ibid.

16 “The Sons of Slaveholders Quickly Recovered their Fathers’ Wealth”, The Economist, 4 de abril de 2019, https://econ.st/3eVGjV0, consultado el 28 de abril de 2019.

17 “The Black-White Wealth Gap Is Unchanged after Half a Century”, The Economist, 6 de abril de 2019, https://econ.st/2ATf9z7, consultado el 12 de abril de 2019.

18 Ibid.

19 “EPI analysis of Current Population Survey Annual Social and Economic Supplement Historical Poverty Tables (Table H-5 and H-9) Figure A”, de: “E. (s.d.), Real Median Household Incomes for All Racial Groups Remain Well Below their 2007 Levels”, https://www.epi.org/blog/real-median-household-incomes-racial-groups/, consultado el 3 de marzo de 2019.

20 Coates, “The Case for Reparations”.

21 Collins, Ch., “New Study Says the Median Black Family Will Have Zero Wealth by 2082”, In These Times, 31 de enero de 2019, https://bit.ly/2AgqYzt, consultado el 10 de junio de 2019.

22 “Wealth Gaps Rise to Record Highs between Whites, Blacks, Hispanics”, Pew Research Center’s Social & Demographic Trends Project, 15 de abril de 2014, https://pewrsr.ch/37bH61m. “Board of Governors of the Federal Reserve System”, The Fed — Recent Trends in Wealth-Holding by Race and Ethnicity: Evidence from the Survey of Consumer Finances,  https://bit.ly/3cF1yZC, consultado el 22 de agosto de 2019.

23 “How Fair Is American Society?”, Yale Insights, 18 de septiembre de 2017, https://bit.ly/2AMPkkz, consultado el 22 de agosto de 2019.

24 Rana, A., “Race and the American Creed”, no. 1, 28 de septiembre de 2016, https://bit.ly/2BMlk8R.

25 Nolan, What They Saw in America, p. 88.

26 Lévy, B., American Vertigo, p. 265.

27 Ibid., p. 268.

28 Naipaul, Turn in the South, p. 58.

29 “Most Americans Say Trump’s Election Has Led to Worse Race Relations in the U.S.”, Centro de Investigaciones Pew para el Pueblo y la Prensa, 26 de diciembre de 2018, https://pewrsr.ch/2zg1fqD.

30 “Views on Race, Immigration and Discrimination”, Centro de Investigaciones Pew para el Pueblo y la Prensa, 18 de septiembre de 2018, https://pewrsr.ch/2AeAbZf, consultado el 22 de junio de 2019.

31 Newport, F., “The Harvard Affirmative Action Case and Public Opinion”, Gallup.com, 5 de agosto de 2019, https://bit.ly/3dM1V5U, consultado el 20 de agosto de 2019.

32 “Overwhelming Opposition to Reparations for Slavery and Jim Crow”, YouGov, s.d., https://bit.ly/3dMsZBZ.

33 Ibid.

34 Ibid.

35 Ibid.

36 Ibid.

37 Neiman, S., Learning from the Germans: Race and the Memory of Evil, Nueva York, Farrar, Straus, and Giroux, 2019.

38 Newport, F., “Reparations and Black Americans’ Attitudes About Race”, Gallup.com, 1 de marzo de 2019, https://bit.ly/2AMQ3SP, consultado el 2 de abril de 2019.

39 Lockhart, P. R., “The 2020 Democratic Primary Debate over Reparations, Explained”.

40 “The Black-White Wealth Gap Is Unchanged after Half a Century”, The Economist, 6 de abril de 2019, https://econ.st/30q4kPV, consultado el 2 de mayo de 2019.

41 Marx, “Marx’s Letter to Abraham Lincoln”, https://bit.ly/2UnNVrg.

42 Aziz, R., Race and the American Creed.

43 Coates, Ta-Nehisi, “The First White President”, The Atlantic, 22 de mayo de 2018, https://bit.ly/37d84FO, consultado el 19 de noviembre de 2018.

44 Martí, J., “La verdad sobre los Estados Unidos”, Centro de Estudios Martianos, 2020, https://bit.ly/3dJTGHL, consultado el 2 de mayo de 2020.

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