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La triste realidad de una América Latina aún dividida ante la situación de los derechos humanos en Nicaragua

El pasado 12 de marzo el Gobierno de Nicaragua anunció que suspendía las relaciones diplomáticas con el Vaticano, en represalia por las declaraciones del papa Francisco a un portal de noticias argentino. El pontífice criticó con vehemencia las violaciones a los derechos humanos en Nicaragua, definió a Daniel Ortega como un dictador, y equiparó su conducta a la de 1917 en Rusia, y en 1935 en Alemania. Las denuncias papales, sin duda, fueron motivadas por las crecientes agresiones de la dictadura sandinista a la Iglesia católica local, incluyendo la sentencia de 26 años de cárcel al obispo de Matagalpa, el cierre de varias universidades católicas y la virtual expropiación de la sede de la Nunciatura.

Los motivos que condujeron a que múltiples gobiernos en el mundo censuraran a Ortega en semanas recientes no habían bastado para que el Vaticano se manifestara: ni el encarcelamiento durante más de dos años a más de 200 presos políticos, ni el exilio forzado de los mismos, después de su liberación, ni haberles retirado la nacionalidad nicaragüense habían sido suficientes para que el papa se pronunciara en términos tan contundentes.

Es probable que la nueva definición del Vaticano se deba igualmente a la publicación del informe del Grupo de Expertos del Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos sobre Nicaragua, encabezado por Jan-Michael Simon, hace un par de semanas. Dicho reporte incluyó también la analogía con la época nazi en Alemania (tal vez generando las mismas dudas sobre la validez de la comparación) y suscitó reacciones vigorosas en buena parte del mundo.

Condenaba al régimen por violaciones constantes a los derechos humanos y por una represión generalizada, la detención de políticos y la confiscación ilegal de la nacionalidad nicaragüense. Este informe, así como el destierro forzoso y la supresión de la nacionalidad, constituyeron factores que comenzaron a despertar una condena más generalizada a la dictadura de Ortega en el seno de la comunidad internacional.

Pero la región que más debiera pronunciarse categóricamente sobre los lamentables acontecimientos en el país de Rubén Darío, poeta latinoamericano si lo hubo, ha reaccionado de manera contradictoria, ambivalente y heterogénea ante la barbarie sandinista. El primer gobierno en ofrecer la nacionalidad de su país a las víctimas del despojo por la dictadura fue el español.

Extraña situación, ya que no solo se trata de una coalición de izquierda, sino que incluye al partido Podemos, más bien favorable a las tres dictaduras latinoamericanas (Nicaragua, Cuba y Venezuela). Uno de los primeros países de América Latina en condenar a Ortega por esta conducta fue Chile, presidido por la izquierda. Lo hizo primero a través de su entonces canciller Antonia Urrejola y luego mediante un comunicado en el que se ofreció igualmente extender la nacionalidad chilena a cualquier expatriado nicaragüense que la solicitara.

Casi de inmediato, la poeta Gioconda Belli, una de las nicaragüenses sin nacionalidad, aceptó el ofrecimiento. La canciller chilena en ese momento declaró que “cada día más, se trata de una dictadura totalitaria”.

Colombia entregó la nacionalidad de ese país a Sergio Ramírez, escritor y exvicepresidente de Nicaragua, pero inicialmente se limitó a expresar su preocupación por el despojo de la nacionalidad, y consideró que la liberación y expulsión de los presos constituía un paso importante para el diálogo. Ya unos días después se manifestó con mayor contundencia, al afirmar que se trataba de “procederes dictatoriales” y expresar su “repulsión” al respecto.

México, Brasil y Argentina, sin embargo, han sostenido posiciones mucho más reservadas, o si se prefiere, temerosas y neutras. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, sugirió que los expulsados de Nicaragua podían solicitar la nacionalidad mexicana, insinuando que su solicitud sería aceptada, pero se negó a condenar la conducta de Ortega, y llamó al diálogo, dando a entender que México podía desempeñar un papel de mediación o reconciliación en Nicaragua. Huelga decir que nadie le ha pedido que lo haga, salvo Estados Unidos, que en el pasado utilizó a México para mandar señales a Managua. Argentina ha hecho más o menos lo mismo: ofreció la nacionalidad del país a quien la solicitara, pero evitó una clara condena a la dictadura, siendo un poco más crítica que México.

Brasil se mantuvo en silencio por varias semanas, hasta que se pronunciara su embajador ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, Tovar da Silva Nunes, en Ginebra. Primero, propuso un diálogo con el gobierno de Nicaragua, y un “abordaje positivo” con Ortega, para enseguida manifestar su preocupación por “las informaciones de graves violaciones de derechos humanos y restricciones al espacio democrático, en concreto, ejecuciones sumarias, detenciones arbitrarias y torturas”. El embajador también dijo que su país ofrecía la nacionalidad a los opositores expulsados por Nicaragua.

La matizada declaración (habla de informaciones al respecto, no de hechos, y la definición correspondió a un embajador, no al canciller o a la presidencia) viene después de un deslinde brasileño frente al informe Simon, del Alto Comisionado. Junto con López Obrador, el presidente Lula da Silva ha sido el más neutro de los latinoamericanos de izquierda. Obviamente los bolivarianos, como Bolivia, Cuba y Venezuela, han apoyado a Ortega, al grado de comparecer a su lado en Caracas hace unos días para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de Hugo Chávez.

Queda claro entonces que no existe una posición homogénea y sin ambages de los principales Gobiernos de izquierda de América Latina ante la situación en Nicaragua. Pero esta debilidad, en lo individual, se acentúa cuando pasamos al nivel colectivo.

Desde la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos en 2017, en Cancún, cuando faltaron los votos para invocar los capítulos pertinentes de la Carta Democrática Interamericana y condenar las violaciones a los derechos humanos en Nicaragua, no ha sido posible construir una mayoría en la OEA para criticar, censurar o suspender a la dictadura de Daniel Ortega de la organización. Ningún país (obviamente tampoco Estados Unidos o Canadá) se atreve hoy a traer el tema a una reunión de consulta o la asamblea que se realizará en junio.

La razón es sencilla: la falsamente llamada “marea rosa” en América Latina no se atreve a encabezar o a alentar un proceso de esa naturaleza. Son todos demócratas, salvo cuando se trata de proceder institucionalmente, con los instrumentos existentes, contra una dictadura. Eso nos dice mucho sobre cada uno de los regímenes de izquierda en la región. Unos –Chile y Colombia a medias – son más serios (Perú, quién sabe). Otros –México, Argentina y Brasil– se acobardan e invocan principios o funciones que no vienen al caso. Y unos más –Cuba, Venezuela, Bolivia– muestran su verdadero ser al apoyar y festejar a Daniel Ortega. Esa es la triste realidad de América Latina hoy.

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