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Las dificultades que enfrentan los gobiernos de izquierda en Chile, Colombia y Brasil para avanzar en programas sociales

Desde finales de 2021 por lo menos tres nuevos gobiernos que se definen a sí mismos como de izquierda han tomado posesión en América Latina.

En la estela de presidentes de la misma inclinación política e ideológica electos en 2018 y 2019 en México y Argentina, los nuevos mandatarios de Chile, Colombia y Brasil llegaron al poder despertando grandes expectativas, sobre todo en materia de política social. Después de la pandemia y de la recesión económica que trajo consigo, y en el caso de Colombia y Chile, de estallidos sociales de gran envergadura, se espera de Gabriel Boric, de Gustavo Petro y de Luiz Inácio Lula da Silva un esfuerzo sólido y sostenido de (re)construcción del estado de bienestar.

Gracias a la experiencia acumulada, a la pericia de sus principales colaboradores económicos, y a su propia prudencia, los tres presidentes han buscado realizar sus reformas sociales junto con reformas fiscales significativas. Esto ya constituye un avance en América Latina. Con la excepción parcial de Brasil, además de Cuba y Argentina, la recaudación fiscal en la región es abismalmente baja, pero muchos reformadores, como por ejemplo Andrés Manuel López Obrador en México, no han querido financiar sus proyectos con un incremento serio de esta carga fiscal. Boric y Petro sí, y Lula, de otra forma, también ha procurado incrementar el gasto social con un financiamiento sano.

Boric propuso desde su campaña una reforma fiscal en torno al 4% del PIB al terminar su cuatrienio. Como era lógico, la negociación con la oposición de derecha y con el sector empresarial trajo consigo una rebaja de los montos y de la mezcla de impuestos, para desembocar en una propuesta que sumara 3,6% del PIB. Se trataba de una reforma menor, pero de ninguna manera insustancial y, sobre todo, indispensable para financiar las reformas de salud y de pensiones que la coalición de izquierda se había comprometido a realizar. Se ubica en una paradoja chilena: desde los primeros años de los gobiernos de la Concertación, la carga fiscal se estancó en 20% del PIB, una cifra demasiado pequeña para reducir de manera constante y significativa la desigualdad chilena, un objetivo primordial de dichos gobiernos.

Puede todavía lograr algún equivalente, pero su gran reforma inicial fue derrotada. A principios de marzo la Cámara de Diputados rechazó la llamada “idea” de la reforma de 3,6% del PIB, en los hechos enterrándola durante un tiempo. La oposición de derecha votó toda en contra, y le faltaron a Boric un puñado de votos para aprobarla. El debilitamiento del gobierno debido al fracaso de la iniciativa de una nueva Constitución; la unidad e intransigencia de la derecha; la descuidada operación política de los encargados de conseguir los votos; y las resistencias intrínsecas ante cualquier reforma fiscal: todos estos factores contribuyeron al revés infligido a Boric y a su programa.

La situación de Colombia es parecida, aunque no idéntica. Gracias a una amplia alianza, desde la izquierda hasta la centroderecha en el Congreso, Petro logró una reforma fiscal modesta, pero real. Representa en principio entre el 1,2% y el 1,3 % del PIB: nada del otro mundo, pero suficiente para empezar a financiar dos reformas sociales importantes que el candidato Petro prometió en su campaña: pensiones y salud. En campaña, Petro propuso una reforma que valdría 3,6% del PIB; su iniciativa original enviada al Congreso fue de 1,8%.

Lo que pretende la nueva reforma de las pensiones es la unificación de los regímenes públicos y privados para sumar una única pensión de vejez. Además, quiere garantizar una renta básica de jubilación para 2,5 millones de adultos mayores de 65 años sin posibilidad de pensión. En los hechos, reducirá el número de beneficiarios de seguros privados, e incrementará la cifra de asegurados por el sector público. Apenas fue presentada en el Congreso, y es imposible saber por ahora si será aprobada, ya que la coalición de Petro empieza a resquebrajarse, al rechazar la primera versión el Partido Liberal y el Partido Conservador, ni mucho menos en qué forma exacta. Es difícil que su extensión se reduzca, debido al costo de cambios más ambiciosos y de la exigüidad de la reforma fiscal.

Pero es factible también que corra la misma suerte que la reforma de salud propuesta hace mes y medio por el gobierno. Esta prevé una extensión de la cobertura a las zonas rurales y, sobre todo, hacer al Estado el único pagador de la atención médica, aunque se mantendrán las aseguradoras y los proveedores privados, pero no los administradores privados de los recursos involucrados. Tres ministros de Petro firmaron un documento cuestionando la viabilidad e idoneidad de la reforma, y uno de ellos, Alejandro Gaviria, ministro de Educación y encargado de la salud en el gobierno de Juan Manuel Santos, salió del gabinete. La iniciativa no ha llegado a una votación en el Congreso, pero la controversia desatada por la salida de Gaviria, el costo de la reforma y la resistencia de algunos sectores permiten dudar.

Petro, gracias a su coalición y quizás su menor audacia, conserva mayores posibilidades que Boric de que parte de su programa social se materialice. Pero en ambos países, el hecho de que el período presidencial sea de cuatro años sin reelección consecutiva, y las resistencias de poderosas fuerzas conservadoras y de la falta de un mandato claro, hacen que la probabilidad de grandes mutaciones sea modesta. En Brasil, dicha probabilidad se antoja aún menor.

Las diferencias son importantes. El país más poblado de América Latina es también el que cuenta con la mayor recaudación fiscal: más del 30% del PIB. Posee igualmente un sistema de salud universal, público y gratuito (con carencia de servicios en las zonas rurales, alejadas de las grandes urbes), pero asimismo un sistema generoso de pensiones, que sobre todo para los empleados públicos resulta extremadamente oneroso. Debido a los excesos en la década pasada, el Congreso impuso en 2016 un llamado techo fiscal para limitar el gasto por encima de los ingresos del erario. La pandemia permitió una primera suspensión del techo; las maniobras electorales de Jair Bolsonaro en 2022 incluyeron otra suspensión. Para poder restaurar las políticas sociales que Bolsonaro desmanteló, Lula logró la abrogación del techo antes de tomar posesión, en el entendido de que ya en la presidencia (este año) impulsaría una reforma fiscal.

Esta podría incluir efectos recaudatorios, pero se centra en gravar más a los ricos y, sobre todo, sustituir la madeja extraordinariamente compleja de impuestos indirectos, estatales y heterogéneos por un Impuesto al Valor Agregado (IVA) federal y de preferencia, único. Esto ayudaría a financiar la restauración o expansión de los programas sociales como Bolsa Familia, o Minha casa, Minha vida, y también un proyecto de nuevos programas que será presentado en el segundo semestre.

La legendaria habilidad política de Lula puede permitirle alcanzar estas ambiciosas metas. Pero los obstáculos que enfrenta, al igual que Boric y Petro, no son despreciables. La toma de las principales sedes del Estado en Brasilia, a principios de enero, por turbas bolsonaristas constituye una prenda de dichos obstáculos. La situación económica brasileña e internacional es otra, junto con el nerviosismo del empresariado brasileño. Y la salud del presidente, seguida de cerca desde su cáncer en 2011 y la operación de laringe de 2022, ha sido noticia otra vez por la postergación de su visita a China.

En otras palabras, la izquierda latinoamericana, por lo menos en estos países, ha aprendido mucho. Plantea reformas sociales de gran calado, pero sanamente financiadas, y lo hace buscando alianzas legislativas y en la sociedad. Pero este aprendizaje, y esta nueva sabiduría, traen consigo el riesgo del fracaso. A nadie le conviene que así sea, pero muchos lo desean.

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