La tragedia venezolana ha resistido innumerables intentos de encontrar un desenlace feliz. Lo han procurado unos, al buscar la derrota electoral o el derrocamiento del presidente Nicolás Maduro; otros, a través de sanciones y aislamiento internacional. Maduro, por su parte, a lo largo ya de diez años en el poder, ha sobrevivido, recurriendo a todos los instrumentos habidos y por haber: la represión violenta, la dolarización informal, las alianzas con potencias lejanas y el acercamiento con vecinos afines.
Muchos han buscado mediar entre los gobernantes, de facto o no; todos han fracasado. Los adversarios de la dictadura se han propuesto removerla, o por lo menos obligarla a celebrar elecciones equitativas y competitivas; sus partidarios la defienden a capa y espada, porque la necesitan o por auténtica empatía o afinidad. Pero el statu quo se perpetúa y nada parece capaz de modificarlo.
El fracaso más reciente parece ser la conferencia internacional convocada en Bogotá el martes 25 de abril por el presidente Gustavo Petro. Se celebra después de varias otras tentativas semejantes, hasta ahora fútiles: en República Dominicana, bajo los auspicios de líderes internacionales como José Luis Rodríguez Zapatero, y también en México, gracias a la mediación del gobierno de Noruega, de algunos contactos entre la administración del presidente Joe Biden y el equipo de Maduro. La conferencia de Bogotá, cuyo propósito consistía ostensiblemente en reanudar las conversaciones entre la oposición y el gobierno en México, no ha generado mucho optimismo.
El problema no yace, sin embargo, en los detalles del cónclave de la capital colombiana. Es cierto que solo asistieron cuatro cancilleres. Es cierto que el incidente relacionado con la llegada y salida abrupta de Juan Guaidó, dirigente opositor venezolano, tras su ingreso a Colombia de manera irregular, distrajo la atención.
Y, justo antes de la reunión, el Gobierno de Maduro expuso cinco condiciones para sentarse de nuevo a la mesa, incluyendo dos aparentemente imposibles (el retiro de la acusación ante la Corte Penal Internacional, y la liberación de Alex Saab, el empresario cercano a Maduro que está preso y procesado en EE.UU.).
Es cierto que el comunicado final, de 258 palabras, solo repite los tres lugares comunes de siempre: la celebración de elecciones justas, libres y equitativas; el levantamiento de las sanciones contra el régimen de Maduro; el reinicio del diálogo entre la oposición y el gobierno en México junto con la creación de un fondo de inversión social.
La razón por la cual no prosperó esta iniciativa, y por la cual las anteriores tampoco tuvieron éxito, reside en la complejidad de la situación venezolana. En teoría, se debiera poder avanzar simultáneamente en ambos frentes aceptados por las dos partes: celebración de elecciones, y levantamiento de sanciones y reanudación de flujos financieros a Caracas. Pero cada quien entiende esas dos exigencias de manera diferente, y la simultaneidad, o la secuencia negociada de la puesta en práctica de ambas parece casi imposible.
Para que las elecciones no carezcan de sentido, se debe de cumplir una serie de condiciones precisas. El alto representante de Política Exterior y Seguridad de la Unión Europea, Josep Borrell, ha identificado más de 20 puntos que deben concretarse en el sistema electoral venezolano. Estos incluyen, desde luego, la posibilidad de participación de todos los candidatos, la observación internacional en condiciones adecuadas, el acceso equitativo a los medios de comunicación y muchos más. Empezando por fijar una fecha, el Gobierno de Maduro hasta ahora no ha aceptado estas condiciones, mientras no se levanten las sanciones y tenga acceso a los recursos venezolanos bloqueados en el exterior, incluyendo el famoso oro en Inglaterra.
En esto tampoco se han producido avances públicos. Se trata de dineros bloqueados en Estados Unidos y en otros países, que se canalizarían a un fondo administrado por las Naciones Unidas y destinados a acciones sociales ya acordadas por el gobierno y la oposición.
En esto tampoco se han producido avances públicos. Se trata de dineros bloqueados en Estados Unidos y en otros países, que se canalizarían a un fondo administrado por las Naciones Unidas y destinados a acciones sociales ya acordadas por el gobierno y la oposición.
Pero Washington aún no libera los recursos, aparentemente temiendo que los acreedores de Caracas busquen asegurarlos en tribunales estadounidenses. Los gobiernos de Estados Unidos y Venezuela parecen no confiar el uno en el otro, y la posposición de este capítulo de la negociación permite a los venezolanos arrastrar más los pies, maniobra que han llegado a dominar como pocos.
A este obstáculo intrínseco es preciso sumar algunas dificultades adicionales. Una, evidenciada por las acciones de Guaidó en Colombia, radica en la división de las fuerzas opositoras y la intransigencia de Maduro en torno a algunas de sus figuras. No todos participan en las negociaciones en México, no todos ven con buenos ojos la participación en las elecciones de 2024, y el gobierno parece obsesionado con negarse a cualquier contacto con algunos opositores, como el propio Guaidó, María Corina Machado y Leopoldo López. Aunque en principio la oposición ha acordado celebrar una primaria en el segundo semestre para determinar quién la representará en los comicios del año entrante, las divergencias entre sus integrantes dificultan, lógicamente, las negociaciones.
Por último, el papel protagónico de Gustavo Petro es de doble filo. Por un lado, el que Colombia — el país más afectado por la crisis humanitaria venezolana, producto de los delirios económicos de Maduro— haya restablecido una relación “normal” con Caracas es innegablemente algo positivo. Asimismo, la cercanía tradicional de Bogotá con Washington permite suponer que la administración de Biden escuchará a Petro en lo tocante a diversas formas de alivio para la maltrecha economía venezolana.
Dado que los noruegos llevan tiempo ejerciendo el rol de mediación, resta esperar cómo podría afectar a esta relación el involucramiento del mandatario colombiano. Y la sensación de que Petro necesita a Maduro para conducir a buen puerto sus negociaciones con la guerrilla del Ejército Nacional de Liberación (ELN) provoca cierto nerviosismo en las filas de la oposición venezolana. ¿Realmente el colombiano es un mediador neutral e imparcial?
Existe un imperativo del tiempo. Si van a celebrarse las elecciones presidenciales en 2024, se antoja indispensable llegar a un acuerdo sobre la fecha y las condiciones relativamente pronto. Poner en práctica el conjunto de reformas necesarias y preparar misiones de observación verosímiles y eficaces toma tiempo, aún si todo se pactara pronto. Por eso, la iniciativa de Petro merece ser apoyada, pero también por eso genera escepticismo sobre su viabilidad. Venezuela sigue produciendo más perplejidad y frustración que petróleo y esperanza para todos los actores involucrados.