Supongo que lo último que la nueva presidenta deseaba era arrancar su sexenio con un conato de crisis constitucional. No sólo porque la distrae de otras preocupaciones y tareas; no sólo porque introduce nuevos elementos de incertidumbre en los cálculos de inversionistas, empresarios, corredurías y líderes extranjeros; no sólo porque enfrenta a dos poderes erráticos, estridentes y con alta visibilidad. Pero eso es lo que le tocó, con la votación de ocho a tres de la Suprema Corte de revisar, en el fondo, la constitucionalidad de la reforma constitucional del Poder Judicial. Detrás de toda la jerga leguleya de unos y otros se encuentra un dilema teórico, político y desde luego jurídico, de gran trascendencia, que se deriva de una pregunta de cierta sencillez: ¿puede el Congreso reformar la constitución como quiera, con tal de cumplir con los procedimientos y las mayorías previstas? ¿O existen límites nacionales e internacionales al contenido o sustancia de los cambios permitidos, y en caso de rebasarlos, puede la Suprema Corte declarar inconstitucional o mejor dicho inaplicable un cambio a la Constitución? ¿Si no cumple con los procedimientos, puede revertirse un cambio constitucional aprobado de acuerdo con la Constitución?
El ministro Laynez formuló el dilema con gran claridad, al dirigirse a las tres ministras opuestas a que la Corte viera el asunto. Les preguntó qué sucedería si algún Congreso futuro aprobara una modificación constitucional que dictara la prisión vitalicia a cualquier mujer que interrumpiera su embarazo. Podría haber formulado otros dilemas que se han planteado en otros países. ¿Cómo votarían las ministras si una Cámara de Diputados y un Senado de extrema derecha de aquí a diez años legislaran un nuevo artículo constitucional que prohibiera el reclutamiento de servidores públicos que hayan pertenecido a Morena (el lustratio de la República Checa), o sean judíos (las leyes hitlerianas de Núremberg), o de indígenas o afrodescendientes (el apartheid sudafricano)? ¿Serían inconstitucionales, o inaplicables dichas modificaciones constitucionales, aunque contradijeran otras partes de la Constitución y múltiples instrumentos internacionales suscritos por México desde hace decenios?
Parece difícil aceptar que el principio de la revisión de la aplicabilidad de modificaciones constitucionales sea un golpe de Estado (Batres) o carezca de fundamento y esté fuera de norma (Sheinbaum). Se puede argumentar que el principio es válido, pero que en este caso, la reforma del Poder Judicial no incurre en dicha inaplicabilidad. Lo cual, por lo demás, es probable que resuelva la Corte. Por muy valientes y consistentes que sean los ocho ministros que aceptaron ver el asunto, no sé si se atrevan, como Noroña o Sheinbaum del otro lado, a decidir que la reforma es inaplicable y que debe revertirse, provocando así una crisis constitucional en serio.
Todo esto es producto de las prisas, de la obcecación de aprobar la reforma de López Obrador antes de que se fuera López Obrador, y de la imposibilidad de apartarse del camino trazado por López Obrador. Nada obligaba a todo ello —salvo el deseo de Mario Delgado de entregarle dicho regalo a AMLO—, pero ahora el lío es difícilmente reversible. Es obvio que la reforma no va a ser desechada, pero se antoja muy claro que la Corte por lo menos va a opinar al respecto y que eso mismo sentará un precedente. Es cierto que no existía un sendero obvio para diluir, posponer o cancelar la reforma judicial, y como en casi todo, la presidenta parece empeñada en sacarla adelante no por imposición de López Obrador, sino por convencimiento propio.
Algo semejante sucede con la presencia de las Fuerzas Armadas en el ámbito de la seguridad pública. Los militares van a seguir allí, pase lo que pase. Se entiende: dada la correlación de fuerzas, y las realidades mismas, no hay de otra. Pero las consecuencias no son menores. Ya lo vimos con los seis muertos en Chiapas: los soldados disparan, luego “viriguan”. Y mientras exista la idea de que los migrantes no son del todo seres humanos, los errores se multiplicarán. Lo que no se entiende es que Francisco Garduño sigue al mando del Inami: Ricardo Raphael tiene toda la razón al respecto. Es un insulto a la inteligencia, a la decencia, a la moralidad. Tiene que haber un límite a la continuidad.