En tiempos recientes diversos partidarios de Barack Obama le han reclamado, desde la izquierda, el haber abandonado varios de los postulados de su campaña. Le reprochan aceptar una propuesta de reforma de la salud sin la llamada “opción pública”; denuncian el envío de más tropas a Afganistán y el endurecimiento con Irán; critican su discurso de Oslo y la aceptación teórica de las guerras justas; rechazan su demora en vaciar la cárcel de Guantánamo; y lamentan su falta de avances en la reconciliación con Chávez y los Castro. Sus desencantados amigos tienen algo de razón, pero pasan por alto una variable fundamental de la actual ecuación política estadunidense.Nadie se lo ha dicho en público, pero Obama seguramente lo sabe. Afronta un dilema desgarrador, paradójico y, en el fondo, diabólico, que explica las adversidades que lo agobian hoy, dentro y fuera de su país, y que seguramente definirán el destino y el desenlace de su gobierno. Los debates ya mencionados lo comprueban sin ambages, al mostrar que logros importantes, o esperanzas ilusas, en lugar de ser motivos de orgullo o dosis de realismo, se vuelven objeto de controversia. Obama puede ser un gran presidente progresista o de izquierda, o un gran presidente afroamericano; pero no puede ser ambos. Entendámonos: el actual ocupante de la Casa Blanca es un hombre progresista, y es afroamericano. No existe ninguna posibilidad de que se despoje de dichos atributos en su acepción más estricta. Pero en términos políticos la alternativa es clara. No caben las dos opciones en la vida política norteamericana de hoy. Para ser un gran presidente progresista tendría que volverse blanco; para ser un gran presidente afroamericano tendrá que derechizarse, y ha empezado a hacerlo. La disyuntiva resulta odiosa, pero por desgracia cierta.Su formulación se me ocurrió a partir de un seguimiento simple del debate sobre la reforma del sistema de seguridad social. A partir de la rebelión —en gran parte orquestada, pero en alguna medida también espontánea— de la derecha de Estados Unidos en contra de la propuesta que Obama podrá haber firmado antes de cumplir un año en la presidencia, surgió una pregunta clave. Dicha resistencia exacerbada, estridente, en ocasiones ofensiva e irreverente, ¿provenía de acendradas convicciones ideológicas o de pasiones profundamente racistas?Obama, Bill Clinton, los jerarcas demócratas y una parte de la comentocracia progresista de Estados Unidos, ni tardos ni perezosos, respondieron que el tema racial no tenía nada que ver. Se trataba, en las reuniones populares de agosto con legisladores, en las marchas en Washington de septiembre, en la desenfrenada oposición de ciertos medios de comunicación (sobre todo la radio y la cadena Fox), de una revuelta conservadora clásica: antigobierno, antieuropea, antiWashington, “antisocialista”: nada nuevo bajo el sol.Pero otros editorialistas, como Frank Rich de The New York Times, y otros políticos demócratas como Jimmy Carter y la bancada afroamericana en el Congreso, menos proclives al imperativo de la corrección política, aseveraron en público lo que otros piensan en privado. Por supuesto que el racismo se halla presente en el mero centro del debate sobre la salud, dijeron, pero también en las discusiones que vienen: la reforma migratoria, la postura en Afganistán, el cambio climático. Por una sencilla razón: una parte —no toda, por supuesto— de la derecha norteamericana de base, es racista; y el racismo en Estados Unidos suele ser, ideológicamente, de derecha también.No es así siempre, ni en todas partes. A principios y mediados de los años ochenta, el viejo electorado comunista en Francia abandonó al partido de Maurice Thorez y de Georges Marchais para votar por Le Pen; las banlieux rouges de París y Marsella le entregaron sus sufragios a un partido y a un líder racista. No dejaron de ser “de izquierda” pero se volvieron, o siempre habían sido, antiinmigrantes, antiárabes: en una palabra, racistas.Obama no puede eliminar el racismo aún profundamente arraigado en la sociedad norteamericana, que es a su vez, sin duda, la menos racista de las sociedades postindustriales. Pero puede neutralizarlo, desactivarlo, moderarlo, en su caso esterilizarlo políticamente, al lograr que los estados y los votantes menos tolerantes, aunque sigan despreciando en su vida cotidiana a los latinos, afroamericanos, y asiaticoamericanos, voten por candidatos de dichos orígenes étnicos, o por lo menos por uno de ellos: el propio Obama. No siempre, ni en todos lados, por cierto: en Luisiana, uno de los estados más pobres de la Unión Americana, por ejemplo, Obama obtuvo únicamente el 14% del voto blanco.Pero no realizará jamás esa faena casi imposible si además de ser afroamericano propone políticas absolutamente deseables, necesarias y sensatas, pero que contradicen los cánones fundamentales de esa derecha. Al contrario: multiplicará las oposiciones a sus políticas y a su persona, al sumar las primeras a las segundas. Agudizará la animosidad de la derecha, por ser de izquierda; y la del racismo blanco, por ser negro. Tiene que escoger.Conviene citar dos antecedentes, en apariencia contradictorios, pero en el fondo coincidentes. Algunos lectores recordarán cómo Bill Clinton y su esposa también lucharon por reformar —de manera menos ambiciosa que Obama— la protección social de Estados Unidos en 1993, y fueron derrotados, siendo no sólo blancos, sino centristas y oriundos de un estado sureño. He ahí la prueba, se dirá, que ni siquiera un blanco “derechizado” puede lograr mucho.Pero conviene ubicar el tema en su contexto histórico. Los únicos presidentes demócratas desde 1964 en Estados Unidos —hace ya casi medio siglo— han sido sureños centristas, que realizaron transformaciones progresistas importantes, pero justamente por blindarse a su derecha. Lyndon Johnson, de Texas, a pesar de su debacle en Vietnam, consumó las reformas sociales más importantes de Estados Unidos desde Roosevelt; Jimmy Carter, de Georgia, promovió la política exterior norteamericana más avanzada de la historia moderna, centrada en los derechos humanos; y Bill Clinton, a pesar de sus taras personales, logró el crecimiento económico y el prestigio internacional más destacado de su país desde John Kennedy. La clave: provenían del sur, no espantaban, al principio, a la derecha, y supieron “recentrarse” el tiempo necesario para sacar adelante reformas fundamentales.Obama no es del sur, no es blanco, y es mucho más progresista y preparado ideológicamente que Johnson, Carter o Clinton. Pero esto, que le favorece enormemente como orador y pensador, puede resultar contraproducente en materia electoral y política.Si insistiera en ser un primer mandatario de izquierda en lo interno —con una ambiciosa reforma de salud, migratoria, ambiental, laboral, etcétera— puede lograrlo, pero sólo contra una verdadera insurrección de base de la derecha republicana, racista y conservadora, que cada día con mayor vehemencia esgrimirá argumentos —o insultos— racistas. Y ello pondrá en riesgo no sólo su propia reelección en 2012, sino la de cualquier afroamericano durante años.Asimismo, si perseverara en sus intentos iniciales de reorientar por completo la política internacional de Estados Unidos —retirándose de Irak y de Afganistán, pactando con los ayatolah, con Chávez, con La Habana, con Evo Morales, aceptando las tesis chinas y rusas en materia de derechos humanos, de la India en materia de cambio climático, y abdicando de la llamada guerra contra el terrorismo en Pakistán, en Yemen, etcétera— despertaría todos los temores y fantasmas de la derecha incluso demócrata, e incendiaría una pradera siempre seca y en espera de una chispa. El discurso del Premio Nobel de la Paz fue quizás el parteaguas, aunque el giro en materia de política exterior se venía anunciando desde varias semanas antes. Obama planteó tácitamente ahí algo que sin duda resultó inadmisible para sus partidarios más ingenuos o radicales, a saber, que el problema en muchos casos con la participación de Estados Unidos en la arena internacional hoy no residía en Bush sino en el mundo y en Estados Unidos. Racionalizó y justificó la decisión que había anunciado días antes, de enviar 30 mil tropas más a Afganistán, de seguir adelante con la guerra de aviones sin pilotos contra Al-Qaeda en Pakistán y con la que anunciaría después de Navidad a propósito de Yemen, con la evocación implícita de Munich y del costo de evadir responsabilidades y no enfrentarlas a tiempo. Trató, en Oslo, de obtener apoyo europeo, es decir, de multilateralizar al máximo la intervención de Estados Unidos, como lo hará sin duda en los primeros meses de este año a propósito de las sanciones contra Irán por seguir adelante con su programa de enriquecimiento de uranio. Pero en ambos casos, y posiblemente en el de Yemen también, lo más probable es que le suceda lo que a Bush hijo y no lo que le sucedió a Bush padre, a saber, que se verá obligado a optar entre actuar solo, o no actuar. Decidirá con infinitamente más inteligencia, cultura, suavidad y elegancia que Bush hijo, pero no necesariamente de manera distinta. Lo mismo irá sucediendo con Caracas y La Habana, y en su caso con Bolivia y Argentina, todo ello más cerca de casa de nosotros. No pudo restablecer las preferencias comerciales andinas para Evo Morales; no puede dejar de velar por los intereses de las empresas y los “hold outs” norteamericanos afectados por las políticas de los Kirchner; ya carece de margen con los Castro en Cuba, al no haber recibido absolutamente nada a cambio de los pequeños pasos significativos que dio de manera unilateral; y con Chávez, dependiendo de los extremos a los que llegue en las próximas semanas y meses, Obama ya no está en condiciones de compartir libritos anacrónicos con el caudillo de Caracas.No pudo siquiera en el caso de Afganistán formular el ordenamiento que muchos allegados de Obama saben que es el único que hace sentido en lo que se refiere a la manera de evitar futuros ataques de Al-Qaeda en Estados Unidos. Ese planteamiento de que de alguna manera se vio confirmado tácitamente por el fallido atentado del joven nigeriano encima de Detroit, consistiría en retirarse de Afganistán, dejar de procurar la destrucción de Al-Qaeda, y más bien invertir los recursos (según algunos cálculos un soldado estadunidense en Afganistán cuesta un millón de dólares al año) en mayor seguridad, mejor tecnología, menores agravios a pasajeros y visitantes, y la aceptación por la sociedad norteamericana de que en el mundo de hoy se antoja imposible pretender eludir cualquier riesgo de golpe terrorista. Implica resignarse a convivir con un riesgo mínimo, inaceptable por las víctimas y para sus familias, pero tolerable por la sociedad: España con la ETA, Francia al final de la guerra en Argelia, como Inglaterra con la IRA, como Alemania con la RAF, como Italia con las brigadas rojas, y al final como Israel con el cúmulo de enemigos que enfrenta desde hace 63 años. Éste es hoy un discurso impronunciable en Estados Unidos, pero no porque sea falso sino porque es políticamente inviable, sobre todo para un presidente cuyo segundo nombre de pila es Hussein, cuyo padre fue musulmán, cuya piel es canela, y que es visto por la derecha como un socialista. Obama no piensa ni siquiera contemplar este enfoque. A la inversa, si continúa presentándose como un presidente de centro —quizás utilizando para ello la política exterior, tradicional refugio conservador de presidentes progresistas en lo interno: Truman, Johnson y Kennedy, por ejemplo— podrá lograr que amaine la tormenta racista.Podrá demostrar que un presidente afroamericano no es necesariamente un “radical”, pero decepcionará —algunos dirán traicionará— a su base progresista. Estados Unidos, con su infinita capacidad de reinventarse y experimentar, goza hoy del lujo de plantearse este tipo de dilemas: mantener posturas duras en el exterior para lograr cambios importantes, progresistas y graduales en lo interno. Obama, sin duda el mandatario más ilustrado y pensante que ha gobernado su país en décadas, padece el dilema inverso. Tiene que optar entre ser afroamericano o progresista; claramente ha escogido ya el primer camino; por ese camino habrá que seguirle la pista. Jorge G. Castañeda. Analista político. Miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes de Estados Unidos. Ha publicado: La diferencia. Radiografía de un sexenio (en coautoría con Rubén Aguilar) y Somos muchos: ideas para el mañana.