Existen tres razones para explicar por qué gobiernos democráticos y respetuosos de los derechos humanos callan ante la condena del preso político más importante de América Latina: el venezolano Leopoldo López. Recordemos que fue sentenciado a 13 años de prisión por incitar, mediante discursos y tuits a sus simpatizantes, a la violencia en diversas manifestaciones, llevando a la muerte de varios en 2013. Es decir, se le encarcela por lo que dijo y escribió, y por las acciones de otros (evocando la “disolución social” de Díaz Ordaz en 1968). Recordemos que el juicio no fue público, el gobierno presentó a 108 testigos a su favor durante 600 horas de audiencia, que la juez desechó a 58 de 60 testigos de la defensa, que los dos aprobados no aparecieron y que López solo tuvo tres horas para defenderse.
La primera razón es obvia. No se considera que se trata de un preso político: posición de Unasur. Hay leyes en Venezuela, el delito está configurado, hubo un juicio y López es un delincuente como cualquier otro. Este argumento, típicamente autoritario (ver las sentencias en Cuba, la URSS, Chile bajo Pinochet, o el apartheid en Sudáfrica), hace caso omiso de dos elementos. No todas las leyes son iguales, en una comunidad internacional donde imperan múltiples convenios sobre derechos humanos, democracia, debido proceso… Segundo: no todos los juicios son iguales. Algunos no son aceptables para gente demócrata, civilizada y respetuosa de los derechos humanos.
La segunda razón es el anacrónico, contradictorio e hipócrita principio de no intervención, en su acepción latinoamericana. Tal vez López es un preso político, pero lo que cada quien haga en su changarro es asunto suyo. Pequeño problema: varios de los actuales gobernantes de América Latina fueron presos políticos, y algunos obtuvieron su liberación gracias a los esfuerzos de otros gobiernos latinoamericanos, como cuando Carlos Andrés Pérez y Diego Arria convencieron a Pinochet de soltar a los reclusos de Dawson, incluyendo a Orlando Letelier y a mi finado suegro Carlos Morales.
Tercera razón: miedo a las represalias. O bien porque poseen un ala izquierda poderosa y acólita de La Habana y Caracas —Brasil y Chile— o bien porque les aterra la injerencia castro-chavista en su barrio —México, Perú, quizás Panamá—, varios gobiernos llegan hasta el pavor ante un reclamo público o travesuras privadas de Maduro.
¿En cuál de estas aberraciones descansa el vergonzoso silencio del gobierno de México? Podrían explicar sus motivos, para refutarlos con mayor eficacia.