Da gusto que el PAN vuelva a la carga con la segunda vuelta en la elección presidencial. Asimismo, ¡qué bueno que el PRD ya vea con mejores ojos el mecanismo!, aunque sigue empeñado en separarlo de la consecución de mayorías en las Cámaras. Y hasta el PRI podría encaminarse a una resignada aceptación de las dos vueltas si se ven acompañadas de una reducción del número de diputados plurinominales y la eliminación de los senadores de representación proporcional.
La pregunta que conviene dirigirle al PAN, sin embargo, es evidente. ¿Por qué diablos no insistió en la segunda vuelta en 2013, cuando le sobraban canicas —sus votos futuros a favor de la reforma energética— para imponérsela a un PRI desesperado por aprobar la joya de la corona de las reformas de Peña Nieto? Nunca se entendió el motivo por el cual Acción Nacional no insistió en una reforma política de fondo, que asegurara la reelección sencilla de legisladores y presidentes municipales sin cortapisas ni condiciones draconianas; las iniciativas populares y el referendo factibles y efectivas; y segunda vuelta.
Los dirigentes del PAN de entonces —Cámara de Diputados, Senado y partido— deben saber la respuesta a esta interrogante. Supongo que si alguien les preguntara a los de ahora, reconocerían que no se actuó de la manera más racional. Aceptarán que impera una cierta construcción ilógica en buscar una reforma difícil en posición de debilidad, en lugar de hacerlo en situación de fuerza. Admitirán también que la viabilidad de esta reforma es menor hoy que hace tres años, y que se desperdició un largo lapso para que nos adaptáramos a las nuevas reglas. Sobre todo, me imagino que los nuevos líderes panistas cuentan con una respuesta a una duda legítima de unos, y a un pretexto artificial de otros, como réplica a la denuncia que ya viene de AMLO: la segunda vuelta, igual que el cambio posible en las reglas relativas a los spots, en el financiamiento, en las candidaturas independientes, en la mariguana y hasta en la guerra en Siria son factores destinados a despojarlo de un triunfo ya asegurado en 2018.
López Obrador, al igual que el PRI, se equivocan. La segunda vuelta no condena a nadie a la victoria o a la derrota. En el año 2000, difícil determinar el destino de los votos restantes de Cárdenas en una segunda vuelta entre Fox y Labastida. En 2006, los de Madrazo probablemente se hubieran desplazado hacia Calderón, que igual ganó sin segunda vuelta. Y en 2012, los electores de Vázquez Mota quizás se hubieran repartido en partes iguales entre Peña Nieto y AMLO. ¿Dónde está el desenlace predestinado?