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GIEI y aprobación presidencial

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Ayer el gobierno mexicano comunicó a la CIDH en Washington su decisión de no prolongar la misión del GIEI más allá del 30 de abril. Esta decisión, unilateral pero soberana, merecerá sin duda una respuesta de la CIDH y del GIEI, que no tendrá mayor impacto jurídico, pero sí alguna consecuencia política.
Las recomendaciones de la CIDH, a diferencia de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos desde los 90, cuando Ernesto Zedillo aceptó el carácter vinculante de éstas, no son precisamente vinculantes. Por tanto, aún si la CIDH resolviera que México debe extender el plazo de la misión del GIEI, éste no tiene la obligación de hacerlo. El problema aquí es político, no jurídico.
Es evidente una campaña sucia en México contra los expertos del GIEI. También sé que se ha dirigido esa campaña contra defensores de los derechos humanos como Emilio Álvarez Icaza y Mariclaire Acosta. En un país convencido de la importancia del respeto a las garantías, y con una clase política y comentocrática convencida también, esto no sucedería.
El asunto no es quién tiene razón sobre lo de Ayotzinapa, ni si hubo incendio en Cocula o no, ni siquiera si la Federación ha hecho todo lo posible para llevar a la justicia a los responsables. Siempre he pensado que el gobierno federal no tuvo responsabilidad, ni siquiera probablemente por omisión, de los trágicos acontecimientos de ese día, pero sí que ha manoseado y echado a perder lo que a investigación se refiere desde ese momento.
Lo esencial, desde la perspectiva de la postura de México en la comunidad y en los mercados internacionales, es que el gobierno decidió invitar al escrutinio internacional de unos y de otros para beneficiarse, en el mejor sentido de la palabra, de la credibilidad que organismos externos gubernamentales y no pudiera conseguirle a sus investigaciones, a sabiendas que nadie le creía. Esa decisión chocó luego, a lo largo de los últimos 18 meses, con un hecho incontrovertible: cada vez que alguien de fuera pisaba territorio mexicano, guerrerense, o de Iguala, llegaba a conclusiones opuestas o incompatibles con las suyas. Hasta que el gobierno decidió, como hubiera dicho el Alto Comisionado para Derechos Humanos de las Naciones Unidas cuando vino a México en octubre pasado, matar al mensajero en lugar de escuchar el mensaje.
Esta decisión le costará cara a Peña. Las encuestas locales muestran que se trata del presidente menos aprobado y más impopular de la historia moderna de México. No quisiera saber cómo le iría en un sondeo internacional. Así no va a reponer el reconocimiento externo que llegó a tener por buenas y malas razones a principios de su mandato. Se seguirá hundiendo afuera y, por tanto, probablemente, adentro.
 

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