Jorge Castañeda
Se escuchan dos discusiones paralelas y a la vez discordantes en la Ciudad de México hoy. Ambas involucran al gobierno de Peña Nieto y a su destino. La primera se centra en si el régimen padecerá consecuencias políticas significativas por su caída de popularidad en las encuestas y sus derrotas en las elecciones del 2016. La segunda es si debe recurrir al uso de la fuerza pública en el tema de la reforma educativa y la oposición de la CNTE.
Los dos asuntos, en apariencia desligados, en realidad van de la mano. Más allá de si el gobierno debiera usar la fuerza pública para que haya clases en estos días en los estados controlados por la CNTE, y más allá de si debiera utilizar a las fuerzas de seguridad para contrarrestar las acciones de los maestros disidentes, no tiene la capacidad burocrática para hacerlo. Reprimir es factible cuando existe un mínimo de probabilidades de hacerlo limpiamente: sin muertos, sin heridos, sin escándalo. Después de Tanhuato y Nochixtlán, es obvio que no. La pregunta es evidente: ¿existe el apoyo social para ejercer el monopolio del uso de la fuerza a sabiendas que habrá muertos y heridos de por medio (ni hablemos de torturados, desaparecidos y ejecutados extrajudicialmente)?
Allí entra la segunda discusión. La increíble debilidad del gobierno ante la opinión pública (se dice que hay una encuesta donde 92% de los entrevistados dice que EPN debe irse) no tiene consecuencias jurídicas, pero sí de gobernabilidad. Es el gobierno democráticamente electo, y puede decidir o imponer lo que la ley y la configuración de las cámaras legislativas le permitan.
Salvo que muchas de las decisiones en puerta no tienen que ver ni con la ley ni con la correlación de fuerzas en el Congreso. Reprimir o no a la CNTE es una de ellas. Contiene connotaciones políticas mucho más importantes. Si Peña recurre a la fuerza pública, tendrá el apoyo de un segmento importante de la opinión pública… hasta que hay muertos. Sus fichas —PF, FFAA, policías estatales— no le pueden garantizar que no haya muertos.
Pero crece exponencialmente cuando resulta que nadie le cree nada al gobierno, cuando los índices de popularidad y de credibilidad del gobierno se han desplomado, y cuando cada día hay nuevos escándalos (predial de Miami, Aristegui noticias, etcétera). Una Presidencia fuerte, apoyada por la opinión pública, puede tomar decisiones impopulares en el seno de un sector de la sociedad. Una Presidencia desacreditada en las encuestas, no. Es toda la diferencia.