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Gasolinas, tres malas opciones

El Financiero

Jorge Castañeda

Si entiendo bien lo que el gobierno de Peña Nieto se propone en materia de precios de hidrocarburos, o por lo menos de gasolinas, pretende, para finales de 2018, entregar un país donde el precio de los tres combustibles líquidos utilizados por vehículos en México se encuentre plenamente indexado a dos costos variables, y a dos relativamente fijos. Estos últimos son el del transporte de las dos gasolinas y del diésel desde su punto de producción (las refinerías de Pemex) o de importación de Estados Unidos, hasta el punto de venta en alguna gasolinera, y los impuestos diversos que el propio gobierno le cobra al consumidor. Los dos variables son el precio internacional del petróleo y el precio ‘nacional’ del dólar.
Nada de esto es muy original en el mundo, y es sensato. Uno puede discrepar radicalmente de la manera en que se pospuso el inicio del proceso, y después se aceleró el mismo por motivos exclusivamente electorales, y también por la falta de medidas compensatorias, demagógicas o no, para endulzarle la píldora a la sociedad mexicana. Asimismo, es criticable la falta de rendición de cuentas en Pemex
–alguien es responsable de la caída de la producción, de la ordeña, de los elevados costos de transporte– y de Hacienda y Energía –alguien es responsable de haber mantenido el subsidio a lo largo de siete de los últimos diez años–, pero el objetivo final, y el fondo, son difíciles de objetar.

Insisto, en otros países sucede lo mismo. En Estados Unidos –gran productor de petróleo, aunque importador neto todavía– el precio de la gasolina varía en grandes proporciones de año en año, y de estado en estado. Lo mismo sucede en Europa, y las variaciones han ocasionado severos trastornos, cuando crecen en exceso –1973, 1979, 2010– o cuando van hacia la baja, como hace tres años. Hasta aquí, poca diferencia con México.

En efecto, de 1998 a 2015, con la excepción de 2009, en la medida en que el tipo de cambio se mantuvo relativamente estable, tomando en cuenta la inflación mexicana, una indexación de esta naturaleza no hubiera sido muy distinta a la de otros países. El euro, o la libra o el yen (divisa de un país que importa todo su petróleo) se mueven en relación al dólar –moneda en la cual se fija el precio de los hidrocarburos– pero dentro de márgenes moderados la mayor parte del tiempo. Pero de dos años para acá, y de septiembre para acá en particular, ya no es el caso del peso. Y lo será cada vez menos.

De modo que la indexación del precio de la gasolina al precio del petróleo y al del dólar obliga a mantener las oscilaciones de la moneda mexicana dentro de márgenes estrechos, o a amortiguar una caída estrepitosa de la divisa nacional mediante un subsidio, o a convivir con una inflación mucho más elevada que la de los últimos veinte años y muy superior a la de nuestro principal socio comercial. Visto que los economistas de Hacienda y del Banco de México entienden esto mucho mejor que yo, lo saben desde hace tiempo. Supongo que habrán escogido cuál de las tres opciones es la menos espantosa, o qué combinación de las tres es la menos dolorosa. Pero son esas: tipo de cambio fijo dentro de una banda; subsidio que puede resultar insostenible; o inflación del doble o más que Estados Unidos. Podrían decirnos algo, en cuanto a sus preferencias, o -quizá prefieran- irse a Basilea.

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