Jorge G. Castañeda
El lunes pasado se publicaron las cifras de homicidios dolosos en la Ciudad de México para el primer bimestre de este año. Totalizaron 170, el número más alto desde 1997 y quizás desde antes, pero no se contabilizaban de la misma manera; es un resultado devastador.
Representan un incremento de 7% en relación a los mismos meses de 2016 y, proyectándolos hacia adelante, el año cerraría con 990 homicidios dolosos. Esto equivale a casi 15 homicidios dolosos por cada cien mil habitantes. Obviamente no estamos en los niveles de Caracas o de Sao Paulo, pero sí muy por encima de las demás capitales sudamericanas y de las grandes ciudades de Estados Unidos.
Obviamente no es sencillo saber exactamente por qué ha sucedido esto, pero es evidente que algo ha cambiado en la ciudad. Es lógico que la delegación con los mayores totales sea Iztapalapa –de lejos la más poblada– pero en tercer y cuarto lugar vienen Álvaro Obregón y Cuauhtémoc, es decir, zonas de la capital con una composición social diferente y heterogénea.
Este es un problema para los habitantes de la Ciudad de México, para sus gobernantes, y también para los aspirantes a distintos cargos de elección popular en 2018 de los partidos gobernantes en la capital. Desde luego, el primer afectado es Miguel Ángel Mancera, el jefe de Gobierno. Más allá de su amabilidad y capacidad de trabajo, y del aprecio personal que muchos le podemos tener, el haber presenciado una descomposición de esta naturaleza no puede presagiar nada bueno para un candidato a la Presidencia. Y si nos atenemos a las encuestas –por ejemplo, la de GEA-ISA de hace unos días– en efecto, como candidato del PRD, Mancera se encuentra en los niveles más bajos de los últimos tiempos (entre 4 y 7% dependiendo de los contrincantes).
Otros como Ricardo Monreal, que aspira a ser candidato de Morena a la jefatura de Gobierno, también pueden sufrir las consecuencias del aumento de la violencia en su delegación. De alguna manera todo esto lleva a pensar que, en primer lugar, los miles y miles de muertos de esta guerra de diez años fueron en vano, que las decenas de miles de millones de dólares gastados no sirvieron de nada y que el increíble deterioro de la imagen internacional y nacional de México no tuvo nada a cambio.
Normalmente en una democracia, las consecuencias de decisiones de este tipo se pagan en las urnas; no está claro que siempre suceda así en México. Lo que sí conviene subrayar es que, si a pesar de un total de más de cien mil policías en la Ciudad de México, para una población de un poco más de ocho millones de habitantes, ya no se pueden mantener bajos los niveles de homicidios, menos se puede hacer en las demás entidades de la República, ni en sus grandes ciudades que carecen, desde luego, del presupuesto de la capital.