Jorge G. Castañeda
Las declaraciones recientes de los dos principales encargados de la negociación comercial entre México y Estados Unidos –Wilbur Ross e Ildefonso Guajardo– y el propio Donald Trump anuncian, en los hechos, un nuevo calendario para la revisión del TLCAN. Y los pronunciamientos de Trump sobre los cambios “mayores” que busca en el NAFTA auguran una negociación de mayor complejidad y profundidad de lo que muchos en México pensaban (yo no) y que requerirá aprobación legislativa en los tres países, y en las dos cámaras en Washington. En realidad, para nosotros, ambas dificultades están vinculadas, y son por completo ajenas a la agenda electoral mexicana.
El procedimiento legislativo de EU es claro: para empezar negociaciones comerciales bajo la actual Trade Promotion Authorization (TPA, la versión actual del fast-track de antes, y que por cierto se vence en julio de 2018), el Ejecutivo debe enviar una carta de intenciones detallada a las dos comisiones pertinentes de ambas cámaras legislativas y “consultar” el contenido de la misma con ellas durante 90 días. Esto, que iba a ocurrir hace más de un mes, se ha demorado, obligando a posponer el arranque del reloj debido a una maniobra legislativa medio dilatoria de los demócratas. Exigen que la carta del Ejecutivo lleve la rúbrica del Representante Especial para Negociaciones Comerciales (USTR), y éste no ha sido ratificado por el Senado. Este retraso se debe a su vez a que, para ser enviada su candidatura, debe obtener un permiso especial (waiver) por haber trabajado como cabildero para dos gobiernos extranjeros durante el año anterior. En el mejor de los casos, el USTR será confirmado en la última semana de abril –y más bien durante la primera quincena de mayo– para que se programen las reuniones preliminares con el Congreso sobre el borrador de la carta, y esta sería recibida en el Capitolio entre el 15 y el 30 de mayo. Los 90 días correrían hasta mediados de agosto, cuando nadie trabaja en Washington, y por tanto las negociaciones con México y Canadá comenzarían en septiembre. En una hipótesis optimista, podrían concluir para abril o para mayo de 2018, aunque francamente lo dudo.
Con independencia del calendario electoral mexicano –la coincidencia con la cual generaría una tormenta perfecta– existe una regla no escrita de la política de comercio exterior en EU: el Ejecutivo no envía nunca un acuerdo comercial al Congreso para su aprobación en un año electoral. El 2018 lo es: en noviembre se renueva toda la cámara baja, y el tercio del Senado. Como todas las reglas no escritas, se puede violar, como en los casos de Australia y Perú. Pero se antoja muy cuesta arriba que Trump cuente todavía entonces con el capital político para correr el riesgo de un rechazo de lo que sería su NAFTA. Lo cual nos lleva a finales de noviembre de 2018 para aprobar el nuevo texto en EU, y más bien a la primavera de 2019. Para entonces, habrá otro gobierno en México, y otro Congreso.
Algunos de los más autorizados expertos mexicanos en estos temas (yo desde luego no lo soy) han sostenido que en realidad esto no sería tan grave. Al no aprobarse un nuevo TLCAN hasta 2019, regiría, como default option, el actual, a saber, el que más nos conviene. Trump simplemente se resignaría ante la imposibilidad de lograr una aprobación expedita. Coexistiría con un TLC que según él es el peor de la historia para Estados Unidos, hasta que surgieran condiciones para lograr una votación favorable para el nuevo acuerdo.
No me cuadra el argumento. Políticamente hablando, veo muy difícil que Trump prefiera conservar un TLC “malo” que abandonarlo de plano; tampoco creo que acepte mandarlo al Congreso sin la garantía de una pronta aprobación. Entonces tendremos que esperar, con la consiguiente incertidumbre. Quién sabe hasta cuándo.